Literatura Cronopio

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Los pastores flotantes

LOS PASTORES FLOTANTES

Por Juan Fernando Merino*

El primer pastor en hacer su aparición en aquel recodo del sendero, que va de la aldea de Bonga hasta el lago Victoria, es el cura italiano Silvio Sabino, arrastrando con dificultad una maleta de ruedas que cada par de metros se atranca en las piedras y latas, o en la maleza que crece a su antojo durante la estación lluviosa.

Unos minutos después cruza por el mismo sitio —una construcción abandonada de una sola planta que una vez sirvió como estación de pasajeros al tren que viajaba a Kampala, también descontinuado— Roger Stirling, ministro de la Iglesia de Escocia. No tardará en alcanzar al otro: su maleta es más liviana y la lleva al hombro. Y el cura es una veintena de años mayor, no gordo pero sí robusto, y se empeña en vestir el tradicional hábito franciscano de túnica hasta las sandalias incluso cuando viaja por los lugares más calurosos o escarpados de Uganda. El escocés, por el contrario, viste unos cómodos pantalones de dril y una camisa de algodón de manga corta.

El ministro está a punto de alcanzar al cura cuando se divisa en lontananza, avanzando en sentido contrario, al pastor alemán Dietrich Banhoff, de la iglesia luterana. A dos pasos de distancia lo sigue Samweli, su asistente personal, cargador de maletas y cuando es necesario intérprete. Acaban de desembarcar del Livingstone II, el ferry que sirve a las poblaciones de la costa suroeste del lago y en el que se aprestan a embarcar los otros dos pastores flotantes. Tal es el término, «Mchungaji Kuelea», que utilizan los habitantes de la región para referirse a los predicadores, ministros, monjas, seminaristas y monjes que visitan las aldeas de la zona para predicarles la palabra del dios cristiano. El término tiene su razón de ser: al igual que los policías, soldados y notarios que de vez en cuando envía el gobierno central de Uganda, los representantes de todas las religiones llegan por agua y por agua se van.

Aún falta por aparecer en el marco de esta historia otro pastor flotante: Donald Donovan, un joven misionero bautista renacido en Cristo. De momento se encuentra todavía en el lago Victoria, pero se acerca rápidamente a esta orilla a bordo de la lancha que contrató en el puerto de Kefira Bay al constatar que había llegado tarde al Livingstone II y que el siguiente ferry con destino a Bonga zarpaba sólo dos días después. Desde luego un costoso error, pero perdonable si se tiene en cuenta que Donald se sumó a la Iglesia Good News de Kampala un par de semanas atrás y que se trata de su primera misión proselitista en África. De hecho es su primer viaje afuera de los Estados Unidos y tan sólo el tercero afuera de su estado natal de Carolina del Sur. Injusto sería entonces comparar su conocimiento del terreno de trabajo con el de los otros pastores flotantes. Y en especial con el padre Silvio: 22 años en seis naciones de África, otros siete entre Indonesia y Malasia, cuatro episodios de malaria y dos de tifo, expulsado por decreto oficial de tres países, cuatro templos erigidos bajo su iniciativa y con el aporte de sus feligreses, dos de ellos demolidos por fuerzas de la naturaleza, uno por los propios feligreses…

No habrá ninguna confrontación ni mala voluntad cuando coincidan el ministro Stirling y el padre Silvio. Por el contrario, es posible que se den un abrazo y que no paren de contarse historias hasta que lleguen al lago. Otra cosa muy distinta podría ocurrir cuando se encuentren, juntos o por separado, con el pastor Banhoff. Con excepción de violencia física —los tres son hombres de Dios— se puede esperar cualquier cosa.

Se podría decir que el cura italiano y el ministro escocés son amigos. A lo largo de los años se han cruzado en numerosas ocasiones en pueblos, barcos y caminos en la ribera ugandesa del lago Victoria, la zona más frecuente de operaciones de ambos. Con el paso del tiempo y después de un par de encuentros desapacibles y de una discusión en público (durante una misa cantada del padre a la cual asistían tres o cuatro familias registradas en la Iglesia Anglicana) optaron por colaborar entre sí en lugar de competir. ¡Qué más daba que los nativos asistieran a distintos servicios religiosos y trataran de descifrar dos, o tres o más catequesis cristianas! A fin de cuentas, aquello redundaba en más asistentes a los ritos sagrados de cada cual. Incluso llegaron a ponerse de acuerdo en lo referente a turnos y horarios: quien predicaba un domingo en Bonga la siguiente vez lo haría en sábado, si miércoles en Lamperale, jueves en Kisinguitini. O viceversa. De todos modos no hay en Uganda cristianos para tantos pastores. Menos aún desde que empezaron a proliferar en los alrededores del lago los enviados de las distintas denominaciones cristianas, tanto las Tradicionales como las Renovadas, las Fundamentalistas y las Renacidas en el Señor.

Más aún, en una ocasión, el verano anterior, compartieron cuarto. El ministro Stirling, que es un hombre joven, buen lector y bastante abierto en cuestiones religiosas siempre y cuando no traten de indoctrinarlo sobre la virginidad de María o la prohibición de los condones, sintió una gran curiosidad por ser testigo de la visita del Papa a Kampala. Recurrió entonces al padre Silvio. Después de un par de llamadas de larga distancia y de intercambiar cuatro telegramas se pusieron de acuerdo para encontrarse en la estación central de autobuses y alojarse juntos en el hotel Imperio, con ducha caliente, servicio de bar las 24 horas y balcón con vista a la calle. La solidaridad entre los dos religiosos se solidificó cuando el padre le consiguió a Stirling, por intermedio de una monja romana muy amiga suya, una invitación en la fila 18 para la misa solemne que impartió el Pontífice en la catedral católica de Kampala.

Hora de regresar a aquel punto que se mencionó sólo de pasada: la animadversión de Stirling y Sabino —y de hecho de casi todos los pastores flotantes de la región— hacia el pastor luterano Dietrich Banhoff.

Todo empezó durante la época de sequías cuando el alemán, que llevaba tan sólo cuatro meses operando en la zona, se asoció con el médico austriaco que dirige el puesto de salud en la capital de la comarca para que los nativos que acudiesen a sus servicios luteranos recibieran vales para exámenes médicos gratis, suplementos vitamínicos y leche en polvo. Si aquello no es un chantaje religioso aprovechándose de la pobreza e ignorancia de la gente local, ¿entonces qué es un chantaje?, le espetó en su propia cara un sacerdote episcopal que no figura en esta historia. Banhoff no se quedó callado y en su inglés correcto aunque de acento muy marcado le respondió con la misma vehemencia. Para empezar, ¿qué culpa tenía él de que en las arcas de su iglesia hubiera dinero de sobra para estos y otros gastos? ¿Qué culpa de que los feligreses alemanes fuesen más cumplidos con sus diezmos que los del resto de Europa? ¿Y de que el marco siguiera subiendo imparable?

Las cosas no hicieron más que empeorar cuando Banhoff alquiló una casona en un promontorio por los rumbos de Ondongo-Ndogo, con vista privilegiada al lago. Sin embargo fue la contratación de un asistente de tiempo completo que lo acompañaba en todos sus viajes la gota que colmó el vaso de amargura de los demás pastores flotantes. Que gastara su dinero alemán cómo le diera la gana, pero lo de Samweli el ayudante ya era una rotunda injusticia con sus competidores. Y es que este joven, nieto de Henrich Poulsen, el legendario enviado de una misión humanitaria danesa quien dejó hijos en numerosas provincias de la región, es un mulato de muy buena presencia, palabra fácil y versado en varios dialectos locales, por lo cual representa una ventaja desmedida para Banhoff sobre los otros pastores a la hora de llenar los sitios de culto.

El ministro Stirling alcanza al padre Silvio en el instante en que éste se detiene a empañarse el sudor. Efectivamente se abrazan, se saludan con gran cordialidad y el recién llegado se ofrece a ayudarle a empujar la maleta. Ahora el pastor Banhoff y su asistente se encuentran a escasos 200 metros de ellos y avanzan a buen paso. No se produce el encuentro en aquel momento: de repente se desata uno de aquellos torrenciales aguaceros, tan frecuentes en esta parte del lago durante la estación de las lluvias, y todas las personas en el campo de visión salen en desbandada.

Cuarenta y cinco minutos más tarde los cuatro pastores flotantes y el mulato Samweli han ido a parar todos al galpón abandonado que alguna vez fue estación de tren. Fueron llegando uno por uno; es la única construcción pública con techo en cientos de metros a la redonda.

La tempestad arrecia. De allí no van a poder salir en varias horas. De hecho, cuando llueve de esta forma lo más probable es que no escampe antes del amanecer, de modo que se van acomodando como mejor pueden para la larga espera, sentándose sobre el suelo desigual, sobre los restos de una lona rasgada o sobre los tableros que indicaban los horarios del tren. Queda un cojín de lo que alguna vez fue una silla; está cubierto de capas de polvo y ha perdido los colores, pero su superficie se encuentra relativamente íntegra. Stirling propone que se lo cedan al padre Silvio por ser el mayor y el más voluminoso de los cinco. Los otros no dicen que sí ni que no, de modo que eso se hace. Pasado un rato se reúnen de nuevo en una esquina del recinto para hacer un inventario de las provisiones en caso de que se vean obligados a pasar la noche entera en aquel sitio. ¿Resultados? Una cantimplora llena de agua y una bolsa grande de frutos secos en posesión del pastor Banhoff, una caja de galletas saladas y una botella de vino tinto en la maleta del padre Silvio, dos paquetes de galletas dulces y dos botellas de whisky escocés en el maletín del reverendo Stirling, media libra de las nueces de cola en los bolsillos de Samweli. ¿El aporte del misionero Donovan? Nada. O piedras. Al salir precipitadamente del muelle porque ya se venía la tempestad, agarró una mochila parecida a la suya pero que pertenece a un anciano de la zona, marinero en sus años mozos, quien colecciona piedras y guijarros curiosos. Algunos muy hermosos, con vetas y destellos insólitos, pero que muy poco van a servir esta noche de lluvia.

Exasperado por el mal olor del sitio y por los insectos de diversa índole que se pasean, reptan o vuelan a su antojo, antes de que pase una hora de encierro el pastor Banhoff anuncia:

—Nos vamos, Samweli. Mejor llegar hasta la pensión aunque sea mojados.

—Las dos habitaciones en casa de Mrs. Rose están ocupadas —le informa el cura—. Yo dormí allí anoche y desde temprano estaban esperando que salieran los huéspedes. Las necesitaban para unos viajeros italianos que ya estaban sentados en la cocina.

—Ya nos las arreglaremos. En todo caso cualquier cosa es preferible a esta cueva maloliente.

—No pueden abandonarnos en mitad de la tempestad —protesta el reverendo Stirling—. Estamos todos juntos en la emergencia. Y no nos queda mucha agua potable.

—¡Nos vamos ya mismo, Samweli!

El mulato se echa su mochila al hombro, agarra la maleta del pastor Banhoff y dándole un puntapié a dos oxidadas latas de cerveza que se le atraviesan en el camino, avanza hasta la puerta. Abre la sombrilla para proteger a su patrón, aunque sea parcialmente pues ahora la lluvia parece venir desde todos los ángulos.

Se alejan diez, quince, veinte pasos.

—¡Que los parta un rayo! —exclama el cura mientras se sirve otro vaso de vino.

—Padre, por favor, tenga cuidado con lo que dice —le pide Stirling.

Unos segundos después se escucha un trueno tremebundo, corcoveante. El rayo debe haber caído muy cerca del refugio de los pastores. Y el pararrayos más cercano se encuentra dos pueblos al oeste en la ruta del ferry.

El pastor Banhoff y su asistente entran a toda prisa, con semblante de espanto, las manos vacías. Se sientan en el suelo sin decir palabra. Los otros también guardan silencio; fingen concentrarse en el sonido de las gotas al caer, de las ramas y hojas al estremecerse. El padre Silvio junta las manos y entrecerrando los ojos reza un avemaría; el ministro Stirling lo mira de reojo, sin poder evitar una expresión de reproche. Cae otro rayo, ya un poco más lejos.

Un rato después Samweli sale a recuperar la maleta de Banhoff, por supuesto empapada y embadurnada de barro.

—Va a ser una noche larga y difícil —dice el ministro Stirling rompiendo el silencio que impera desde la tentativa de escape del alemán—. ¿Por qué no hacemos algo para pasar el tiempo? Por ejemplo contar historias o jugar a los naipes. Yo ofrecería una caja de galletas y una botella de escocés.

—Lo de las cartas es buena idea —dice al punto el padre Silvio—. Yo colaboro con media botella de vino.

—Yo no bebo alcohol —dice con gravedad el misionero Donovan.

—Y yo no participo en juegos de azar —afirma el pastor Banhoff.

—Yo tampoco —dice entre dientes Samweli.

—Yo jugaría únicamente si… —empieza a decir Donovan, pero se interrumpe al sentir sobre la nuca la mirada adusta de Banhoff.

—¿Únicamente si qué, misionero? —lo anima a continuar el escocés.

—Únicamente si no se hacen apuestas con dinero.

—Eso no es ningún problema —afirma el cura—. Apostaremos lo que usted quiera y como lo quiera.

—Sólo es cuestión de hablar para ponerse de acuerdo —apunta Stirling con una gran sonrisa mientras saca del chaleco la baraja y del maletín la botella de whisky prometida.

—¡El diez de trébol!

—¿Seguro? Yo ya no veo casi nada.

—Si, es correcto. El diez de trébol. Pero es verdad que se ve muy poco.

—Podríamos alumbrarnos con una hoguera.

—Y así de paso espantar estos mosquitos desgraciados.

—Los mosquitos también son criaturas del Señor.

—¿Ah, sí? Espere que lo ataque uno como el que me acaba de picar en este brazo.

—Aquí hay papel de embalaje y cortezas secas para la hoguera; allí hay unos pedazos de madera… ¿Alguien tiene fósforos o encendedor?

—Yo no.

—Tampoco.

—No.

—Samweli, trae esas piedras. Vamos a hacer el fuego.

—¡Ocho de picas!, grita el padre Silvio, sentado ahora sobre su hábito franciscano, del cual tuvo que despojarse a causa del calor de la fogata.

—Samweli, alguien toca a la puerta —dice el pastor Banhoff, quien finalmente se ha sumado a la partida, y juega sentado sobre una pila de ladrillos y cartones.

—Ya voy, pastor.

—¿Quién era?

—Una jovencita. Hija de una vecina. Dice que la madre está buscando una gallina que se le perdió.

—Dile que nadie la ha visto.

—Una gallina flaca y colorada…

—Que no tenemos idea.

—Como ustedes digan.

—Oye, Samweli, espera… Pregúntale a la niña que si sabe jugar a las cartas.

—No, no, eso no, ni hablar.

—Bueno, era sólo una idea. ¡Salud!

—¿Ahora qué pasa, Samweli?

— La niña dice que conoce muy bien a la gallina. Desde que nació. Y que esas plumas que están allí al lado de la fogata son de su gallina.

—Samweli, ¡te dije que botaras todo! Y que enterraras los huesos…

—Y lo hice. Lo que pasa es que las plumas vuelan.

—¡Vaya por Dios! Dile a la niña que no tenemos idea y que ahora mismo estamos muy ocupados.

—A mí eso no me parece justo. Era su gallina.

—De acuerdo, no es justo, ¿pero entonces qué hacemos?

—Mira, Samweli, entrégale estos veinte chelines a la niña.

—Con la condición de que no le diga nada a su madre.

—Lo que ustedes ordenen.

—¡As de diamantes! —dice el pastor Banhoff, levantando un puño triunfal.

—Sí, otro as —acepta con resignación el padre Silvio, quien desde las cuatro de la mañana lleva una racha muy mala—. Son tres puntos. Usted elija.

—La frazada de cuadros, la brújula del misionero Donovan y la novela gorda del reverendo Stirling.

—Como diga, pastor. Usted gana.

—Y doblo las apuestas.

—Caballeros, se doblan las apuestas, se doblan a la una, se doblan a las dos, se doblar a las tres… —anuncia Samweli con voz ronca y parsimoniosa, su imitación de un crupier de Montecarlo.

El ministro Stirling explora su maleta en busca de alguna otra cosa qué apostar; el cura, su rostro rubicundo por la combinación de vino y whisky, mira divertido al misionero Donovan, quien con una carta en la mano izquierda se ha quedado dormido encima de un tablero con los horarios del difunto tren; el pastor Banhoff, asombrado con su buena fortuna, agarra la botella de whisky y la aprieta contra los labios para beber un trago largo; Samweli aviva la fogata con las páginas deportivas de un Uganda Times de hace dos décadas que encontró en algún rincón.

La tempestad ha amainado. Se escucha el gorjeo de charanes y golondrinas y en la distancia las voces de los primeros pescadores.

Amanece sobre el lago Victoria.
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* Juan Fernando Merino nació en Cali en 1954. Ha obtenido varios premios literarios colombianos, así como una beca nacional de novela. En España ha sido ganador de siete concursos de cuento, incluyendo los de Bilbao, Ponferrada y León. Es autor del libro de relatos Las visitas ajenas (1995) y la novela El intendente de Aldaz (1999). Entre 1987 y 1997 se desempeñó como jefe de traductores del Festival de Cine de Valladolid, y entre 1990 y 1996 estuvo vinculado con la editorial Anaya de Madrid, para la cual tradujo obras de Mark Twain, Daniel Defoe y Herman Melville entre otros. Para Editorial Norma ha traducido cuatro novelas de Roddy Doyle, así como obras de Coraghessan Boyle, Julie Hecht y recientemente “La aldea de las viudas” de James Cañón. También tradujo Ricardo II como parte del proyecto Shakespeare por escritores. Merino es el compilador y traductor de la antología del cuento joven norteamericano “Habrá una vez” (Alfaguara) y en la actualidad trabaja para el mismo sello editorial en la traducción de la novela “El callejón de Cervantes” de Jaime Manrique, sobre la vida del inmortal manco de Lepanto.  Fue uno de los doce narradores seleccionados para el cuento en cadena “Silla para alguien”, iniciado por Andrés Neuman y finalizado por Cristina Grande, proyecto lanzado por el diario El País y la revista Babelia con motivo de la pasada feria del Libro de Madrid. A mediados del año pasado la revista de literatura Luvina, de la Universidad de Guadalajara, México, eligió uno de sus textos para una edición especial sobre el cuento hispanoamericano, que incluye 24 autores de Latinoamérica y 6 de España.  Actualmente vive en Nueva York.

2 COMENTARIOS

  1. Muchas gracias, Tico. No, no soy padre ni en un sentido ni en otro, y mucho menos reverendo, pero si hace falta endilgarme algún apelativo religioso, me conformo con “pastor”.

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