Literatura Cronopio

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Nazco, caigo,llego el fin

NAZCO, CAIGO, LLEGO, FIN.

Por Manuel Gris Lorente*

Un día, en un cristal, en una casa, en una calle, en una ciudad que no hace falta especificar, una gota llegó sin avisar y, sin discutir ni un poco con el casero, consiguió un alojamiento perfecto. Tenía buenas vistas, mejores colegios para sus futuros hijos y un supermercado cerca en el que poder comprar, bueno, lo que sea que comen y beben las gotas de lluvia. Hay detalles que, aunque parezcan importantes, en realidad no sirven para nada.

Iba a ser feliz en aquel cristal, se dijo.

De vez en cuando dejaba que el tiempo la hiciera resbalar hasta llegar cerca de otras que, como ella, habían decidido vivir su vida tranquilamente allí, pero el único problema era que para nuestra gota las demás, las otras, las que no eran ella, le parecían tan aburridas como el vaho que dejan los perros en el suelo cuando están dormidos. Supongo que haber formado parte de una nube tan hermosa como la que la escupió, puede hacer que cualquiera se crea superior a los demás, pero aun así no eran agradables los pensamientos que, día sí y día también, surgían de su cabeza haciéndola reír a carcajadas a costa de las demás.

No lo eran. Y punto.

Pero los años no perdonan a nadie, no importa el pasado que tengas, así que nuestra gota continuó dejando que el tiempo siguiera llevándola hacia abajo, conociendo e intercambiando anécdotas con sus semejantes que, sin que ella se diera cuenta, iban haciendo que su tamaño continuase creciendo, abarcando cada día un poco más, hasta que finalmente encontró a su alma gemela. Ella brillaba de un modo especial cuando el sol la encontraba, y tenía una silueta tan grácil y clara, tan perfecta y cuidada, que casi parecía haber salido de un colador y no del cielo.

Se enamoraron al instante y se unieron, formando una sola, antes que cualquiera de sus amigas.

Juntas, unidas, inseparables, continuaron con la aventura que el camino a través el cristal les regalaba —lleno de grietas— que solían superar sin problemas la mayoría de las veces, y de algún que otro grano de polvo, los cuales suelen estropear todo lo que tocan porque, como dice un viejo dicho de la cultura popular del universo de las gotas, «aquello que no es líquido solo puede acarrear cambios a peor, cambios a sólido. Cambios hacia atrás». Pero nunca fue su caso, pues tenía una táctica infalible: se separaban solo un segundo, lo esquivaban sin problemas, y después volvían a juntarse. Sencillo, tanto como lo es respirar.

Las risas de él, con los demás como Diana, eran compartidas por las de ella, conocedora de su perfección y la envidia que transmitía a sus cuasi-semejantes. Aquello los separó de sus amigos, que frenaban su descenso siempre que se sentían insultados, lo cual no les importaba a nuestra gota y su pareja, porque si alguien no sabe su lugar en la vida, si alguien no es feliz cuando sabe lo que es, sin más, no vale la pena pensar en ellos.

En poco tiempo fueron las únicas gotas de la parte superior que habían bajado hasta la parte inferior del cristal, cosa que en lugar de hacer que se replanteasen sus ideas y su forma de actuar, les otorgó el derecho a ampliar su casa, colocando una piscina en el jardín y construyendo un ala completamente nueva y equipada, para hacer fiestas, en el lado norte de su hogar. Aquello les hizo sentir aún más especiales, tanto que solo invitaban a sus nuevos amigos para poder restregarles por la cara todas sus posesiones. Ninguna de sus nuevas amistades volvió a aceptar una segunda invitación.

Ninguna.
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Ella, un día, se despertó con la clara idea de que aquella gota con la que compartía espacio no era, ni por asomo, todo lo perfecta que ella se merecía, pero como había crecido con una inteligencia despiadada, decidió no decírselo a su pareja y decidió callárselo. Hay mejores maneras de deshacerse de un mal compañero que siendo tú el que da el primer paso. Ella lo sabía bien. Por eso ideó un plan, sencillo y directo. Sin fisuras. Perfecto y letal como una pajita de esas que les ponen a los cocteles.

En uno de esos paseos matutinos, los que usaban sobre todo para poner de vuelta y media a sus semejantes, ella divisó a lo lejos una mota de polvo. No era de las más grandes, pero si suficiente. Aprovechó que él estaba muy sumergido en la conversación para desviar, sutilmente, su trayectoria hasta donde se encontraba la despistada mota que, ajena a lo que la rodeaba, iba a llevar a cabo el acto más importante de su miserable y corta vida. Ella le avisó que se acercaban a otro de esos peligroso momento que habían superado mil veces, él dijo que hasta ahora y se separó. Perfecto, pensó ella. Genial. Cuando estuvo lo suficientemente lejos de la mota y de esa mitad suya que a su juicio no era merecedora de poseerla a ella, fingió ser víctima de una ráfaga de aire y frenó, usando una pequeña grieta que tenía el cristal. Observó cómo él seguía su camino y, una vez pasada la mota, se desviaba hacia el lado en el que debía estar ella. Pero no la encontró. Sorprendido miró atrás y solo pudo ver a su amada, a la mitad de su alma, llorando y gritándole que no la había protegido, que había sido culpa de él y que ella, desde luego, no pensaba seguir con alguien que solamente piensa en sí mismo. Eso le hizo enfurecer, primero, porque nada de eso era verdad, pero después sintió la punzada del dolor, de la autocompasión y, finalmente, la culpa por no haberla protegido como le prometió el día en que se unieron. Lloró, claro, lágrimas que sabían a todos esos momentos que se quedaron por vivir, como el de tener hijos o el de ampliar el ala oeste de la casa, para hacer más fiestas, pero el tiempo lo cura todo, para eso está en realidad, y siguió con su vida, dejando el pasado atrás y convenciéndose, todos los días un poco más, de que aquel accidente había sido lo mejor que podía haberle pasado en la vida. Y que ya era hora de volver a vivir su propia vida.

Y así fue.

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Salió todas las noches, se unió y desunió con un sinfín de otras gotas, algunas tan bellas como su exesposa, otras muchísimo más feas, pero a falta de amor siempre es mejor el sexo sin sentimientos, así que dejó que este dicho penetrase en él como un veneno y le enterrara en una vida llena de diversión movida por una sola razón: tener más diversión.

El tiempo pasó, empujándole más abajo de aquel cristal que siempre le había parecido infinito pero que, cada vez que miraba hacia adelante, veía cómo se acercaba más y más el temido marco. La meta. El límite de lo que es la vida de toda gota.

Hubo una mañana en la que se despertó agotado ya no solo por haber dormido poco, sino por la vida en sí, y entonces se dijo que nada tenía sentido ya. Que la felicidad no es ser libre siempre, no es no mirar al futuro y coger el presente como si fuese lo único que vale la pena, que no es la soledad a la que sabe en realidad la soltería, y entonces dejó de hacer fuerza y permitió que el aire la llevara definitivamente al final de aquel cristal que, el primer día que lo probó, le supo a felicidad con un toque de esperanza. Esa esperanza que da el saber que solo tenemos un cristal ante nosotros y no debemos malgastarlo nunca.

El marco se acercó tan deprisa que solo le quedó tiempo para mirar una vez más ese paisaje que tanto le había fascinado en los primeros momentos de su vida, pero que había ido olvidando. Y lloró de felicidad.

Porque al menos había vivido.

Y después, nada más.

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* Manuel Gris Llorente nació en Barcelona en mayo de 1982. Es técnico de laboratorio de diagnostico clínico (trabajo en investigaciones científicas). Ha publicado varios relatos en la revista digital La Náusea y en páginas de temática de ciencia ficción. Es autor de cinco novelas publicadas por la editorial Ediciones Oblicuas. Correo-e: azacel699@gmail.com

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