NATALIA
Por Juan Carlos Rincón Escalante*
SÉPTIMA
Natalia existe. Ese es el problema.
Ojalá fuese un sueño. De esos que perturban al despertar y se digieren con el desayuno. Una de tantas que no fueron. Una excusa más para regodearse en la deliciosa miseria de sufrir controladamente. Pero no. Existe. La amo. Cabrona.
—Hay que nutrir el coraje con lágrimas mesuradas —dice un tipo cuyo nombre no es recordado.
—¿Sabe por qué duele tanto lo físico? —pregunta el muchacho creyéndose lúcido.
—Claro —responde el tipo, mirando al muchacho con pesar. —Somos animales. La inteligencia no importa. Siempre duele más lo físico. La ansiedad en el pecho, que luego se come la dignidad y el orgullo. Los celos irresistibles, carnívoros, incesantes e intransigentes. Verla con otro. Pensarla con él. Sentirla feliz. Satisfecha. Somos meros instrumentos. Eso… eso, mi hermano, es lo que tortura del amor y del sexo: saber que somos reemplazables. Innecesarios.
Desconcertado, el muchacho murmura: —Sí, supongo. Pero no es suficiente.
—¿Y quién dijo que se trata de ser suficiente? ¿o justo? ¿o bueno? ¿o algo? A lo mejor la puta vida es para ser nada. Disfrutar la prerrogativa de ser nada en un mundo que glorifica un todo incomprensible.
—No funciona, para mí.
—¿Y entonces?
No sabe. No tiene idea. Pero responde: —Natalia.
—Natalia— repite el tipo. —Natalia —enfatiza el muchacho. Natalia, narro yo. —Natalia.
PRIMERA
Camina Natalia por la calle. Es medianoche y el mundo es suyo. El alumbrado público se vuelve tímido en su presencia. El aire enmudece. La luna brilla más. Los escritores exageran y mienten. Todo por ella. Sólo por ella.
Encuentra rumbo en un bar de élite. Sonríe y no paga cover. El bouncer se masturbará pensando en ella. Entra. La música se detiene: es la bienvenida del arte que la reconoce y admira. Una venia de cortesía entre el caos. Vuelve el estruendo y ella se embriaga. Observa. Elige una víctima. Un muchachito con novia. Se acerca. Mira a la novia. Ella entiende. Su relación acaba de terminar. El muchachito tartamudea y Natalia lo calla con un beso. Trámite para ella. Eternidad para él.
—Sígueme —dice ella. Por siempre, piensa él. Bailan. Prueban el ritmo. Funciona, a medias. Es cuestión de práctica. Cogerle paso a una diosa no es cualquier vallenato. Otro trago. Una hora. Sudor y música repetida. —Vámonos —le dice. Se van a la oscuridad. Allí, ella desaparece. La reemplaza felicidad, que es más cabrona. Se vienen. Al menos él. Con ella nunca se sabe. Después del orgasmo, Natalia deja de sentirse. Ya no está. ¿Estuvo?
QUINTA
—No más —ruega Natalia. —No me narres tan insípida y perfecta.
—Yo no narro —le responde. Después, inspirado por el narrador omnisciente, agrega: —más bien quítate la máscara de imperfecta.
Sonríe. Es suficiente para existir. Al menos por ese instante.
—Me voy —dice.
El corazón no se parte, se para.
—¿Te vas? —balbucea.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Fin.
CUARTA
Desnuda.
¿Qué es esta delicia? De nuevo desnuda. Increíble. Irresistible. Indescriptible. Redundante.
—¿Puedo besarte el corazón? —pregunta el muchacho. También está desnudo. Natalia suspira. Se encorva. —Mejor más abajo —le responde.
Paraíso.
SEXTA
Inconmensurable dolor. Tres cigarros en el piso. Dos viejos de Caldas en el comedor. Un hombre desolado. Una alucinación.
Ella, ausente, pero ahí. Punzante. —No te vayas —le repite. —Ya me fui —le responde. —No te vayas, por favor.
No hay respuesta. Silencio. Y una noche indiferente. Linda luna. Puta luna. La del cielo. Debería llover. Suena el timbre. Entra el tipo. Se abrazan. Huele a mierda. Huele a olvido. Huele a intranscendencia. Huele, que ya es algo, por lo menos.
—Se fue, compadre, se fue.
—Lo sé, amigo, lo sé.
—¿Qué hacemos, compadre?
—Beber, cabrón. Beber. Beber. Beber.
Suena Volver, volver, de Buika. Nadie vuelve. Ambos lloran. Se sonríen. Se acompañan.
—Mírame —dice el muchacho. —Mírame.
El tipo no responde. Sabe que no es para él. La alucinación sonríe. Natalia, la inventada, mira al muchacho. —Ten misericordia de este puto corazón que vendió el oxígeno y la sangre para hospedarte sin reparo. Ten misericordia de este intento de ser humano. Ten misericordia, dios, por favor.
Ruega de rodillas. Frente a una pared vacía contra la que alguna vez hicieron el amor. Ahí está Natalia, según él. —¡Piedad! Por favor… piedad. Después de ti, nada. Nada. No soy. No hay vida. Eres sentido. Paz. Pasión. Mi todo. Mi trascendencia. Mi entendimiento.
Silencio embriagado.
—Vuelve, por favor.
SEGUNDA
—¿Te acostaste con ella?— pregunta Diana, ocultando su dolor. Al frente, su novio, el muchacho, sonríe sin maldad.
Asiente. Ella deja escapar una lágrima. La única. La última. No frente a él, Diana. No.
—¿Valió la pena?— pregunta. Su concentración se enfoca en controlar el tono y la continuidad de las palabras. No quiere quebrarse. No se quiebra, por ahora.
El muchacho la mira. Sabe que debería disimular; que ella no merece el dolor. Ve en Diana una joven encantadora, pero insuficiente. Después de Natalia, nadie. Y debería dolerle, pero no. Ya está más allá del bien y el mal. Está en Natalia. El resto se puede ir a la mierda. Que sufran. Cabrones.
—Sí.
Se quiebra. No llora, pero se quiebra. Se derrumba en pedacitos ante el hombre que ama. No, Diana, no…
—Está bien… —empieza. Detente, Diana, por favor. No te hagas esto. —Te perdono… —continúa. ¿Qué haces, pendeja? Él no lo vale. Nadie lo vale. —Si prometes no volverlo a hacer —termina. Baja la cabeza. Diana ya no es.
Qué sentimiento tan hijueputa es la lástima. Pero ajá, si se siente, se siente. Los ojos del muchacho se congestionan. Sus lágrimas son un homenaje hipócrita a la Diana que acaba de morirse frente a él. Sabe que, de ella, en ese momento, y sólo por ese momento, no queda nada. Un ser humano pidiendo piedad. Misericordia. Él no la puede conceder. —No te hagas esto —le dice. Desgraciado.
—¿Qué tiene ella que no tenga yo?
Miéntele, muchacho, miéntele. Calla. Calla. No, no lo digas. Silencio, por favor. Mírala. Hoy, más que nunca, necesita que le mientas. No es tiempo de ética, ni moral, ni esa basura jesuíta que te han metido desde niño.
—Todo, mi vida. Todo —le dice.
Aquí Diana habla en coro con el narrador: —hijueputa.
Se marcha. Para siempre. Eso cree. Eso quiere creer. Él, sólo sonríe. Piensa en Natalia.
TERCERA
La felicidad se encuentra en el cine. Sentado, de la mano, viendo A Roma con amor de Woody Allen (por supuesto, cómo no, si todo esto es un cliché disimulado por exceso de puntos y de vulgaridades), el muchacho sonríe por estar con Natalia. Ella lo hace, pero no sabemos por qué. Digamos que es por Woody, para pintarla ajena. El caso: Felicidad. La calientahuevos más deliciosa de todas. La puta cara, carísima, casi inalcanzable. La que se aparece por un instante y le caga la vida a quien la ve. La obra de caridad que nadie hace.
—¿Te gustó? —pregunta el muchacho.
—Le falta ritmo —responde Natalia, mirando el cielo y criticando al narrador. Criticándome.
—Es difícil, lo del ritmo— reivindica el chino. Silencio. Caminan por un barrio de ricos, muy bonito. Ella se recuesta en su hombro y todo está bien. Tiene, por fin, compañía. La inconmensurable tranquilidad de una noche sin trascendencia junto a la mujer que se ama profundamente. Ahí está dios, el sentido y la vida. Por ese momento hay que ser humano, al menos por un ratico.
—Mírame —dice Natalia. Ya lo hacía. Su totalidad lo embriaga. Ella parece embriagada. Un poco triste, pero la vida es un poco triste y la tristeza no se puede ocultar. Hay que andar quebrado en público para que todos recuerden que estamos mal. Que eso está bien. Que no es tan grave. La tristeza nos une. Es el lenguaje universal. —Estoy feliz —dice la chica. Un tambor retumba a lo lejos. —Pero no durará, ¿ok?
—¿Por qué? —pregunta el muchacho.
—Nunca lo hace.
—Esta vez sí —le dice mientras sostiene sus manos. La abraza. Ella se deja. Caminan. Esa noche fue perfecta. La primera de muchas, que al final fueron pocas.
FINAL
Un suspiro profundo para calmar los nervios. Repaso mental de las palabras. Estrategia perfecta. Falible. Desesperada. Idea del tipo. No podía vivir sin ella. Seguir existiendo. Timbraría. Ella estaría ahí. Hablarían. Le pediría que volvieran. Ella se apiadaría de su corazón. Volverían. Harían el amor. Él estaría feliz. Ella lo amaría a medias por siempre. Injusto, tal vez. Pero suficiente. Necesario. ¿Y si no? Ya vería. El fracaso se improvisa. La felicidad se planea. ¿No?
Suena el timbre. Un segundo. Dos. Tres. Diez. Veinte segundos. Medio minuto. Nada. Timbra de nuevo. Silencio. Timbra con fuerza. —¡Voy! —gritan adentro. La respiración se corta. El corazón falla. Qué rico.
Abre la puerta. Ahí está. Desnuda a excepción de su cintura coloreada por un cachetero amarillo. Su expresión es hostil, aburrida. —Hola —dice el muchacho.
—Hola —responde Natalia.
—¿Puedo seguir?
—Hay alguien.
Entiende, ahí, que Natalia ya no existirá a su lado. Inaceptable. Tiempo de plan b. Un fracaso majestuoso.
—Sólo un momento —ruega. Ella cede. Entra y reconoce el apartamento. Igualito. Muy ella. En el cuarto suena alguien. Una nena, parece. Quiere curiosear, pero vino a solucionar su problema. —Ven, cariño —le dice exagerando su virilidad. Natalia ríe. Le gusta cuando el muchacho se sale de su elemento y finge. Se acerca. Se abrazan. Hay cariño. La siente, entera, perfecta, caliente, melodiosa. No lo soporta.
Un disparo en la frente le revienta el existir a Natalia. El ruido saca corriendo a una vieja del cuarto. Es una nena, en efecto. Desnuda, además. Una delicia. —¿Qué pasó? —pregunta la vieja sin ver el arma ni entender la situación. El muchacho fantasea con ella y Natalia por un momento. Dispara de nuevo. Qué desperdicio.
Observa a Natalia. La sangre enmarca sus tetas. La desea de nuevo. La extraña. La toca. La penetra. Termina. Llora desconsolado. Qué lindo es el amor.
Natalia no existe. Ese es el problema.
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* Juan Carlos Rincón Escalante es Magíster en Derecho (Investigación) de la Universidad de los Andes. También es abogado con estudios en periodismo de esa universidad. Fue coordinador del proyecto Perspectivas Jurídicas para la Paz, de la facultad de derecho de los Andes, y fue asistente editorial y administrador de redes para la revista digital 070 (del Centro de Estudios en Periodismo de los Andes). Fue fundador y editor de la revista digital Censurados: Cero. Ha sido asistente de investigación en varios proyectos, el más reciente siendo la exposición Un papel a toda prueba: 223 años de la prensa diaria en Colombia (de la Biblioteca Luis Ángel Arango). Es fundador y director de la compañía productora El Gran Electrón, con la que he producido tres cortometrajes.