CANTO GENERAL DE LA TIMIDEZ
Por Julio César Jiménez*
Administra el ridículo. Adquiérelo por tu cuenta. Resbala. Cae de bruces. Precipítate hacia él antes que él llegue a ti. Coge carrerilla desde el fondo de tu habitación. Sal a la calle como si la estrenases. Hazle un nuevo rodaje a los ojos. Vocea al vendedor de almendras. Raja un balón extraviado. Hazte notar hasta que desaparezca la diferencia entre ser iluminado y necio. Avanza hacia la plaza. Súbete a la fuente y apoya la boca sobre el barranco de espuma. Deja que te llamen loco. Incívico. Animal. Increpa a algún turista, al corredor de seguros. Comprueba que la vida en sociedad es asumir la existencia de gestos simbólicos. Súbete a la cabeza de San Fernando. Usurpa ese picadero de palomas. Tírate. Difúndete. Escúpete. Deja a tu cráneo salir mejor parado que tu prestigio. Rompe el diálogo entre vacío y rodillas. Separa la materia entre tedio y euforia, culpa y hostia consagrada, Jesús y Hegel. Eres un cohete plantado bajo la lluvia que espera a ponerse de acuerdo con las nubes.
Abandona tu rol de espectador. Déjalo tirado. La gente se muere sin salir de su casa y no intima lo suficiente con su maquinaria de placer. Elige la edad apropiada en la que más te importe perderlo todo (de lo contrario nunca malgastarás nada y aquí se trata de extraviar lo que luego crees recuperar). Prepara un sueño que soporte la soledad. (Esto asusta al principio pero luego no sabrás ir por la calle sin buscar el estruendo ensamblado a la piel de plátano). Proyéctate. Emítete. Déjate caer. Siente el bocado en el vientre. Convéncete de que no es el fin del mundo sino la segunda parte de una devoción que no nació como tal.
Recuerda ejemplos memorables. Baja al sótano y saca la orla del setenta y nueve. Busca el rostro de aquel repetidor cavernícola que guardaba culebras en la talega. Sitúate en el momento de su fin que era tu principio. Como un primate en vaqueros, escalaba el frontispicio del instituto y embutía a alumnos tímidos en alcantarillas, papeleras o la transmisión del autobús. Un día se sentó sobre el parabrisas y perdió el equilibrio o sencillamente resbaló. Recuerda cuando lo despegaron del eje trasero mientras preguntaba por sus zapatillas de plata.
Tira de bibliografía. Sigue las huellas doradas. Pregunta a doctorandos y guardias de biblioteca. Escucha a quien conserve cicatrices complicadas. Crúzate en sus caminos. Molesta. Déjate ver donde a la paciencia le cuesta desarrollarse. Capta la lección directa (nunca te dirán la verdad sobre el arrepentimiento, de lo contrario no estarían donde están) y fállales luego. Lo van a entender como momento de despegue, como advertencia de que el ridículo es mera estrategia. Renuncia a tu alma social. Enmárcala en la pared si quieres o cuélgala en Instagram para que todo el mundo la vea pero quédate para ti su parte más frágil. Sé el niño que no presta su bicicleta nueva.
Recuerda a Manuel Crespillo, el catedrático de literatura atormentado por alumnos que se consideraban adelantados. Imponente como un golem, era quien mejor podría hacer de tu sofística una completa fullería. Repasa sus apuntes sobre lo apolíneo y lo dionisíaco (hay un original de plomo guardado en el sótano de la facultad). Se decía por los corredores que antes de entrar al purgatorio, Crespillo desmontó a Carreter con un detallado azote, y que más allá de las fronteras del departamento, le produjo dolores de cabeza. De este último te sonará su nombre por aparecer en la cubierta de algunos libros de texto, o por el rumor de que nunca existió. Pero tú sabes que Crespillo era de carne y hueso porque una vez se te acercó con un halcón posado en el hombro y te dio una palmada en la espalda.
Recuerda a Antonio Romero, ingenuo como la mirada de una liebre. Endomorfo. Virgen y adorable. Un pequeño oso de la tundra rusa. Recuerda por qué y para qué vivía. Obstinado e invisible, atesoraba los principios de un rey arrinconado en su casa o esa clase de pelota olvidada en una zanja. Adorado por sí mismo como último superviviente de su propia humildad, te deseó como alumno, para lo cual trató de mostrarte el camino de reconstruir a los clásicos. Imitando a un padre orgulloso, te dictaba lo que para él era lo correcto y tú callabas por si acaso le causabas la decepción de un hijo perdido. Una noche en su biblioteca descubriste a una joven desnuda reptando por los estantes. Apenas la alcanzaste con la lengua de la lamparita, saltó a un montón de libros. Recuérdala bien. Recuerda que parecía un ángel o un insecto dependiendo de la evolución de la oscuridad en tus ojos. Recuerda que la deseaste inmediatamente porque su belleza era sinónimo de misterio pero que no hubo tiempo para pedirle cita en el pasillo: su padre le arrojó una biografía de Gerald Brenan y, llevándose entre los dientes un par de monedas, escapó por los pelos.
Así que sal a la calle. Sal porque no tienes muchas oportunidades para decir algo rotundo que acabe contigo.
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* Julio César Jiménez (Málaga, España, 1972). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga. Como autor de poesía ha publicado: Estrategia para la fuga (Premio Málaga CREA 1996), Del ámbito del desorden o quince revelaciones imprevisibles (Premio Ateneo-UMA, 1998), Contra sanguinem (Col. Monosabio, Málaga, 2001), La sed adiestrada (XVI Premio Internacional Las Palmas de Gran Canaria, 2008), y Las Categorías de Kant no funcionan en la noche (VI Premio Internacional Ciudad de Pamplona, Ed. Celya, 2012 y finalista del Premio de la Crítica Andaluza). Como autor-editor ha seleccionado y prologado: Antología del beso. Poesía última española (Ed. Mitad Doble, 2009), y, junto a Raúl Díaz Rosales, Y para qué + poetas. Herederos y precursores, Ed. Eppur, 2010). Ha sido incluido en diversas antologías de poesía española (la última: Lecturas de Oro. Un panorama de la poesía española, Ed. Bartleby, 2014), revistas especializadas (Paraíso, Traslapuente, Maquinista de la Generación, Litoral, Analecta Malacitana, etc.) y traducido parcialmente al inglés, búlgaro e italiano.