INCURSIÓN SUBTERRÁNEA
Papá fue de los pibes que a fines de los años veinte vieron con sus propios ojos abrir las calles de Buenos Aires a puro pico y pala.
Alguna vez me contó que su primer pensamiento, frente a aquello, fue: Yo voy a trabajar ahí.
Y cumplió.
Hoy imagino que, en aquel entonces, cualquier niño que quisiera progresar querría eso. ¡Qué futuro se entreveía! Millones de personas trasladándose bajo las ciudades en trenes rugiendo en las entrañas de la tierra. Julio Verne, al alcance de la mano.
Papá se jubiló después de más de treinta y cinco años de servicio pasando por casi todos los cargos.
Creo que ser «motormán» fue su cenit. No sé.
Yo debí haber trabajado ahí también. Cuando tuve la oportunidad, la desaproveché. Fue una gran desilusión para papá. Pero nunca es tarde, ya verán. Como le gusta decir a mi maestro, antes de que corra sangre.
Desde las primeras charlas ―¿o debería decir «sesiones»?―, mi maestro supo más de mí que yo mismo. Hoy por hoy, dudo que haya sido casual nuestro encuentro en una estación del subte. El subte. ¿Dónde si no?
―Usted, mi estimado Alonso ―me dijo―, guarda mucho odio en su interior. Y, aunque por falta de objetividad no se dé cuenta, ese cáncer del alma lo está royendo por dentro. ¡Sáquemelo afuera a ese animal salvaje!
La sala de su casona en Belgrano, siempre en penumbras, alfombrada y con oscuros muebles antiguos, no me incomodaba en absoluto. Por el contrario, empezó a ser un ámbito que me relajaba.
―Usted, Alonso, no debe invertir un minuto más en buscar el porqué de ese odio. En definitiva, siempre podrá encontrar en su pasado una profesora engreída, una vecina molesta o una madre que abandona.
Todo bien con eso, la realidad es la realidad. Pero… ¿a qué sacar afuera al «animal salvaje»?
¿Yo estaba eligiendo aquello? No, no es el alumno quien elige. Y después de largas conversaciones, yo fui su elegido.
Los pasos siguientes se orientaron para conocer al resto de los integrantes de la logia. En medio de ese desfile de fenómenos no me costó ningún trabajo demostrar todo mi odio. Y menos, dar pruebas de cómo ese odio había modificado mi carne, mi alma, mi vida.
En esas sesiones, yo le conté al maestro no sólo mi propia historia: tenía grabadas a fuego las leyendas del subte narradas por papá; gracias a esos relatos, el maestro pudo revelarme mi leitmotiv.
―¡Cómo van a trabajar mujeres en el subte! ―había dicho en algún momento papá―. ¡Ni en las boleterías podrían!
―¿Por qué no, señor Alonso? ―dijo el gerente de Personal.
En esa época, papá ya era funcionario, y blanco de consulta de las nuevas generaciones, que terminarían por convertir al subte en lo que es hoy.
―¿Por qué? Porque, porque… ¡porque no hay baños para damas! ―Cosa que era ridículamente cierta en aquel entonces―. Sí, por eso. No hay baños para damas.
Y ahí estaba la respuesta.
Mi plan era simple. Por las noches, minutos antes del cierre del subterráneo, bajaba a la estación elegida. Esto sí tengo que decirlo: hacer tiempo en la estación no era grato. Me aburría pasar desapercibido para los empleados que esperaban el último tren: el tren recaudador. Pero, ya en soledad, cerrada la estación, quitarme el traje de oficinista, abandonar la especie y dejar ser a mi más bruta y natural forma de odio, era delicioso.
En ese estado, nunca me miré al espejo. Alguna que otra vez las paredes azulejadas me devolvieron una vaga imagen: las piernas más largas, los brazos y manos convertidos en garras desde los hombros. Y la cabeza… ¡Por Dios! La cabeza era toda fauces de dientes afilados.
Y así, babeante, a correr por los túneles. Esos que alguna vez recorrió papá conduciendo las formaciones. Me gusta sentir la grasa de los durmientes bajo mis patas, y últimamente correr por las paredes, y hasta por el techo. Esta destreza es útil para evitar las cámaras de seguridad. Aunque, de haber alguien mirando, sólo vería una mancha oscura.
Vaya que fui elegido. No se equivocó el maestro. Al principio, yo incursionaba una vez al mes. Hoy podría todos los días, pero él no me lo permite.
Y cuando aquel cansancio mezclado con ansiedad va mutando en frenesí, por fin amanece.
La primera mujer baja a la estación. Empleada de la boletería o pasajera, lo mismo da. Puedo olerla, y no me refiero a los perfumes baratos de una trabajadora, ni a otra esencia costosa de alguna profesional de tailleur gris. No.
Sin darles tiempo para desagradables gritos, las desgarro. Muchas ni se enteraron, por lo menos en vida.
Saboreo muslos, cuello, dedos… Arrastro sus pedazos a lo profundo del túnel. Qué placer la sangre que chorrea sobre la grasa de rieles y durmientes.
Eso sí: debo esforzarme en dejar provocadores retazos humanos. Gentileza para la prensa amarilla. Un resonador natural. Logra que empleadas y pasajeras vayan evitando el subte. Pero, cuando termina el festín, no me cuesta nada relamerme, y borrar de mi pelaje hasta el más mínimo vestigio de sangre.
Sólo entonces vuelvo a la forma que puedo vestir con el traje. Y así, salgo por la escalera mecánica. Muchas veces, oyendo el ulular de sirenas que se acercan. Y yo, deseoso por llevarle al maestro algún suvenir de mi exitosa incursión subterránea, primero busco un café donde desayunar.
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* Miguel Ángel Di Giovanni (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1957) es técnico mecánico, artesano y músico amateur. Actualmente participa del Taller de Corte y Corrección, y su cuento «La sorpresa fue tan grande, que no se me ocurre ningún nombre para el relato» fue finalista en el VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento de Editorial Ruinas Circulares. Y otro cuento «Pole Position» fue publicado en la revista cultural Fin (https://fin.elaleph.com/los-fabuladores/pole-position).