LA MISIÓN
Por Luciana Binolfi*
Estaba aislada. En seguida se dio cuenta de que estaba aislada. Era ideal para la misión. Una mujer madura en su treintena con un rostro confiable. Era eso. Luego de analizarlo detenidamente se dijo a sí mismo que era eso lo que la hacía atractiva. Inspiraba confianza. Nadie sospecharía nunca de una mujer así. Sin embargo, sus ojos decían otra cosa. En sus ojos lo vio todo. Vislumbró su determinación. Lo percibió en su mirada fija y escrutadora, lo sospechó en sus labios. Tenía una mueca en el rostro que sólo un ingenuo podría haber confundido con una sonrisa.
La había observado caminar. Se desplazaba como lo hacen los solitarios, con un ritmo propio y no negociable.
La había visto pasar por la institución muchas veces. Había intuido su curiosidad al instante. También se la había cruzado en el barrio en varias ocasiones. Vivía cerca.
Se sentía satisfecho. El primer paso estaba cumplido. Identificar a la persona adecuada. Ahora vendría lo más difícil, verificar si realmente estaba a la altura de las circunstancias.
Luego de varias tentativas frustradas de entablar contacto, una tarde de calor sofocante se la cruzó y fingió un desmayo delante de ella. La respuesta fue inmediata:
—Señor, ¿se siente bien?
—Sí, gracias, es sólo un bajón de presión— respondió él con voz plañidera y dulce.
—¿Seguro, no quiere que llame a una ambulancia? —insistió solícita.
—No gracias, en serio, ya estoy bien —afirmó él y le tendió la mano en un saludo de agradecimiento.
—Soy XXX, encantado —se presentó.
Ella no entendió el nombre pero no se atrevió a pedirle que lo repitiera y respondió con la brusquedad de los tímidos:
—Hola, mucho gusto, yo me llamo Sofía.
—Hermoso nombre— dijo él y agregó—. ¿Sabe?, de donde yo vengo estos calores no son nada, y sin embargo aquí me tiene haciendo papelones por la calle —explicó tentando la curiosidad de su interlocutora.
—Ah claro —balbució ella un poco confusa y observó por primera vez con detenimiento el atuendo del hombre que tenía enfrente.
—Sí, desde que llegué que me cuesta acostumbrarme— prosiguió con tono lastimero–, de hecho, es la primera vez que hablo con una mujer desconocida en la calle.
—Ah— respondió ella con cierto recelo.
—No es que no hable con mujeres— rió entre dientes y agregó, —sólo que no mucho con desconocidas.
—Claro —respondió ella bajando un poco la guardia.
—No quisiera resultar atrevido pero: ¿aceptaría un café en señal de agradecimiento por su amabilidad? —tentó él.
Ella titubeó un momento pero al fin aceptó.
Se dirigieron al bar más próximo y se acomodaron en una mesita apartada en un rincón. Conversaron durante más de dos horas. La charla fluía con naturalidad. Él le habló de su país de origen, de su familia, de sus proyectos y del motivo por el cual estaba en la ciudad. Ella lo escuchaba con atención y asentía en silencio. Parecía hipnotizada.
Quedaron en volverse a ver. Esta vez él la invitó a conocer la institución en la que vivía y trabajaba. Ella aceptó halagada. Pareció dudar un instante pero al fin se atrevió a preguntar:
—Vestida así como estoy, ¿es adecuado asistir?
Él asintió riendo y comentó: —la gente ignora tantas cosas, no se ofenda pero es así.
De este modo y con la perspectiva de un próximo encuentro, se despidieron como dos viejos amigos con un fuerte apretón de manos.
La tarde de la cita, Sofía no podía esconder el entusiasmo que la embargaba. Después de mucho tiempo, emplearía un sábado en algo más excitante que escuchar los conciertos de ópera que transmitía la radio. Se esmeró en vestirse de forma austera y de inspirar seriedad y confianza.
El encuentro superó ampliamente sus expectativas. Todo el mundo la acogió con simpatía y genuino afecto y, al instante, se sintió parte de ese grupo de desconocidos cuyos rasgos y gestos denotaban un origen lejano y exótico.
Durante tres meses se vieron sin interrupción todos los días. Sofía comenzó a interiorizarse en los pormenores de las actividades de él. Se mostró interesada en sus lecturas y en sus prácticas y en seguida se produjo un extraño fenómeno de mimetismo. Parecían una pareja de años de convivencia. Él le propuso matrimonio, ella aceptó sin titubear.
Una noche, después de transcurrido un prudencial tiempo de casados y, cuando los lazos que los unían no podían ser más estrechos y firmes, él se animó a confesarle lo que desde un principio había realmente motivado su acercamiento. Ella lo escuchó con calma y en silencio. Al fin, con un gesto de afirmación de la cabeza, ella dio por sentado su consentimiento y él respiró aliviado y satisfecho. Una vez sola en su cuarto, Sofía pensó para sus adentros: «En fin, la verdad que para pedirme que me encargue de comprarle los calzoncillos, este hombre dio demasiadas vueltas».
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* Luciana Binolfi es Licenciada en Antropología (orientación sociocultural) de la Facultad de Humanidades y Artes de Rosario, Universidad Nacional de Rosario (Argentina) en 2004. Becaria durante un año y medio por el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y tecnológicas) para investigaciones dentro del área de las políticas agrarias. Empleada bancaria durante tres años. En la actualidad es traductora de textos en idiomas inglés e italiano y docente particular. Un poema, un microrrelato y un cuento, suyos forman parte de diversas antologías literarias en formato e–book e impreso. Todos como resultado de concursos literarios en los que ha participado.