ÁGATA, UN LIBRO PARA CUANDO YA NO ESTEMOS
Por Juan Andrés Alzate Peláez*
Ágata es un poemario para el futuro escrito en tiempo presente. Así lo siente David Fernández Rivera, el joven poeta español autor de este libro, para quien dicha obra es el prólogo y la precuela de su propia innovación. Ágata es un canto temporal, y es un canto pensado para el futuro. ¿Por qué el futuro?
Si nos fijamos, en Ágata hay dos presentes: el presente ambiental, exógeno, el que rodea al poeta y respecto al cual manifiesta un descontento muy grande. El otro presente es el gramatical. En efecto la práctica totalidad de los poemas de Ágata están escritos en la tercera persona del presente indicativo. Estos dos presentes, más aún el existencial, obviamente, deben servir como catapulta para impulsar al lector a que cada día quiera construir una realidad nueva, pero también lo es para que la poesía evolucione hacia lo inesperado. Ese es el horizonte de futuro del poemario Ágata.
Cuando se miran las obras pasadas de David Fernández Rivera [1], y en especial las de su primera juventud, se encuentra el predominio del pasado. El cambio de uso del tiempo bien puede significar un hallazgo de nueva identificación con la poesía, o más exactamente, una reivindicación del mismo autor en la poesía. No es una casualidad que Ágata carezca de prólogo. Ágata es él mismo un prólogo para todas las obras futuras.
Tenemos pues, que este poemario, que encuentro sencillo en su forma y en su lenguaje —como el lenguaje de los poetas de la generación del 36—, es tanto un prólogo cuanto un manifiesto. Un prólogo, porque prenuncia lo que vendrá después tanto en temáticas (si se habla de la forma), como en experiencias (si se habla de poesía). Este libro es importante no sólo por lo que dice sino por cuanto se dice en él. Y es que Ágata no es sólo el libro, sino lo que le sobrevendrá. Es también un manifiesto, porque reivindica para la poesía española el llanto por las penurias, la denuncia por la abulia existencial, ante un panorama en el que la poesía se decanta por otros asuntos. En este respecto hallo personalmente un gran parecido entre la poesía de David Fernández y la de Miguel Hernández (representante de la Generación del 36). Desde luego no ha de buscarse en la forma, asunto en cual difieren diametralmente, sino en la temática y, sobre todo, en el tratamiento que se le da a las palabras. Los versos de Hernández usan términos sencillos, no hay cultismos ni laberintos, no hay tecnicismos ni rimbombancia. Hay, sí, belleza en la sencillez, elegancia en la sobriedad. Hay también una constante referencia a los elementos de la naturaleza, de la vida del campo y de la asunción de la vida propia. Estos son los elementos comunes a la poesía de David Fernández que me hacen considerar su poesía cercana a la de la Generación mencionada.
Prosiguiendo, el carácter premático y existencial de Ágata —pues no se habla de nada que no tenga que ver con la vida y la realidad de todos los hombres— denota dos cosas. En primer lugar, la madurez literaria del autor, y en segundo, el culmen de un trabajo anterior. Esta obra proemial es a su vez el cierre de una trilogía de poemarios, en los que ya empezaba a verse el cambio reivindicativo que hemos mencionado. Esta serie está compuesta por Alambradas, Sahara y Ágata. Perfectamente se podría afirmar que no es comprensible la obra posterior a Ágata, sin haberla leído primero.
Dicha trilogía puede verse mediada por un elemento que es clave para efectos de interpretación. Es, a saber, la insatisfacción con el entorno contemporáneo, con la vacuidad de la vida del hombre moderno y, sobre todo, con la pérdida de la libertad. Sobre este último respecto hay que poner mucha atención, pues en el poemario Ágata hay una marcada dicotomía entre el campo y la ciudad, siendo el primero idílico y libre, y la segunda, esclavizadora y asfixiante. Súmase a esto que hay una incursión en nuevas formas de entender y hacer la poesía: Hay rupturas deliberadas en la sintaxis o el ritmo, hay ausencia de versificación y de apego a las formas. Dos ejemplos son los poemas gráficos Lanza I y Lanza II (pp. 55-61) en los que no hay cabida a un «¿qué quiere decir?», sino que tan solo queda afirmar «este poema simplemente dice». Esto vale para todos los demás poemas del libro, pues si se pretende abordarlos con extremada racionalidad, muy poco provecho se podrá sacar del texto. Esta no es la clase de obra que resiste el análisis técnico, es más bien de las que buscan suscitar experiencias internas, no necesariamente cuantificables y mucho menos preceptivas. Esto iría contra la misma intención del poemario de denunciar el vacío de la vida por el dominio de la tecnología:
Las falanges del recuerdo,
habían interior apuntalado
en el desecho gelatinoso
de la pleura
algunas manchas
de nudillos,
muchas de estas diapositivas
mostraban
el «privilegio»
de aprender a jugar
con las múltiples herramientas
forjadas en los trombos milimétricos
en el redoble
de la normalización.
(De: Una guitarra sin voz I, p. 65)
David Fernández no sólo es poeta, sino actor, dramaturgo y músico. Él busca unificar todas esas manifestaciones en un solo quehacer, pues en sus propias palabras, la poesía es todo, está en todas partes. No es una expectativa, es el todo, y no debe dejarse influir por la propia subjetividad, según considera el autor. La poesía, entonces, no la pone la técnica (la versificación, la métrica) ni depende en su esencia de los preconceptos, sino que está en el alma (en la experiencia estética propiamente dicha). Tanto en sus composiciones musicales, como en las teatrales y en las poéticas hay ruptura de cánones, arritmia, atonalidad, multiplicidad de frecuencias, ruidismo, dicotomías. Valga decir, Ágata no tiene intención dramática o lírica, es más una llamada de atención y un estímulo que desarrolla el descontento que vivía el autor. Ya hemos dicho que la obra es una reivindicación de la libertad, y una forma de hacerlo es buscarla en la poesía y en el teatro, en lo multidisciplinar.
Detengámonos en los contrastes de Ágata. Más específicamente en la oposición campo-ciudad. El mar y el campo se pueden fusionar como un solo espacio. Tanto en Ágata como en el conjunto de la poesía de David Fernández, se puede apreciar este antagonismo entre la ciudad y el campo que hemos señalado. La búsqueda de lo telúrico, de la naturaleza, es algo que no solo traspasa sino que mueve el poemario. En los poemas referidos a la ciudad, todo está arquitrabado, predeterminado, señalizado, los adjetivos son contemporáneos, se habla de electricidad, de luces de xenón, de cigüeñales y humo. Por el contrario, en el campo, especialmente en el mar, sólo hay senderos no trazados y caminos por descubrir, las descripciones y adjetivos se refieren a lo luminoso, a lo fresco y a lo ancho:
Al otro lado del océano,
las lluvias
oxigenan
el sello del áncora,
deslizando en su deshielo
al alboroto ultrajado
del silencio.
Ya pueden engendrar
la zanja y la tierra.
(De: Singladura, p. 30).
El mar posee una gran significación para el autor, de allí que se refiera constantemente a él. En efecto, Ágata nació de muchas horas de contemplarlo. En el vaivén arrítmico de los versos puede detectarse de momento una analogía con el ritmo del mar, que no es como el ritmo mesurado y regular de la música occidental. Cualquier intento de medir los versos de Ágata resulta inútil, pues no hay regularidades. Esta es una extrapolación de la libertad de la naturaleza a la libertad de la poesía. Es decir, la libertad del campo y del mar se halla en la ausencia de medida y de reglas, cosa que no se puede experimentar en la ciudad, lugar en el cual los hombres son ataúdes ambulantes, parafraseando una expresión de Dámaso Alonso. La ciudad es el mármol, la monocromía, la parquedad y la agonía; el campo es la ágata, el color, la exuberancia y la vida:
Allí,
se les vacunó
con anestésicos,
mientras en las raíces
de las rosas
muertas,
ya se ultimaban los preparativos
mármol
para lanzar los primeros diarios
sobre la alegría sintetizada
hacia el pigmento democrático
de la escritura.
(De: Una guitarra sin voz VI, p. 71-72)
Desde lo alto del iris,
todavía son perceptibles
las tonfas marinas
que remueven la arena
en la acometida
de un sedal incrustado
en ocarina un recipiente
de porcelana.
En el piso superior,
danza la falsedad
de una brújula,
entregando la esencia
de su magnetismo
al entresuelo
perforado
con tormentín
un nido de avispas.
(De: Singladura, pp. 29-30)
Ciertamente el ser humano le ha dado la espalda a la naturaleza, y esta queja aparece como temática en los libros de David Fernández. En Ágata se hace hincapié en que al movimiento maquinal de la urbe se opone el movimiento vivo del campo: la tierra sigue viviendo y moviéndose. A pesar de que la vida nos llene de cicatrices, no podemos más que seguir adelante y prepararnos para el futuro. Puede decirse que Ágata es un canto pensado para el futuro, porque proclama el desencanto y la muerte del presente. Es un canto a la esperanza de encontrar una salida humana y libre a la realidad que hoy nos aprisiona y de la que todos somos testigos. La acción poética —creadora— aquí no está en las descripciones (ya lo hemos mencionado), sino en que hay algo más que el lamento, hay una propuesta para transformar el dolor. Ágata no es una queja sin más, si denuncia es para cambiar, y si cambia es para progresar. En esto sale a la luz la faceta docente de nuestro autor: si el mundo en que vivimos no nos gusta, indudablemente hay que hacer algo para cambiarlo, ese algo en este caso, es mostrar los obstáculos que nos impiden ver a lo lejos, que nos ciegan ante el dolor ajeno y que cortan nuestras alas de libertad.
[Vídeo: Presentación de Ágata en la ciudad de Medellín, Colombia. Agosto 24 de 2015.]
En este punto es inevitable pensar que Ágata también es un libro autobiográfico. Ya hemos dicho la influencia que tuvo el mar en su inspiración, el cambio de paradigma que supuso en el estilo para su autor y el papel que tiene esta obra en la trilogía a la que pertenece, así como para la futura producción literaria de David Fernández. Pero también debe subrayarse el contenido psicológico del poemario, su estilo, sus temas y las rupturas que presenta hablan mucho de la personalidad del autor. Que si bien las obras y los autores son cosas distintas, no así son las motivaciones que llevan a escribir una cosa y no otra. En Ágata es claro que hay una intencionalidad didáctica y reivindicativa de la poesía y de la libertad humana.
Las vivencias interiores de David Fernández también se vislumbran en los otros dos textos que componen la triada de poemarios que corona Ágata. Alambradas es un llanto sórdido y excesivamente transparente de su búsqueda interior. El dolor de Alambradas se ensaña en ver cómo las personas caminan, trabajan y creen que viven sin responder o hacer caso a las claves de la poesía o de su propia libertad. Hemos nacido con ellas y vivimos de espaldas a ellas, el mal de los hombres de nuestro tiempo es haber asumido una existencia inauténtica. Ese dolor tiene mucho que ver con la muerte y se mantiene como temática, junto con la crítica a la inautenticidad, en Ágata. Sahara es la cumbre de la visión estético-filosófica que tenía el autor en aquel momento. En efecto, el autor allí nos recuerda el mal que trae el olvido del ser y de la razón de existir, siendo este olvido la fuente de muchas crisis modernas, del desierto del sinsentido existencial. ¿La solución? Asumir poéticamente la vida. De Sahara también nació una obra de teatro, concretamente «Hipnosis / La Colonia». Ágata ya hemos dicho qué es. En función de esta trilogía se fueron enarbolando otras piezas artísticas, como composiciones musicales y obras de teatro. Por ejemplo, al poemario Ágata le correspondió el disco Fractal [2] y la obra de teatro «Esferas». Para David Fernández la búsqueda sonora (el hallazgo del sonido) es tan importante como la poesía. La poesía es el cimiento del sonido, no al contrario. De otro modo la afirmación de que en todo hay poesía y todo es poesía no sería primaria, como ya se afirmó, sino penúltima.
Ágata bien puede ser un texto vanguardista, no porque busque romper esquemas, sino por la forma en que lo hace. Es evidente que el libro no está limitado a los códigos lingüísticos y artísticos del entorno, lo que hace al autor explorar nuevas formas de expresión artística. Por ejemplo, en la página 27 (Singladura) se lee: «Estos serán hacinados / durante diodo el tiempo». No se trata de un error de edición o de imprenta, sino de la intención expresa, según asevera el autor, de verse fuera de los contextos (que también son límites de los que hay que luchar por librarse). Según sus gustos estéticos, a David Fernández le gusta incluir elementos chirriantes, rupturas de ritmo [3], o para ser más exactos el olvido deliberado de este. Después de tener formación musical hay algo que David Fernández no soporta de la música clásica y buena parte de la contemporánea: es que no entiende el ritmo. Desde luego, lo sabe desarrollar, pero es algo que evidentemente al autor asocia no con el orden sino con la angustia y desazón (véanse más arriba los símiles entre el ritmo y la repetición con los elementos de la ciudad). Por ello en sus composiciones musicales y en las poéticas —al menos las posteriores a Ágata— no hay ritmo. Así las cosas, lo humano está en la libertad, no en el ritmo ni en la repetición. Esto es otra clave interpretativa del poemario que nos ocupa: el ritmo no es natural.
En este sentido el sonido libre, lo heterodoxo, no significa una renuncia a los idiomas. Desde luego la lengua es importante y es un legado social sin el cual no se puede habitar la tierra. Sería un grave error decir que el proyecto vanguardista de Ágata entraña la abjuración del idioma. No hay tal reniego, sino más bien una búsqueda de los idiomas propios. ¿Por qué buscar idiomas propios? ¿Qué acaso un idioma privado es comprensible y más aún comunicable? No es que se busque un sonido privado incomunicable, sino más bien hacer una deconstrucción, un camino de regreso al lenguaje adámico común a todos los hombres [4]. Para entender esta intencionalidad de la trilogía a la que pertence Ágata, hay que considerar como reales muchas cosas que damos por lo contrario. Los pensamientos y los sueños pueden ser más reales que la realidad. Muchas veces pensamos que escuchamos, que leemos, pero esto no es más que una ilusión. Llamarle a lo onírico o a lo imaginario una ilusión es algo fuera de lugar. Aquí se quiere abrir una puerta hacia lo imposible. Si no tuviese ese horizonte, no estaríamos hablando de póiesis, de creación.
Esto nos lleva de nuevo al tema de la libertad, el problema es encontrar la verdadera libertad, pues al menos estéticamente hablando nunca ha habido otra época más libre en ese sentido que la contemporánea. Nunca el arte ha gozado de tanta libertad de acción, interpretación y estilos. ¿De qué se trata entonces la libertad que busca Ágata? Se trata no de dar un salto al vacío, ni de reinventar la rueda, sino de construir la libertad propia. Este ejercicio le ha servido al autor para transformar su visión estética así como la perspectiva de vida, dando preponderancia a nuevas formas de producción artística como, por ejemplo, la poesía fonética (que ha creado en otros momentos y espacios posteriores a Ágata). Esta construcción de la libertad se evidencia en que el autor se ha inspirado en las vanguardias, luego no parte de cero, y en que tiene una visión de futuro, en que escribe para cuando ya no esté aquí. Tratar de crear algo que uno al menos no haya visto, gesta una de las sensaciones más maravillosas que es la de la libertad. Hay en esto cierta identidad con «En las Cimas de la Desesperación» de Ciorán, que, según David Fernández, se convirtió en su timón lírico.
Entendió que
la erupción
de las chinchetas
aplastaban la base
del capuchón.
Había descubierto
en la desconfianza de sus manos,
las rodillas
impregnadas
con el sonido descompuesto
sobre la síntesis
y costumbres
que ahora enarbolaban
la prolongación arquitectónica
en el señuelo
interior
de la jaula.
Él era el poeta.
(De: Una guitarra sin voz III, p. 68-69)
Por último, hablemos del lector que se encuentra con Ágata. Vista la asistematicidad de la obra y los modelos estéticos que intenta fundar, es de esperarse que pida un lector que no busque etiquetas, que no trate de ver convenciones en la poesía (o en otros ámbitos, como el teatro), sino que tenga una vida interior grande que le permita soportar un escenario sobre el cual recrear su propio libro de modo individual, su propia obra de teatro, su propia poesía visual. Los poemas de Ágata son un estímulo para que el lector pueda vivir su propia experiencia. Cuanto más dispuesto esté a recrear, más va a disfrutar de Ágata. No caben aquí, como ya se mencionó, los lectores extremadamente racionales, los que buscan el sentido de todas las metáforas, o de los poemas. No hay tal cosa en los de Ágata, ni en general en los de David Fernández. El lector debe ver estos poemas como una sorpresa, debe verlos con la naturalidad y el asombro de quien descubre el mundo. Ha de ser más como Dionisio y menos como Apolo. Para ser más certeros, debe ser como el niño de las tres transformaciones de Nietzche (el camello, el león y el niño). No se puede sacar fruto de Ágata si no se tiene un alma libre, si no se asume la obra como se asume la vida. No es casual que los niños sean capaces de disfrutar más de esta poesía que los adultos, tal como se ha podido experimentar [5].
Acercarme como lector a esta obra tan singular, ha significado romper esquemas, esos esquemas tan clásicos a los que muchos estamos acostumbrados. Sobre todo, ha significado aprender a experimentar de primera mano los cánones estéticos de la contemporaneidad, cosa que exige indudablemente escuchar antes de juzgar, asimilar antes de analizar y hermanarse antes que disentir. Quien padece el horror vacui y quien espera un «sentido», no tendrá la disposición para sacar provecho del poemario. Hay que estar dispuestos a vivir un viaje inesperado en un espacio y reglas indeterminados.
La indeterminación es una base para entender la obra de David Fernández. No hay forma de abarcarla sistemáticamente. De hecho, si somos estrictos, el resultado de todo proceso artístico es indeterminado y, por extensión, inconcluso. La obra no culmina en ella misma, sino que vive en las transformaciones e interpretaciones a que el contemplador (el lector en este caso) la somete. Ágata no es reductible a un libro, es el portador de un espíritu de cambio. Después de Ágata lo que debe seguir es expandir las alas para encontrar la libertad tan difícil y tan bella.
FICHA TÉCNICA
Título: Ágata
Autor: David Fernández Rivera
Año de publicación: 2014
Editorial: Ediciones Antígona, Madrid, España.
ISBN: 978-84-15906-29-2
NOTAS.
[1] Como un acercamiento a esta primera poesía se puede consultar su obra Calipso (Editorial Parnaso, 2009), que es una pequeña antología de textos desde su diez años hasta su juventud. Allí están algunos de los cimientos que dan el porqué de su reflexión actual. Dicha obra contiene dos compendios.
[2] Fractal tiene como eje los criterios estéticos y poéticos de Ágata, pero es asimismo una revisión de la trilogía desde la perspectiva artística y sonora del poemario en cuestión.
[3] Un ejemplo en el que puede apreciarse esto es el ya citado de «Una guitarra sin voz VI», p. 71-72, cuando dice «ya se ultimaban los preparativos / mármol / para lanzar los primeros diarios». Casos como este, en el que se corta el hilo de la frase y se entra en otra sin dejar claro qué pertenece a qué, y se busca hacer lo menos repetitivo posible el ritmo, se pueden apreciar a lo largo de todo el poemario.
[4] No es que Ágata esté compuesto en un lenguaje privado, sino que da las herramientas para suscitarlo.
[5] En efecto el poeta ha dictado varios talleres de poesía con niños en edad escolar, siempre con muy buenos resultados.
_________
* Juan Andrés Alzate Pelaéz es docente de filosofía y de lenguas clásicas y semíticas, egresado de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín, Colombia) y candidato a doctorado en filosofía de la misma universidad. Es también editor de Revista Cronopio.