Literatura Cronopio

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Nadie tiene la culpa

NADIE TIENE LA CULPA

Por José Agustín Silva*

[x_blockquote cite=»Gillian Flynn» type=»left»]Cuando pienso en mi esposa, siempre pienso en su cabeza. Imagino abrir su hermoso cráneo, desenrollar su cerebro, intentar obtener respuestas. Las preguntas básicas de cualquier matrimonio ¿Qué estás pensando? ¿Cómo te sientes? ¿Qué nos hemos hecho mutuamente?[/x_blockquote]

Nudo de víboras es una novela compuesta fundamentalmente de los recuerdos de Luis, padre y abuelo de familia. A través de la redacción de una carta dirigida a su esposa Isa, Luis pretende dejar constancia de su interioridad tan humana como desconocida para el resto de su familia, para quienes Luis representa la tacañería y el egoísmo en un grado superlativo. Pero en la lectura nos sumergimos en la interioridad del protagonista y comprendemos que dicha perspectiva no puede estar más alejada de la realidad.

La novela de Mauriac abre con un epígrafe de Santa Teresa de Jesús que dice: «Señor, pensad que no nos entendemos nosotros mismos y que no sabemos lo que queremos; que nos alejamos infinitamente de lo que deseamos». Estas primeras palabras de la novela dicen relación con el conflicto humano por el cual los hombres desconocen sus conductas, actúan de maneras que detestan y deja ver la enorme fragilidad humana. Mi formación católica, al igual que la de Mauriac, me hace pensar inmediatamente en las palabras de San Pablo: «realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» [1] y que para mí retratan de manera concisa la fragilidad del hombre, su completa ignorancia frente a lo que prefiere y me hace pensar, sobre todo, en la especie profundamente dañada que somos los seres humanos. Desde mi punto de vista, esta novela trata sobre el amor. La necesidad de este, la falta de este, y las malas decisiones que con el tiempo han disipado lo que pudo haber habido de aquel.

Sinceramente, frente a la narrativa fría y deshumanizadora de autores como Sartre y los existencialistas, —a quienes respeto ciertamente en cuanto escritores—, me resultó de mucho agrado encontrarme con Nudo de víboras, porque encarna una visión del hombre y de la vida más cargada de sentido, en mi opinión personal, más rica, compleja y no por ser la de un autor católico menos desgarradora. Dice Jacques Robichon es su biografía sobre Mauriac: «Frente a Sartre, que tiene ideas y un sistema goniométrico, pero que carece de tono, he aquí un de los últimos escritores con nervio, uno de los últimos amos de nuestros sentidos». [2]
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En esta novela Mauriac expone sin pudor la calamidad de la que es capaz el hombre. La cotidianidad es el núcleo del cual surgen a raudales los malos funcionamientos, las heridas, los abusos y desconfianzas. Nuevamente recurro a mi ya empolvada instrucción católica, y traigo al papel el pasaje bíblico de Caín y Abel, mito que estimo mucho, porque considero que explica una realidad humana atávica: la lamentable e inherente tendencia que experimenta el hombre hacia el fratricidio. La envidia de Caín hace que asesine a su hermano Abel, porque este realizaba sacrificios más propicios a Dios. La pulsión sanguínea, la ira, la venganza son fruto de una naturaleza desamparada, impotente, que desconoce realmente el origen de su sufrimiento y esa impotencia puede devenir, en momentos exacerbados, en la destrucción del prójimo como reflejo de nosotros mismos.

Al leer Nudo de víboras estamos en presencia de la pulsión de exterminar al hermano. El retrato de la disfuncionalidad de una familia compuesta por seres dañados por su propia historia. Y Luis, el redactor de la carta, no se guarda ninguna opinión destructiva contra su descendencia a quien detesta sobre todo por su avidez, su sed implícita por hacerse con la fortuna que conquistó con esfuerzo a lo largo de su vida.

Se ha oído muchas veces, y estoy completamente de acuerdo, que odiamos en los otros los aspectos de nosotros mismos. Considero que la misantropía de Luis se debe en gran parte a las conductas propias que identifica en su descendencia. El profundo amor que sentía por su sobrino Lucas y su difunta hija María se explican porque ambos son niños y Luis veía a ambas criaturas despojadas de las conductas interesadas de su familia. En la novela el principal detonante de inmoralidad e hipocresía son los años. El tremendo abismo que separa los corazones de Luis, Isa, Huberto y Genoveva se debe a la acumulación de heridas nunca reparadas y en cambio camufladas por contingencia, por mera rutina. Un viejo refrán inglés de incierta procedencia dice: Hurt people hurt people. La sumatoria de desprecios mutuos, de desatenciones a las necesidades de cariño y comprensión del prójimo no son para nada intencionales. Las víboras que conforman este nudo inextricable son simplemente el lado perverso de la humanidad actuando a rienda suelta. Importante es mencionar que ningún familiar está orgulloso de su proceder, ni siquiera Luis; quien dejó constancia escrita de su meticuloso plan para no ceder su fortuna a sus hijos. Ni el propio Luis está en paz con la versión de sí mismo que aflora cada momento que aparecen sus hijos, dice él en su carta: «No hay nada en mí, ni siquiera mi voz, mis ademanes ni mi risa, que no pertenezca al monstruo que he lanzado contra el mundo y a quien he dado mi nombre». [3]
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Esa trágica declaración de Luis nos revela lo mucho que detesta su conducta. Como, con los años y la acumulación de rencores, ya no es capaz de reconocerse a sí mismo. Identifica a otro, un monstruo a quien ha dado su nombre. Lo realmente doloroso es percibir un principio en su interior un impulso caritativo y lleno de amor y no ser capaz de desplegarlo al exterior. El hombre es un animal de repetición y lo trágico de la educación radica en que el educando repite inconscientemente aquellas actitudes del educador. Es un asunto aparentemente irremediable, similar al fátum griego; el niño adquiere sin quererlo las heridas y conductas pequeñas y mezquinas de quien lo educa. Actuar motivado por el odio y el rencor despersonaliza y llega el momento en que nuestro interior, nuestro corazón bondadoso reclama la vuelta a lo bello, a lo bueno, acorde al epígrafe de Santa Teresa: nos alejamos infinitamente de lo que deseamos. Esta realidad humana encierra lo tremendamente trágico de esta novela.

La percepción que se tiene de las personas está sujeta a las circunstancias específicas en que nos aproximamos a éstas. En el ejercicio de conocer a alguien entran a jugar factores tan inestables como nuestra educación, las ideas que se tienen de las cosas, el momento personal que vive el sujeto que conocemos y que por tanto exterioriza a través de sus conductas. Decimos esto porque en Nudo de víboras la culpa realmente no es de nadie, dentro de la infinidad de posibilidades se conjugaron resentimientos de los hijos hacia el padre y del padre hacia los hijos; una vejez resentida que sobrevino a Luis luego de años de matrimonio paranoico y celópata. La convergencia de factores imponderables dan como resultado una familia cargada de odio y disfuncionalidad.

Un asunto que no he tocado es la animadversión que Luis siente hacia la religiosidad del resto de su familia. Asunto nuclear de las problemáticas que Mauriac quiso retratar en esta novela. Si, como dijimos, Luis tenía entre sus predilectos a Lucas, su sobrino y María su difunta hija, era porque ellos no pregonaban aquel catolicismo hipócrita del que hacían gala los miembros de su familia. Luis —y lo descubrimos al final de la novela— tiene en su interior un potente sentido católico. Para mí, que haya disculpado a Phili de haber sido infiel con la nieta Janine tiene que ver sobre todo con la autenticidad. Da la sensación de que Luis comprende el deseo de Phili de marcharse, de desvincularse completamente de esa familia cargada de hipocresía, de malas intenciones. Marcharse era lo más sensato. Phili actúa en virtud de su sanidad metal, abandonando la familia de los millones para unirse con una profesora de canto pobre pero a la cual ama. Y la reacción de Janine al final de la novela da cuenta de una identificación de la interioridad de abuelo y nieta. Janine, dijimos, abandonada por Phili, lo perdona y se compenetra con su abuelo Luis, acompañándolo en sus últimos años de vida y siendo testigo presencial del cambio en el corazón del protagonista, llenándose de amor y perdonando las injurias y calamidades de su familia.

Mauriac, siendo un autor católico, denuncia en su obra la aberración que significa la práctica del catolicismo de manera hipócrita. Al inicio de la novela, Luis recrimina a su mujer por no practicar la caridad más que en lo estrictamente necesario, como si fuese un trámite, una obligación moral. El caso específico es que llegaba el vendedor de verduras e Isa regateaba incluso el precio de la lechuga o el tomate, para obtener a su favor un par de pesos miserables. Esa tacañería enfurecía a Luis que la traducía en el acto más anticristiano que se haya visto. De la misma manera, Luis, en las páginas finales, compra un pastel en un café de la calle y dice que se goza sabiendo lo barato que este le había costado. La novela concluye con un hecho que un lector agudo puede adivinar. Una vez muerto Luis, sus diarios llegan a manos de Huberto y se los hace llegar a Genoveva a través de una carta. La carta escrita por Huberto nos hace conocer aspectos de un hijo con el cual solo nos relacionábamos a través de las impresiones de su padre. La lectura de esta novela se constituye casi en su totalidad por las impresiones personales de Luis hacia el resto de sus familiares, de esta manera las percepciones son sesgadas y subjetivas. En definitiva, solo conocemos de Huberto los aspectos que su padre odia vivamente. Por esta razón, Mauriac hace justicia al permitir que otro de sus personajes, no Luis, produzca un texto escrito, hable, dé opiniones, desarrolle ideas. Nos encontramos con un ser humano, tan merecedor de misericordia como el propio Luis. Confesando en esta carta dirigida a su hermana Janine, Huberto dice lo siguiente: «Durante mucho tiempo he dudado de mí, me he doblegado bajo su mirada implacable y han tenido que transcurrir muchos años para que, al fin, sepa cuál es mi valor. Lo he perdonado, y añado, incluso, que el deber filial es el que me ha impulsado a enviarte este documento».

Luis no es el héroe de esta novela; que él sea el narrador es accidental y solamente nos entrega una visión parcial de una familia determinada. La última carta, decía, entrega esa mirada distinta, renovadora y nueva, sobre el dolor que se cierne sobre una familia completa. Para otra novela serán los demonios que habitan el interior de Huberto por ejemplo, criado por un hombre herido por la falta de amor, por la humanidad doliente.

La tercera y última carta de la novela responde a la pregunta que muchos de los lectores nos hacemos transcurridas sus páginas: ¿Qué pasará con los que vienen?
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Janine exige a su tío Huberto que interceda ante su madre Genoveva, quien se niega a ceder los documentos de su abuelo. Mauriac realiza un análisis profundamente psicológico y sensible de los daños irreparables que sin querer puede provocar la humanidad mutuamente. La rueda del infortunio ha girado desde que los hombres decidieron agruparse en comunidades, desde el momento en que se miraron a la cara y no quisieron asistirse de manera recíproca en el amor y la caridad; y esta rueda, seguirá girando, hasta que aparezca un dios, ser o principio verdadero que nos salve de la mezquindad que nos caracteriza.

NOTAS:

[1] Romanos 1, 16.
[2] Francois Mauriac, Jacques Robichon. Ed. la Mandrágora. Buenos Aires, Argentina. 1952. Pág. 23.
[3] Nudo de víboras, Francois Mauriac. Editorial Andrés Bello. Santiago, Chile. 1994. Pág. 172.

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* José Agustín Silva tiene 22 años, es estudiante de licenciatura en literatura en la Universidad de los Andes (Chile). Ha obtenido varios premios en certámenes literarios como: 1° lugar concurso literario Vida de gatos Universidad de los Andes (2013), 1° lugar, mención lírica, concurso literario Colegio San Francisco de Asís (2011 y 2014). Ha sido también jurado en concursos literarios en su país.

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