Literatura Cronopio

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MAGA

Por Estela González*

¿Qué mejor temporada para deshacerse de lo viejo?

Un hilo de luz se abría paso por entre girones de nubes; expulsaba el frío, nos guiaba a casa de los Richardson. Yo seguía a Magali. La brisa me hizo temblar ligeramente.

Me urgía salir. Dejar los guantes, las chanclas, las calcetas. Rascar costras, exponer la piel. ¿Cómo se encontraría después de tanto frío: tierna y cálida, o callosa, cetrina?

Dejábamos otro invierno atrás, y seguíamos vivas. Digno de celebrarlo.

Dispusimos nuestro puestito de cosas usadas en el gran patio de los Richardson, y Magali abrió su estuche. Dispuse una carga de ropa de cama. Bajé los precios; lo que quería era vender. Me envolví en mi rebozo, mirando con hastío hacia la ventana de mi cuarto al otro lado de la calle.

Magali ensayaba cinco acordes pensativos, y yo los seguía. Siempre lo hago. Es casi una niña, pero su música es sabia. Fluye de lo más hondo; invade, envuelve, consuela. Y no sólo a mí. Esta mañana en mi recámara Antonio mezclaba viejas lágrimas con su cuándo. ¿cuándo? La música de Magali se colaba por los resquicios de la puerta cerrada, protegiéndola de nosotros. Y a nosotros, de nosotros mismos.

Estrellita del lejano cielo.

Ahora, aquí, a la intemperie: su música me sacó al aire nuevo. Es un conjuro.
Estrellita.

La dama vino buscando zapatos, y su pelo blanco flameaba en la luz de la mañana. ¿Cano, o rubio? Alta y ágil; azul profundo en los ojos. Pintaba paisajes todo el año. El frío no me asusta, nos contó. Le gustaba pintar amaneceres invernales. En su Volkswagen, envuelta en gorros, guantes, chaqueta, apoyaba un pequeño caballete entre sus rodillas y el volante. Tenía que trabajar rápido, antes de que los dedos se le entumecieran. Temblé ante la idea de una mujer repantigada en la concha helada de su auto, creando belleza mientras Antonio y yo yacíamos en nuestro sudario.

Las palabras no obedecen. No es lógico aquí sudario. Sudor. Lucha.

Pero lo es.

La dama del sol rebuscaba en nuestra mesa y musitaba una melodía sobre los acordes de Magali. Me preguntó si mis Chucks eran buenos para una caminata en la montaña. Me mostró dos suéteres: el olivo y el naranja.

—¿Cuál refleja mejor la luz?

Me alcé de hombros bajo mi rebozo.

—Usted es la artista.

Charlaba, y yo escuchaba. El segundo acorde de Magali avanzó: Manuel M. Ponce.

Y yo:

—¿Me dijo su nombre? Me gustaría ver sus obras. Visitar su estudio, si le parece.

Sus ojos se iluminaron. —Marisol.

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—¿María Soledad?

Negó con la cabeza.

—Mar y Sol. Marisol.

Luz. Olas. El hermoso Pacífico. Tanto tiempo había pasado.

Se enfundó el suéter naranja sobre la camisola. El tejido de algodón dio de sí sobre su pecho. Luego se agachó, se enlazó los Chucks.

—Perfecto.

Depositó tres dólares en mi mano y un beso en mi mejilla.

Estrellita del lejano cielo.

Como gacela perezosa, de puntillas en mis zapatos se fue alejando, y las notas de Magali la siguieron en crescendo. Se detuvo frente a la bisutería del puesto vecino. Encontró una boa de color trigo. La tomó en su mano.

La música punteó delicada.

Las sedosas plumas le rodearon el cuello, los hombros. Rozaron la curva de su vientre.
Pero Magali miró por un instante a mi ventana, al otro lado de la calle.

Detuvo la melodía. El vacío me rodeó.

Marisol subió la mirada, miró hacia todos lados. Vacío. La boa se resbaló de sus hombros. Se desplomó en la mesa, formando un sedoso montón rubio.

Y así, sin más, Marisol dejó caer los brazos.

La vi marcharse.

Abandonada al silencio, me acerqué a la mesa vecina. Tomé la boa. Abrí mi rebozo, y llevé las suaves plumas a mi cuello.

Terciopelo.
Mar.
Y sol.

Funciono. Vendo. Respondo a preguntas. Etiqueto. Clasifico.

En el tiempo decrépito de la mañana la boa respira en torno a mi cuello. El sol y el mar no son más que un espejismo.

Me envuelvo.
Miro en torno a mí.
No hay nada.

Baja y dime si me quiere un poco.

Gracias, Maga.

Esa niña no sabe el consuelo que ofrecen sus dedos.

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La gente se mueve. La brisa me acaricia el cabello. El sol vuelve a arder. En mi estómago hay hambre. En mi piel, ganas de respirar.

Una mano se posa en mi brazo.

—¿Dijo que le gustaría ver mis pinturas?

Marisol sonríe hacia mi boca. O a la boa.

Giro hacia la música.

—Maga, ¿te encargo. Del alumerzo para ti y para…?

—Claro—. Casi no se oye su voz. Adivino en sus labios.

—En el cajón hay dinero si quieren…
Las notas suben una tras otra, insisten. Más.
Tú eres estrella.
La Maga mira sin ver.
Mi faro de amor.
Doy un paso.
La música presiona. Señala el camino.
Marisol me da el brazo. Andamos.
La gente se aparta.

Marisol deja los Chucks a la entrada de su casa y camina en silencio. Es un gran espacio. Aquí, las altas ventanas. Allá, los campos blanqueados, el lago centelleante. Aquí los tapices de lana. Pocos muebles. Alfombras que me hacen estornudar.

—No tenemos mar, pero está el lago—me dice.

Enciende música de guitarra. Sube el volumen. La casa de antigua madera late.

—Es como entrar en la guitarra de tu hija. ¿Cómo se llama?

—Magali.

—Tiene magia en los dedos. Te conoce, ¿verdad?

¿Qué estará haciendo? ¿Y Antonio?

Marisol me lleva a una mesa cubierta con acuarelas. Sus ojos atraviesan mi rebozo, descansan en mi abdomen.

—Tú eres colores fuertes. Tal vez te guste ésta—deposita en mi mano la imagen de un muro de granito recubierto de rosas amarillas. Las flores cuelgan, abrazan, intoxican. Abrasan. Están por tumbar el muro.

La música me vibra en la garganta. Miro hacia las montañas. Detrás yace Antonio.
—¿Qué dices de ésta?— Marisol baraja sus acuarelas, y caen las rosas bajo una pila de montañas púrpuras, campos ocre, montes nevados. Las manos de Marisol brillan a la luz de la mañana. Están llenas de callos, manchas rojizas como de trementina. ¿Todavía usan aguarrás los pintores?

¿Cuán fuertes pueden ser esas manos?

[Imagen: ]

—¿Tienes sed?—Marisol se abanica con una tarjeta, me ofrece su brisa de rosas y perspiración.—¿Quieres un té? ¿Vino?—Atraviesa la cortina de cuentas de colores que nos separa de la cocina. —Yo tomo blanco.

Por entre las cuentas de vidrio la miro dar portazos en los gabinetes.

—Perfecto.— Me paseo por el perímetro del salón. Hay caballetes, mesas atiborradas de pinturas, dos o tres sillas de espaldar rígido.

Marisol se asoma por entre globos de colores. —Siéntate, mujer.

Tomo una silla. ¿Se sentará ella rodeándola con sus largas piernas, los antebrazos en el espaldar, su cuello largo y orgulloso?

¿Las sillas son para las modelos? ¿Pintará desnudos?

La música me acaricia la piel sudorosa. La boa y el rebozo se me pegan al cuello. ¿Y yo, cómo estaría allí, abierta, entregada?

Marisol se detiene a mi lado. Me entrega una copa de spumante.

—Las guardo en el congelador.

Brindamos. El frío me atraganta. Me quita la copa, y toma mi mano en la suya.

—Ven.

La guitarra nos cobija.

Ay Sandunga, Sandunga mamá por Dios
Sandunga no seas ingrata, mamá de mi corazón.
A orillas del Papaloapan
Me estaba bañando ayer.

Como el Papaloapan relumbra el lago. Marisol dispone las copas en un banquito y se sienta en un gran cojín sobre la alfombra peluda. Yo me acomodo a su lado. La luz del valle nos llena los ojos: montañas azules, rosadas. El lago.

Detrás está mi casa. La Maga. Antonio.

—Zafiro y turquesa—dice ella. Se estira, toma un trago, devuelve la copa al banquito. Me toma la muñeca.

—Tienes venas interesantes.

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Me cubro con la boa.

—Son de un azul puro. Y tu piel, caramelo.— Me roza apenas con un dedo. —Las venas llevan a tu corazón. Tu valiente corazón.

Hay una medialuna verde en cada una de sus uñas. Enrosca los dedos—leona que es—y rasguña el interior de mi brazo. Sus ojos ante los míos. Tan azules.

—¿Me dejas dibujarlas?

En el estereo aletea La paloma. Va y viene.

El dedo de Marisol traza un sendero desde mi muñeca hasta mi codo. En mi vientre crece una ola caliente. Sube, anega mi pecho.

Busco aire.

—¿Tienes calor? Estarás más cómoda si te recargas.

Ha tomado el rebozo entre sus manos.

Obedezco, y estiro mis piernas en la alfombra. Una nube de polvo me alcanza la nariz, y estornudo. Delicioso. Enloquecedor.

El rebozo se resbala por mi brazo. La boa se extiende por el suelo.

—¿Me enseñas tu cintura?

Cierro los ojos, y Marisol se cierne sobre mí. Siento en el vientre el aire frío. Me ha levantado la blusa delicadamente. Tanto, que no sentí su mano.

Un listón de calor, una serpiente: ¡su lengua ciñe mi cintura!

Algo pesado toca mi muslo. Alcanzo con la mano: es su pecho. Dulce. Caliente.

¡Jadea! La rozo suavemente. Bajo el algodón del suéter siento una pasita. Envuelvo su pecho en mi mano, y el pequeño bulto cosquillea el centro de mi palma. Presiono, y Marisol ahoga un grito. Mis dedos descansan en su pezón. En su boca hay ansiedad. Deleite.

Me mira.
El sol. El mar.

Entretejo mi otra mano en su pelo blanco; beso su boca agridulce. Y comprendo mi sed. Cierro el puño en su pelo y tiro, miro la mueca en su boca. La beso. La lamo. Ríe.

Su mano en mi cinturón. Sus ojos me dicen: ¿puedo?

Bajo la cremallera y ella jala las perneras de mis jeans. Sólo lo suficiente para separar un tanto mis rodillas. Para descubrir el ardiente centro de mi cuerpo. Cierro los ojos, enloquecida.
En el estéreo brilla la música.

Estrellita del lejano cielo.
Lenta, suave, juguetona.
Una plegaria: que la música no pare.
Doblo las rodillas. ¡El frío que cae en mi cadera!

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—Ay, el vino. ¡Lo siento! Rápido, que no se te mojen los pantalones.

La ayudo a retirar los jeans. Mientras nos afanamos juega en sus labios una insinuación de sonrisa.

Ahora viene. Su boca. Su lengua.

Y tiemblo. Cómo tiemblo.

En la boa nos reclinamos. Mi cuerpo caliente, mi piel quemada, el caramelo más cálido. En mis brazos, Marisol es lisa, pura, ardiente. Marisol.

Suspiro fuerte.

—Leona.

La Estrellita desenvuelve una larga escala descendiente. Rallentando, a punto de llegar.
El acorde final es un beso.

En el jardín de los Richardson mi hija y yo seguimos los últimos ecos de la Estrellita. Al terminar, la Maga descansa sus manos en la cintura de la guitarra. Parece agotada.

Miro al otro lado de la calle.

—¿Comieron? ¿Y dónde está…?

Maga asiente.

Otro suspiro. El rebozo se me resbala de los hombros, cae sobre paquetes de mantas dobladas.

Tomo una etiqueta. Tiene ya el precio escrito.
La pego en el rebozo.
Mi brazo, moreno profundo. Lleno de sol.
En el puesto de al lado la bisutería brilla.
La boa rubia aletea, victoriosa. Terciopelo.
Puro terciopelo.

__________
*Estela González es escritora mexicana. Escribe en inglés y español sobre experiencias liminales entre fronteras y sexualidades. Ha publicado cuentos, ensayos y comentarios enBarcelona Review, Cobalt Review, Lesbilicious, la Revista Mexicana de Literatura Contemporánea, Salon, Sol Literary Magazine, Solstice Literary Magazine y theVermont Public Radio. Como crítica literaria ha publicado numerosos artículos y el libro El dinosaurio sigue allí: Arte y política en Monterroso. Es doctora en letras por la universidad de Nueva York en Stony Brook, y maestra en bellas artes por el programa Solstice en Boston. Catedrática de literatura y cultura en Middlebury College en Vermont, Estados Unidos.

1 COMENTARIO

  1. How lovingly, my dear, you weave your words, treading lightly -dare I say seamlessly, the line between prose and poetry. And your rhythm -so original, now halting at the spur of emotion, now going from tapping comment to spurt of narration. Short phrases. Concise. Precise. I can hear the singing in your crucial sentence, while you assiduously type, lest the vanishing thought may not stay with the melody -like the lingering uncertainty at the high E, when one surrenders to the «leja—-no cielo» fermata, after the travails of the ascent from la-si-do#, re, fa#-la-mi—-, re, re–, mi, cayendo como un suspiro del re agudo al mi bajo en séptima menor. Y para crédito tuyo, digo, y regocijo de tus lectores, o mio, por lo menos, ni un ápice de romanticismo extemporáneo perturba tu estrucutra sintáctica y semiótica.
    Novísima Anaïs, enredas tu entelequia erótica en una boa anacrónica, serpiente emplumada que ofrece el cáliz del éxtasis de este lado de la calle, mientras que del otro lado, Antonio se desvanece en la distancia de un pasado aun no plenamente … pasado. A decir verdad, la vehemencia de este relato ofrece la imágen de una escritora de 18 años, pero la sofisticación de el estilo me lleva a la sobriedad de concluir que a esta figura hay que añadirle 30 años más de lecturas y experiencia. Lo mas importante, sin embargo, que quiero decir, es que tienes un talento notable para la exquisitez, y la capacidad de sutileza necesaria para una prosa poética convincente, y, aún mas, un rítmo narrativo que devela un estilo literario personal y efectivo. En la música como en la escritura, el rítmo es rey -numero est rex, rhythm is king, and a well-tempered musical ear, as your writing evidences, is an indispensable, though often overlooked quality of an artist of the word. In the end, it is not expression, not the catharsis of the lightly-veiled auto-biographical anecdote what remains, but the beauty achieved that moves the reader.
    Since you have already being blessed with many a talent, which I noticed many years ago, may the good Lord above bless you again with the time and disposition to cultivate your art.
    Ihre Verehrer aus der Ferne,
    Heinrich von Hohenstein und Gotha-Coburg

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