Literatura Cronopio

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Galindo

GALINDO

Por Jesús Antonio Álvarez Flórez*

Ni siquiera me dio tiempo para pensar. Solo dijo: «Entra», en señal de orden, y no fui capaz de decir que no. Tenía miedo. Cómo no, con tantas cosas que dicen sobre él. Dudé antes de subirme a su carro. Supongo que me vio asustada y por eso repitió, un poco más fuerte, que entrara.

Su voz es imperativa, autoritaria. Es un hombre que intimida y, por eso mismo, atrae.

Entré y puse mi bolso sobre las piernas, sin saber muy bien qué hacía ahí con él. Ya a muchas les había pasado lo mismo, y sabía perfectamente cuál era el final de todas las historias.

Pero no había nadie cerca. Tal vez por eso me invitó a subir. Nunca antes habíamos hablado. Incluso me sorprendió que se acordara de mí. Aceleró. Pasó un semáforo en rojo y solo se detuvo cuando vio una larga fila de vehículos delante del suyo.

—¿Voy muy rápido?

No supe qué responderle. Aunque reconocía los lugares por los que estábamos pasando (El Sena, El mesón de los búcaros, La esquinita, El parque de los niños), no sabía para dónde íbamos. Me intimidó un poco la manera en que me hizo la pregunta. Es decir: no me importaba si iba rápido, o despacio, sino el modo en que se dirigió a mí. Luego me habló de tú, aun cuando en clase mantenía una distancia glacial con todos. Y lo hizo con esa cortesía que, de todos modos, siempre lograba ponerme nerviosa.

Me extrañó incluso que supiera mi nombre.

Habría preferido irme en la parte de atrás, pero la puerta delantera estaba abierta y no tuve tiempo de elegir.

Fumaba un cigarrillo sin filtro. Vestía su clásico traje negro, un suéter de cuello alto y unos zapatos perfectamente lustrados. El cabello corto, las gafas de marco ligero. «El hombre de siempre», pensé. El que en clase nos lee fragmentos de El Decamerón y Las amistades peligrosas y nos dice que la juventud consiste en vivir de acuerdo con esas páginas. El que repite una y otra vez, como si fuese una verdad absoluta, la frase de Oscar Wilde: «La mejor manera de librarse de una tentación es cayendo en ella». El hombre que le susurra esa frase a las mujeres cuando está a solas con ellas.

Pasamos frente a La Carreta. Una pareja salió del lugar y llamó un taxi. El hombre abrió la puerta trasera y abordó el vehículo luego de ceder su turno a la mujer que lo acompañaba.

—Es una noche para el amor, ¿no te parece?

Enmudecí. Pensé entonces que no fue una buena idea vestirme hoy así.

Tamborileó con sus dedos el timón de su carro. Me preguntó en qué parte vivo. Puso algo de música. No supe quién cantaba, solo reconocí el sonido de un saxofón. «Terrazas», respondí. «Ah, Terrazas», repitió él, moviendo la cabeza. «Sí», confirmé. «Más arriba de Cabecera». «Terrazas…», volvió a decir, un poco más suave, con los ojos entrecerrados, como si besara a una mujer. «Allá hay un hotel muy bonito».

Sonrió. Tomó la palanca de cambios y rozó mi pierna con sus dedos.

—¿Te gustaría tomar algo?

Quise bajarme, pero la carretera estaba sola y no había un semáforo cerca. Además, las puertas solo podían abrirse desde afuera.

Supuse que lo mejor era mantener la calma. No preguntarme desde cuándo mi profesor había incursionado en el terreno de las feas. Fingir que soy una mujer normal, nada tímida, de mente abierta, que no teme a la persona que amablemente la lleva a su casa y es capaz de hablar con él sin tartamudear. Y por un momento lo conseguí. Pero cuando me preguntó por Ricardo, mi mejor amigo, e insinuó algo entre nosotros, se decidió por otro tipo de preguntas.

—¿Te gusta?

No supe a qué se refería. Pensé entonces que a mi profesor ya no le importaban las blusas ajustadas, los botones que amenazan con salir disparados, los ombligos al aire. No. Creí que su sentido de la belleza se había atrofiado y que ahora le daba lo mismo salir con una mujer bonita que conmigo.

—El vino, me refiero.

Respiré con calma y comprobé que estábamos cerca de una cava que a esa hora había cerrado.

—Lástima, será para luego. Vamos, te llevaré a tu casa.

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De camino conversamos de cosas sin importancia: el clima, el tráfico… Olvidé pronto lo que decían de él y me entretuve con las sombras de los árboles que caían sobre el capó; olvidé que a más de una la hizo quedar hasta tarde en su oficina para que sustentara algún trabajo y luego las invitó a su apartamento. Se rumoró tanto de él en los pasillos de la Facultad que ya nadie quería ver su asignatura.

Cuando le abrieron un proceso disciplinario se volvió intransigente. Desde entonces empezó a decir que éramos unos estúpidos, que no sabíamos nada de la vida. Nos pedía leer una amplia bibliografía para responder las preguntas de los exámenes. Calificaba los trabajos sin compasión, y al final siempre incluía una crítica amarga. Teníamos miedo de perder su materia. Era obvio que quería recuperar su dignidad y su buen nombre generando miedo. Sin embargo, el proceso siguió. Recibió denuncias por acoso sexual y, en su enojo, prometió ir hasta la Fiscalía para continuar el lío por vías legales.

Hasta entonces yo no podía decir nada en su contra. Nunca cruzó una palabra conmigo y jamás perdí alguna de las asignaturas que dictó, pero tampoco podía decir que era la alumna más destacada de su grupo. Pienso incluso que siempre le resulté indiferente.

¿Por qué entonces me invitó a subir a su carro?

Hasta ese momento no me había propuesto nada malo. De hecho, parecía que le daba lo mismo estar conmigo que estar solo. Ya no tenía miedo, sino incertidumbre. Quería saber por qué decidió saludarme, pues cada vez que él hablaba con una mujer, más allá de lo estrictamente académico, se sabía que no descansaría hasta llevarla a la cama. Le ayudó siempre su discurso de profesor universitario. Pero conmigo no fue lo mismo. Me preguntó qué hacía, con quién vivía, a qué dedicaba los fines de semana, qué estaba leyendo. Le respondí y hablamos de libros en lo restante del trayecto. Es un hombre culto. Me recomendó algunas novelas y me preguntó, finalmente, si tomaría su materia el próximo semestre. Le dije que sí, lo miré de reojo y esperé su reacción. Él, con las manos sobre el volante y la mirada puesta al frente, respondió con una media sonrisa: «Qué bueno, eso quiere decir que nos veremos más seguido». Sin embargo, no noté nada raro en sus palabras, ninguna insinuación. Habló como quien va a pagar sus cuentas al banco, sin emociones.

Volvió a preguntarme en qué parte vivo. Le indiqué la dirección y tomó la calle 56, con dirección al oriente. Parecía conocer la zona. Avanzó a poca velocidad, hasta que le indiqué en qué esquina debía quedarme. Frenó. Bajó de su carro, abrió la puerta, extendió su mano y se despidió de mí como un caballero, como lo haría mi papá o alguno de mis tíos. Me dio las buenas noches y lo vi subir de nuevo a su carro.

En la cama pensé en todo eso. Algunas de mis compañeras dijeron que él les había tocado las piernas, que les había puesto las manos en la cintura, que se despedía de beso e insinuaba cosas con la mirada. Y a veces no solo con la mirada. Yo siempre las oía hablar del tema y pensaba en cómo me habría comportado yo si me encontrara en una situación así. Nada. No podía pensar en nada. Nunca he estado envuelta con un hombre en ese tipo de situaciones.

Me quité la falda y me pregunté por qué ni siquiera me miró. Quedé en ropa interior y pensé en el hotel del que habló él y que queda aquí, muy cerca de mi casa.

Me miré al espejo y, antes de quitarme el maquillaje, me pregunté qué habría hecho yo si fuese Galindo. Me pregunté si, remotamente, yo habría sido capaz de fijarme en mí.

* * *
El presente relato hace parte del libro La cancha de arena, publicado por Ediciones Corazón de Mango.

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* Jesús Antonio Álvarez Flórez (Bucaramanga, 1984) Profesor de Lectoescritura en el Politécnico Grancolombiano. Es autor de El libro de las ausencias, Vieja calle de mi barrio y La cancha de arena, tres volúmenes de cuentos.

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