VENENO
Por Gabriel Rodríguez*
La casa es grande, como lo son todas las casas olvidadas. La tarde deja destellos de luz que se filtran por la claraboya de un patio interior como un manantial dorado. El hombre está sentado, con las piernas cruzadas, calzado con unas sandalias y sin camisa. De repente, cierra el libro amarillento que lo acompaña y se queda mirando la pared blanca frente a él. Hace cinco años que su mujer murió. Hace un par, lo hizo su hermana. Se diría que nada de eso le preocupa, pues su semblante es sereno, con una mirada de indio bravo, indiferente ante la soledad colonizadora que lo rodea. La casa lo ha engullido y él, hombre de pocas palabras, soporta en silencio las dentelladas de la tristeza. Aquel día, mientras el cielo tramaba una tormenta y el sol castigaba la tarde, supo, de manera infantil y lúcida, que las huellas no tienen dueño, igual que las casas, los amores y los rencores. Supo también, navegando en los recuerdos como un náufrago en la silla mecedora, que era su turno de morir.
Se puso de pie y entró en uno de los cuartos. La puerta gimió adolorida y, ofendida, la humedad le dio una bofetada certera. Aquel cuarto ya no existe: la vida que lo habitaba huyó hace mucho tiempo, pero él pudo ver las colas, revoloteando de aquí para allá, de los dos perros que siempre acompañaban a su hermana. La vio sentada frente al espejo, peinando sus rizos oscuros y brillantes, como si tocara un fino instrumento de cuerda, repitiendo el mismo movimiento, absorta, contemplándose. Pudo ver y oír cómo su hermana decía frente al espejo, mirándolo desde la imagen prestada, lo mucho que lo quería y lo poco que le gustaba vivir con su cuñada. Recordó su mirada escrutadora y fría cuando Sara llegó a vivir con ellos. En cambio Sara, humilde, sonrió tímida y avergonzada. «El veneno está en la cocina», pensó mientras cerraba la puerta y se quedaba solo, empapado por el olor de la culpa, el rencor y los celos.
La humedad, los recuerdos y el aire viciado por el encierro le oprimieron el pecho. Aun huele a raticida, pensó. Recorrió con la mirada aquel espacio tan celosamente cuidado por su hermana en el pasado y pensó que no tenía en su corazón el arrojo necesario para culparla por todo lo que pasó y que tampoco importaba mucho, pues la sombra en la que había caído, solitaria y espesa lo cubría y apenas si se podía decir que era un hombre vivo. «Se mataron por amor». Debió pasar mucho tiempo pero no lo notó. «El veneno más verraco es el amor, y la soledad». Con las manos en los bolsillos, la espalda sobre la pared amarillenta y húmeda, fue cayendo hasta quedar sentado en la soledad del cuarto, como un niño desamparado, superado por la noche y sus fantasmas. Sara murió envenenada y él, enfermo de dolor, acusó a su hermana. Ahora cargaba un peso insoportable.
«Cuando estos muros caigan, la memoria caerá con ellos».
La tarde se oscureció. Los perros ladraron en su memoria como aquella vez, presagiando lo peor.
La amenaza de tormenta tiñó el techo de un gris nostálgico y silenció los recuerdos que flotaban por todo el caserón. La claraboya ofrece el carbón de las nubes. Su voz no se escucha desde hace mucho tiempo. «Estoy cansado», pensó. Cerró los ojos y vio a Sara correr de un lado a otro por la casa, haciéndole cosquillas para hacerle reír. También la vio en la cama, mirándolo con piedad, pidiendo perdón, envenenada por la culpa y el raticida; avergonzada por amarlo y provocar tanto dolor. Se casaron, pero aquello fue más una adopción. No por su edad, pues Sara despertaba, a sus quince años, la pasión de cualquier hombre. Fue por la relación que se estableció entre ambos, de juego y complicidad, de crianza, y no de obediencia y sumisión. Que vivieran con la hermana no hizo otra cosa que aumentar la sensación algo extraña de estar cometiendo un pecado. De día eran padre e hija, de noche ella era una amante alegre y curiosa; pero él, impotente, callaba en la oscuridad cobijado por una culpa gruesa e innecesaria de padre pecador.
Cuando Sara murió, los perros lo olvidaron. «Ya no sienten su olor», se dijo, extrañando su piel y su pelo. Los animales murieron de inanición, angustiados por el silencio y la quietud de la casa, descuidados por un hombre que ya no hablaba y no tenía tiempo para existir, ahogado en la maraña de recuerdos y fantasmas de una casa sin alma y sin presente. «No pudo superarlo», decían los vecinos, pero sus voces no podían penetrar el caserón y rebotaban, redondas y obvias como pelotas infantiles.
La hermana también se envenenó. Los celos son un cáncer capaz de marchitar cualquier tierra y cualquier familia. También pueden franquear muros y derribar las barreras de la sangre y el parentesco. Ella mendigaba el amor de su hermano. La herida en la cortina de la habitación conyugal le ofrecía una felicidad que ella nunca tendría. La envenenó y se encerró a morir. La casa, como un juguete enfermo, perdió su música. El hermano se encerró después del velorio en la biblioteca y dejó morir los perros de hambre. Las manchas amarillas aparecieron como un llanto secreto y cubrieron las paredes de la casa. No volvieron a dirigirse la palabra. No volvieron a comer juntos ni a sentarse en el patio a ver las nubes rojas de la tarde. El teléfono era lo más humano que habitó el caserón por mucho tiempo, pero nadie lo atendió. Salió del cuarto de su hermana y se persignó. Un viento helado se coló por el patio y lo abrazó fugazmente. De repente, la lluvia se presentó. El final estaba cerca. Salió al patio y recibió los golpes del cielo en el rostro. «Era tan alegre, tan inocente», pensó y no supo si lloraba por su esposa o por su hermana.
Don Mango.
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* Gabriel Rodríguez tiene 32 años y es licenciado en Literatura de la Universidad del Valle. Hace parte del comité editorial de Lexikalia, revista adscrita a la Escuela De Estudios Literarios de la misma Universidad. Coordina el taller de escritura creativa de la Fundación El Último Verso. Además de desempeñarse como docente de secundaria, colabora con las revistas Liber, Kienyke, El Clavo, Pasacalles, Visaje y ViceVersa.