NUNCA HABLES CON DESCONOCIDOS.
RESEÑA DE «EL MAESTRO Y MARGARITA» DE MIJÁIL BULGAKOV
Por Alberto Bejarano (Aquiles Cuervo)*
Hace algunos años, casi cientos de años, en un bar de Chapinero llamado Story Ville, entré en contacto por primera vez con la novela rusa del siglo XX que más ha marcado mi vida. Me refiero a El Maestro y Margarita de Mijáil Bulgakov (escrita hacia 1930, pero solo publicada de manera póstuma en 1966). Tal vez usted se sorprenda al leer que utilicé la expresión «entrar en contacto» y no simplemente dije, «leí». Es algo que aclararé hasta donde me sea posible a continuación, aunque debo decir que solo hasta que usted se atreva a incursionar en ella, podrá captar el sentido de mis palabras y entenderá por qué me duele la rodilla derecha al escribir.
La novela llegó a mi a través de una extraña mujer que se hacía llamar Malena, aunque su verdadero nombre era Jane. Se veía que era extranjera, quizá alemana, quizá italiana, o mejor austriaca, de algún villorrio perdido en los Alpes. Vestía como una bailarina de Pina Bausch: si se le miraba de cerca, parecía haber bajado de un carruaje. Estaba en la barra, vestida de rojo y leía desprevenidamente una voluminosa novela. En la portada había un enorme gato negro junto al Kremlin. Las tres imágenes me impactaron mucho, quiero decir, Malena, el gato y Moscú. Siempre me gustó la literatura rusa, pero nunca había leído nada de Bulgakov (mi debilidad eran los clásicos del siglo XIX, en especial El jugador y Noches blancas de Dostoievsky).
De fondo sonaba la canción de los Rolling Stones, Sympathy for the devil, yo diría, no por casualidad, como lo pude comprobar al leer la novela en una futura vigilia:
«And I was ‘round when Jesus Christ
Had his moment of doubt and pain
Made damn sure that Pilate
Washed his hands and sealed his fate».
Malena leía la novela con una pasión que pocas veces vi en otras mujeres: con sus labios muy pintados de rojo, tomándose un whisky tras otro, alternando con cervezas, fumaba cigarrillos sin filtro que inundaban el salón y pasaba las paginas como si estuviera acariciando un gato. A la dueña del bar no le importaba, pues también era una fumadora empedernida. Yo era el cliente más habitual, y solía hacerme siempre en la barra, por eso me sorprendió que alguien ocupara mi lugar, además una mujer como Malena.
No había nadie más a esa hora en el bar. Era un lunes de enero. Ya eran las doce de la noche y estábamos cerca del cierre, como ocurría en esos años. En un momento en que Malena fue al baño, me acerqué al libro, llevado por un impulso que nunca había sentido, por una especie de llamado hipnótico. Recuerdo que leí la primera página asombrado. De inmediato Bulgakov (y Voland) nos internan en un viaje a lo desconocido, al encuentro del diablo (shhh, no lo repitan en voz alta). Todo sucede a través de un refinado juego de espejos que superponen varias historias que confluyen en una habitación de Moscú: Poncio Pilatos, Mateo el apóstol, Margarita la lectora, El maestro escritor de una novela sobre Poncio Pilatos, el espectro de Stalin y la corte de varietés de Lucifer, en especial un enorme gato negro, componen la historia. El juego de espejos tiene que ver también con la redacción misma de la novela de Bulgakov que él quemó y tuvo que reconstruir de memoria en aquella Unión Soviética terrorífica de la que nunca pudo escapar.
Recuerdo haberme tomado la cerveza que Malena acababa de pedir y luego un par de whiskys que estaban servidos. Recuerdo haberme quedado un largo rato mirando hacia el baño, esperando que saliera. A partir de ahí todo se nubla. Me atrapa una bruma que me lleva hasta Moscú, a palacios en ruinas donde suena música de cámara, a calles desiertas, llenas de pasadizos que no llevan a ninguna parte, a balcones donde miran miles de ojos sospechosos:
«No hables nunca con desconocidos. A la hora de más calor de una puesta de sol primaveral en los estanques del patriarca, aparecieron dos ciudadanos….»
En algún momento Alejandra, la dueña del bar, tuvo que volver, pero no lo recuerdo. Al amanecer me vi caminando solo por una zona de bodegas, a muchas cuadras de distancia, casi desnudo, pero con mi billetera y pertenencias intactas. No me habían robado ni atacado. Había llegado allí por mis propios medios, pero no bajo mi voluntad. Durante años hice lo posible por olvidar este suceso y lo atribuí a alguna extraña sustancia que habrían echado en los tragos de esa noche. No volví al bar ni volví a ver a Malena, aunque de vez en cuando sentía una invasora presencia en mis noches; cuando estaba a punto de dormirme, una silueta de mujer y de gato que entraban por la ventana. Recién ahora, quince años después, me he reencontrado con la novela, en una tarde calurosa a orillas del mar en Palomino: alguien ha dejado una copia en inglés en el hostal donde me quedo… y al volver a leer un párrafo, vuelvo a sentir la misma presencia inquietante…
«Nada desaparecía, el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas, besándolas y releer la frase: “la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el Procurador”».
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*Alberto Bejarano (Aquiles Cuervo) es escritor patafísico nacido en Bogotá. Vive entre Rosario y París. Ha publicado una decena de cuentos, en concursos y revistas colombianas, chilenas y argentinas. Su proyecto principal ha sido desde hace un tiempo escribir una novela ucrónica titulada «La viudez como forma de vida», basada en los encuentros fantásmicos de Anna Dostoievski con Sofía Tolstoi en Crimea a principios del siglo XX. Su primer libro de cuentos («Lichis de Madagascar») fue publicado en enero de 2011 en la Editorial argentina El fin de la noche.
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