CRÓNICA DE UNA MUÑECA ROTA
Por Francisco Cabanillas*
[x_blockquote cite=»Pablo de Rokha» type=»left»]…el arte patina las cosas,
levantando su ataúd entre individuo e infinito[/x_blockquote]
[x_blockquote cite=»Alejandra Pizarnik» type=»left»]Afuera hay sol.
Yo me visto de cenizas[/x_blockquote]
[x_blockquote cite=»Wilfredo Matos Cintrón» type=»left»]Se levantó de su escritorio y caminó
hasta la aglomeración de libros que se ubicaba
en el lado norte de la salita para cumplir con
su rudimentaria clasificación geográfica de los libros.[/x_blockquote]
I. FUMANDO POESÍA
En la casa del poeta, el espacio pertenece a otro tiempo. Varias paredes, cubiertas de libros, algunos con tapas y páginas amarillosas, encuadran la experiencia áulica. Interioridad. Estanterías con filas de cedés. Una hilera de mesas, dispersas por el espacio en forma de archipiélago, se queda con lo que antes había sido la sala, el comedor y parte de la cocina. Computadoras. Efecto de megalópolis. Mesas sobre las que hay pilas de planes; montones de diseños para futuros poemas y posibles libros. Dondequiera, apuntes adheridos a las superficies como lapas de papel adhesivo amarillo; cartas del Tarot, incluido el del poeta Pedro López Adorno; montañitas de textos marcados por el empeño de construir realidades simbólicas. Hermenéutica.
La luz que entra por las ventanas llena el ambiente de citas y de un color a madera que huele a biblioteca pública. ¿«Poesía pánico»?: «Y el miedo [¿qué come el miedo?] no debe entrar ni al / Pasillo, / no sea que quiera quedarse» (Néstor Barreto).
Humedad. Entre poemas que se fuman como si fueran sinestesias, hippies de una revolución cooptada por el neoliberalismo, el olor a incienso o a espirales antimosquito se confunde con el humo de las metáforas, agrupadas en bolsitas de plástico. Cada palabra tiene su número, infinito. Sahumerio «azul, pintado de azul». Tautología. Mar seco, lleno de páginas sueltas. Cordillera de papel, sobre una hilera de mesas que parece un enredo textual; breviario para escribir una novela poética. Kalor, kaos, kruda… El humo de los adjetivos que fuman en una pipa de cristal, embriaga. Ensoñación; según Fernando Ortiz, tabaco.
En la casa del poeta, el espacio pertenece al tiempo de la pesadilla, la claustrofobia, el calor húmedo, la distancia paranoica, la boca seca, la hipertensión, el mareo que promete traer la casa a sus pies. Vómito. Tiempo de la maldición; humo enfermo de mala tinta. Bala perdida. «Rechinar de dientes». Desajuste intempestivo; de la ensoñación al horror. La paranoia; el miedo existencial. La liviandad. Un sentido de ajenidad, insuperable, avasallador, que atropella y hunde desde el pronombre personal, imantado hacia la hecatombe de una mala nota. Esta: fea leche del azar ahumado, a ras de piel, como un alambre de púas enredado en sus espinas. Bioco boricua. Mala nota.
En la casa del poeta, el espacio pertenece a la densidad apabullante de las cosas. El peso de las imágenes que se repiten, martilleo de tropos, hace toser a las metáforas puestas en el cenicero como changas de marihuana en Las dos caras de Jano (1997), novela de Wilfredo Matos Cintrón. La humedad se siente como una bomba de humo en la garganta; algo que le quita el sabor al saber de la lengua suelta, que habla de todo con todos. Eso, precisamente eso: lo que se cuela entre los párrafos más cortos, pero más densos, cuando la alegría hace sufrir. ¿Crístico? Tiempo que se mancha de flores sucias, podridas en la poesía de Nicolás Guillén: «quien le dijo que yo era risa siempre nunca llanto, como la primavera, no soy tanto». Rosas que hieden a pedo de luz borracha. Ahogo. Claustrofobia. Calor.
Hipertensión; inquietud. Necesidad de mover el cuerpo para no estallar en una ecuación cerrada. Hambre de fuga. Ganas de salir corriendo en una bicicleta de Elizam Escobar. De respirar. De romper las palabras con una patada de aire fresco, que traiga sosiego; que seque la ansiedad, el humo malo que lo ha sacado todo de ritmo. Ganas de vomitar el verbo fumado; todas las lecturas de una literatura que no sirve para aplacar el espanto de la paranoia, la claustrofobia, el calor fantasmagórico. El miedo a caer en el abismo del loco de Turín. Excrecencia; secreción de otra cosa que no es la poesía feliz del poeta sin techo. Luminosidad cortazariana que, como un poema de Lezama Lima, ciega.
Primera alucinación. Herida mortal. La monumentalidad de una opera omnia, cinco poemarios reunidos en lo que parece un bloque de hormigón, El festín. (S) obras completas (1967-2011) (2012) de Alexis Gómez Rosa, irrumpe como una alegría dominicana que mata con sus 1518 páginas. Hipérbole libresca. Materialidad que hunde el espacio donde habita. La poesía se siente como una amenaza; promesa de un agujero negro que vacía el ser de lo que se le acerca. En vez de oxígeno, El festín imanta lo que tiene alrededor hacia la absorción absoluta. Libro que se lo chupa todo.
La casa del poeta gira ahora sobre el poemario boteresco de Gómez Rosa, cuya fuerza de gravedad amenaza con tragarse la mano que le da de comer. Masividad caleidoscópica. Sensación de ahogo; falta de voluntad para seguir siendo ante un libro que lo ha escrito todo. Las imágenes estrelladas de El festín humean tinta sudada (lo que Paco Ignacio Taibo II llama «horas-nalga»).
Segunda alucinación. Vértigo. De El festín que asusta al ser abatido por el mal humo, la mala nota, el ahogo, la paranoia, la claustrofobia, el calor, quedándose con toda la poesía que cabe en un libro que parece un cofre —¡No soy nada!, dice el sujeto sujetado—; de esa pesadilla libresca a otra forma más condensada de socavar fenomenológicamente. La casa del poeta se siente más pequeña y más oscura, maloliente, llena del humo que se ha fumado el narcótico de la intersubjetividad. El derecho a vivir en paz se esfuma. Los monstruos acechan; las imágenes atacan. Más humo. Más fantasmas. El miedo a la nada se siente adánico. ¡Mala nota! Temblor de libros gordos.
Del vértigo al vómito, ahora desde Splendor: epistemología y épica de la complejidad (2013), de Enrique Verástegui, la poesía reincide en su aparente solipsismo; espejismo, desesperación, intento materializado de borrar todo lo que se le acerque a un libro de 1200 páginas, compuesto de cinco poemarios, que, no obstante su monumentalidad filosófico-literaria, es un libro que no necesita la masividad libresca de El festín —¡una maravilla!— para lograr la densidad y la contundencia de su «cosmogénesis.» Eros antes que Tánatos.
El peso de la poesía peruana se suma a la energía solar de Splendor, poemario que, según Yaxkin Melchin, «inaugura la edad en que la belleza triunfará científicamente y la ciencia éticamente». Splendor ilumina la casa del poeta con la luz temeraria de su totalidad, compactada en un libro sólido, duro y artesanal, que, sin precisar del edificio de El festín, saca también sus dientes.
La monumentalidad de la poesía, contenida en dos libros descomunales, asusta, intimida, disminuye. No obstante, la imantación hacia el vértigo prevalece. La densidad de los libros se chupa el aire; el poco oxígeno que queda, se mezcla con el calor. Respirar, como una bomba de humo, raspa la garganta. La mala nota ha manchado la irrupción poética de paranoia-claustrofobia-desesperación (Heidegger inventó las palabras trencito, aclara José Pablo Feinman). Monstruos al acecho poético; el terror parece verdadero.
En la casa del poeta, la poesía se siente como una cosa terrible (Yván Silén). Los libros atacan como perros que cuidan un espacio sagrado, viciado de humo que quemó mal. Pesadilla: «Pobre de mí / que no tuve la sensatez de quedarme en mi lugar / tranquilo» (Néstor Barreto).
II. ENTRE EL CENICERO Y LA BIBLIOTECA
Frente a una hilera de libros que parece una línea drogada, una lombriz o un ciempiés, la casa del poeta se hunde en el humo seco de las colillas muertas. Pájaros tiesos. Changas de marihuana (Matos Cintrón). Los ceniceros lloran; u orinan contra el viento seco de las palmas, como si fueran figuras literarias en extinción. Palés Matos vs Matos Paoli. Leche de coco o semen de Dios. Duelo que, al cabo de varias páginas, limpia la mala nota de su patología literaria. Purgación. Katarsis. Estro.
Las paredes se expanden. El ahogo paranoico afloja. El calor aplaca. La claustrofobia cede. El humo de la mala nota se difumina. Entra la luz limpia. El aire se vuelve dulce. Se aclaran las palabras, que brincan como sapos en la poesía cloaca de José María Panero e Yván Silén.
Opuestos a los calamares, los libros se relajan en su tinta. Las páginas parecen hojas sueltas de plátano o de tabaco. Fulgor. Papiro neoboricua, neotaíno (Matos Cintrón). La voz de la poesía se aclara la garganta; hace buches de jengibre y de cúrcuma. Cuando escupe, interpela. Seduce y se luce. La prosa se busca en la historia del ensayo poético boricua (Silén). Afina la escritura. Como si estuviera frente a los espejos de la pintura de Arnaldo Roche Rabell, se contorsiona. Salta.
Antes de cruzar, la prosa mira para ambos lados del abismo y se lanza desde lo alto con el paracaídas de Altazor, esta vez sin equiparar el descenso con la pérdida de la palabra. Cuando toca tierra, se transforma en el Adán (1991) de Nick Quijano; primer hombre hecho de basura. Caminante que, al doblar las esquinas de Héctor Lavoe, se encuentra con este fragmento filosófico del poeta Verástegui, cuyas mayúsculas iluminan la dimensión filosófica de la literatura:
Cuando leas poesía
aprende a distinguir lo Verdadero de lo Falso.
No todo lo que está bien escrito es Verdadero
y todo lo mal escrito es necesariamente Falso.
El Criterio de la Verdad es lógica impecable.
Falsedad es absurdo más allá de cualquier palabra.
Así, si distingues Verdad de Falsedad
serás una Princesa consorte, comerás uvas frescas
y acertarás cuando leas poesía.
De una novela, La muerte feliz de William Carlos Williams (2015), salta esta cita a manera de respuesta poética: «El pensamiento está hecho de pigmentos. La forma es hija del ojo obediente…»
III. SUICIDAS
Adán se sale de la literatura, pero se queda en la poesía. Por un lado, se tropieza con el documental del poeta menos legitimado de la tradición chilena, Pablo de Rokha, el amigo piedra (2010); por el otro, revisita el de la poeta maldita argentina, Memoria iluminada, de Alejandra Pizarnik (2011). Del espanto al vértigo; la poesía abocada a la muerte estalla en su más grande flor: el suicidio. Los filósofos coletean como ratas literarias que escriben novelas de ciencia ficción.
Abatido por una secuencia de muertes familiares, Pablo se pega un tiro en la boca a los 74 años. Acosada por la vida que no le permite ser, Alejandra se llena la boca de pastillas a los 36. El último poema de Pablo, «Sandra de Rokha» (1968), se lo dedica a su hijastra: «Cantáis en las montañas / ensangrentadas del mundo, / ¡oh! flor de zafiro / como la más hermosa entre las / más pequeñas aves de Chile…» Del último poema de Alejandra, una «escenografía siniestra», surge esta instalación: «esa mañana [1972], se la encontró cerca de su cama, junto a una muñeca decapitada que, antes de ingerir una dosis de seconal, había cuidadosamente arreglado y pintado con rouge» (Héctor Freire).
La poesía mata, pero no se suicida.
Solo en el diario de Alejandra, nunca en la poesía de Pablo, se plantea esta ecuación: «La mía es una vida perdida para la literatura, por culpa de la literatura». La muñeca decapitada escribe: «Pero hace tanta soledad / que las palabras se suicidan».
IV. ÓBITO
Como la vida que es, Eros, la literatura escribe la muñeca rota. Contra la nada y el olvido se retrata desnuda, entre imágenes que aletean para espantar la entropía y sacudir el polvo (¿de Manuel Ramos Otero o de Quevedo?). Como si llovieran páginas de un libro agotado, Narciso descubre su trasero (1975), La política y lo político en Puerto Rico (1980), la lectura replantea los pedazos sueltos de la muñeca ¿de Severo Sarduy o de Rosario Ferré?
Guata. Humo en la fogata alucinante de la potencia; hiperventilación. Hipertelia lezamiana. Hedonismo de izquierdas (Michel Onfray). Filosofía de la liberación (Enrique Dussel). Sensación de estar inscrito, entre paredes cubiertas de libros y mesas llenas de artefactos literarios y de «arquefactos» quijanianos (Nick Quijano), en la casa pletórica de la poesía (Gómez Rosa y Verástegui). Hogar de la multiplicidad pluriversa. Materialidad y potencia. Política y micropolítica. Biblioteca con buena luz y papeles agrupados en montañas de tiempo, metido en bolsitas de plástico puestas en cada una de las mesas. Ensoñación: «Más allá, humo / esfumándose en el cielo» (Luis Lloréns Torres).
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* Francisco Cabanillas. En 1991, obtuvo un Ph.d en literatura hispanoamericana en la University of Connecticut, Storrs. Ha publicado tres libros: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012). Tras varios años de trabajar con la literatura de Yván Silén (Puerto Rico), su manuscrito sobre la misma, Ensayos silenistas, está en proceso de publicación. En 2007, Pedrira nunca hizo esto, obtuvo el premio en la categoría de ensayo del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Desde 1991, enseña lengua, literatura y cultura hispanoamericanas en Bowling Green State University, Ohio.