MARTA ORTIZ: SUS RESPUESTAS Y POEMAS
Por Rolando Revagliatti*
Marta Ortiz nació el 30 de marzo de 1948 en Rosario, ciudad en la que reside, provincia de Santa Fe, la Argentina. Es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo primeros premios y otras distinciones en cuento y poesía, géneros en los que ha sido difundida tanto en medios gráficos («Feminaria», «La Gaceta Literaria de Santa Fe», «La Buhardilla de Papel»; «Confluencia» de Estados Unidos; «Palabras Escritas» de Paraguay; «Casa de las Américas» de Cuba; suplementos culturales de los periódicos «La Capital» y «El Litoral» de su provincia, etc.) como digitales, y ha sido incluida en, por ejemplo, las siguientes antologías: «Poetas rosarinos», «La noche de los leones», «Cuentistas rosarinos», «Los poemas», «El río en catorce cuentos», «Poetas del tercer mundo», «Los cuentos», «Cuando el río suena». Participó como panelista en encuentros de escritores, así como también leyendo textos de su autoría. Fue jurado en concursos de narrativa y de poesía. Entre 2000 y 2015 publicó los libros de cuentos «El vuelo de la noche» y «Colección de arena» y los poemarios «Diario de la plaza y otros desvíos» y «Casa de viento».
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1 — NACIDA —COMO YO— EN OTOÑO, ¿SERÁ TU ESTACIÓN FAVORITA?
Marta Ortiz (MO) — Absolutamente. Es «mi» estación, acaso porque nací en marzo y siento que es el tiempo más productivo, cuando parece que todo re-comienza, late, vive, se potencia. Además por la luz, mucho más suave que en el verano, todo se ve más nítido porque no enceguece por exceso; es una luz que atenúa. Nací en marzo y me crié en un barrio de la zona sur de Rosario, Saladillo. Pasé mi infancia y adolescencia entre adultos, soy la cuarta hija de padres grandes (mi madre fue ama de casa, y mi padre empleado de Ferrocarriles Argentinos). La diferencia de edad con mi hermana mayor era de veinte años. Siempre pensé que en vez de tres hermanas tuve tres madres vicarias, además de mi madre real. En aquel tiempo se jugaba en la calle, sobre todo en verano: tiempo de rondas, de canciones infantiles cantadas en la ronda. Las puertas permanecían abiertas durante el día, poco tránsito, un contexto desaparecido.
Me hablás de mi nacimiento en otoño y las imágenes se acumulan: hubo una infancia asmática, inviernos de reclusión involuntaria; me veo devorando la pila de historietas mexicanas, las jugosas revistas «Intervalo» y «D’Artagnan» y una biblioteca familiar —mi lugar en el mundo—, medianamente surtida (repertorio clásico, digo hoy, en hogares de clase media), que yo frecuentaba mucho y tal vez por eso sigue vigente en mi memoria: la poesía obligada: Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni; el infaltable «Martín Fierro» (José Hernández); «Mis montañas» (Joaquín V. González), «Los miserables»(Víctor Hugo), «Amalia» (José Mármol), «Las mil y una noches» —se leía a dos columnas, volumen grande y gordo, de Editorial Tor, un sello por entonces de gran circulación, de tiradas rústicas y económicas—. Una novela que nunca leí, tapa blanda, blanca: «El abad de Monte Zoraya» (busqué la fecha de edición en Internet: 1946), de Arnaldo de Ruiseñada; también «Rebecca» (Daphne du Maurier), que sí leí, y varias veces, una historia inquietante publicada en 1938, llevada magistralmente al cine en 1940 por Alfred Hitchcock; «Cumbres borrascosas» (Emily Brönte), leído y releído en diversas etapas de mi vida. El resto eran unos libritos de mi padre (llevaban su firma), una serie de Editorial Lautaro publicada en los años 40, que reflejaba, en la selección y prólogo de sus compiladores, el pensamiento de Juan Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo, Domingo F. Sarmiento, entre otros. No me olvido de los diccionarios, alguna biografía, manuales de secundario, un compendio de Filosofía; «La razón de mi vida», de Eva Perón, material obligatorio en el secundario de una de mis hermanas: tal el faro letrado que por entonces me atraía.
A la sombra de un ciruelo en el fondo selvático de la casa paterna, me interné en las maravillosas recopilaciones de Andersen y Perrault. Recuerdo una mítica docena de libros de cuentos que un 6 de enero encargué por carta manuscrita y decorada con flores pequeñas, a los no tan ricos Magos de Oriente, quienes junto a mis guillerminas blancas dejaron sólo tres cuentos de tapa dura y un juego de té de plástico que nunca pedí.
Mis lecturas tempranas, las de casi todos los que fuimos adolescentes a fines de los 50 y comienzos de los 60: «Historia en dos ciudades» (Charles Dickens), «Príncipe y mendigo» (Mark Twain), «Ivanhoe» (Walter Scott), la saga de Sandokán y sus piratas por Emilio Salgari, pequeña colección que habían formado mis hermanas. Sumé «Jane Eyre», de Charlotte, la otra hermana Brontë; «Mujercitas» y otras novelas juveniles de Louisa May Alcott, «Papaíto piernas largas» (Jean Webster), «Corazón» de Edmundo de Amicis (leído y vuelto a leer, la historia que allí se contaba me producía una melancolía y tristeza extremas; «El pequeño escribiente florentino», por ejemplo, su vida sacrificada, cada línea rezuma nostagia; tal vez por eso dejó marca y hoy lo incluyo en esta lista). La colección amarilla Robin Hood sumaba ejemplares al ritmo que crecían mis ahorros. La primaria en escuela pública y la secundaria en colegio de monjas.
2 — Y DE LAS MONJAS A LA UNIVERSIDAD.
MO — Con el título de Maestra Normal Nacional bajo el brazo, a estudiar Letras en la Facultad que por entonces se llamaba de Filosofía (hoy, de Humanidades y Artes). Significó un salto cualitativo, una inmersión en el abismo del conocimiento. Toda la cursada, además de la fascinación derivada del cruce de mi subjetividad con la Literatura y materias afines, estuvo signada por las revueltas en el país (y el telón internacional: la guerra de Vietnam), empezando por el golpe de Estado de Onganía en 1966 y secuelas posteriores: manifestaciones, tomas de facultades por los alumnos, interrupción de clases, evacuaciones y todo el folklore relacionado en tiempos de ideologías contrastadas, tiempo intenso en el que, como se sabe, se restringieron al límite las libertades individuales. Más de una vez, al bajar del colectivo —yo vivía, como te dije, en un barrio de la zona sur de Rosario, tenía unos veinte minutos de colectivo para llegar al centro y dos cuadras para la facultad— me vi envuelta en corridas de la policía a estudiantes, había que correr y rogar que te abrieran una puerta salvadora de los gases lacrimógenos, porque en esos casos llevar libros te hacía inmediatamente sospechoso/a. Yo no pertenecía a ninguna agrupación estudiantil, pero el riesgo era para todos. Tiempos de sucesos convulsos que abrieron el camino a la letal dictadura a partir del 76. Durante ese período trabajé como maestra en una escuela precaria, por entonces ubicada en una villa de emergencia, Bajo Saladillo (fundada por un cura obrero). Con cinco años de antigüedad y el aval del mejor promedio como docente, fui nombrada directora, cargo al que renuncié en 1975. En 1972 me recibí, obtuve el título de Profesora y Licenciada en Letras por la UNR. Me casé en 1973 (un matrimonio que duró casi cuarenta años, hasta que la muerte de mi esposo, literalmente, nos separó). Tengo tres hijos, un Norte por partida triple: Evangelina, Agustín y Candela. Mucho podría decir del capítulo maternidad, de lo importante que fue para mí. Mucho que decir también del mundo especialísimo que se abrió con el nacimiento de Agustín, marcado por el Síndrome de Down, de los aprendizajes que no cesan, pero esa es otra historia, de las muchas que componen una vida.
Hice algunos reemplazos en secundaria, pero no me atrajo lo suficiente la docencia institucional. Integré grupos de estudio con diferentes colegas y temáticas. Siempre escribí, desde chica, era y es mi cable a tierra, escribir, o leer, así como para otros lo es dibujar o pintar o cantar o componer música. Mi vinculación con la escritura es estructural, necesaria, obsesiva, un aspecto muy marcado de mi identidad. Elegir y estudiar Letras condicionó ese vínculo a partir de la lectura de algunas cumbres literarias —particularmente de Borges, Cortázar, Juan Carlos Onetti—. Sentí que no tenía objeto querer escribir a la sombra de tales padres literarios, me parecía que todo estaba dicho y muy bien dicho, que lo mío era superfluo, innecesario. El bloqueo duró un buen período, me incliné a la crítica, de hecho la Facultad estimulaba más la crítica que la escritura creativa. Al mismo tiempo la carrera aportó la temprana incorporación de autores que daban cuerpo, sentido y contenido a la literatura. El tejido que describe Roland Barthes se estaba construyendo. Siendo muy joven leí la llamada nueva novela con identidad latinoamericana (José María Arguedas, Rulfo, Carlos Fuentes, García Márquez, Alejo Carpentier, el Vargas Llosa de «La ciudad y los perros» y de «La casa verde», Miguel Ángel Asturias, en fin, los del boom), y poesía española y sud y centroamericana, y la suma de referentes clásicos: William Faulkner, Proust, Kafka, Joyce, Virginia Woolf, Cervantes, y más. Agregar nombres es seguir creando exclusiones involuntarias.
3 — MENCIONASTE GRUPOS DE ESTUDIO.
MO — En distintos momentos de mi vida integré grupos de estudio, de trabajo, de producción cultural. El primero, recuerdo, éramos tres colegas, nos reuníamos semanalmente con el objetivo único de profundizar la obra de Borges. Después hice un par de experiencias de taller. La primera, con Imelda Ferrero, colega: fue un pasaje óptimo que me ayudó a des-contracturar mis textos. Luego vinieron los grupos de reflexión sobre género y literatura con la escritora Angélica Gorodischer. De otra manera, se abrió una etapa riquísima en mi formación; incorporé especialmente la literatura escrita por mujeres, cuando muchas autoras notables empezaban a ser recuperadas del olvido al que las había sometido el mercado, que privilegiaba nombres masculinos. Influyó en mi narrativa la lectura de Katherine Mansfield, de Clarice Lispector, de Cristina Peri Rossi, Silvina Ocampo, Virginia Woolf. También Italo Calvino, leído por entonces. Y si pienso en la línea de la poesía, durante algunos meses asistí, con un libro inédito bajo el brazo, al taller de la poeta Concepción Bertone, otra experiencia válida.
Pienso en las marcas, las que dejó Alejandra Pizarnik, por ejemplo; leía poemas suyos fotocopiados, alguien que tenía contacto con ella me los acercó (así conocí su escritura, a fines de los sesenta); me impresionó tanto esa letra lúcida que reflejaba dolor, desolación, soledad y ese asirse a la palabra, ancla. A la lectura de los poetas españoles y latinoamericanos sumé la poesía de Sylvia Plath, W. Stevens, Bukowski, Raymond Carver, Emily Dickinson (poeta esta última que representó otra con-moción, alguien que vivió como un símbolo de su época, recluida y sin embargo la extraordinaria dimensión vanguardista de su arte…) El Neruda de «Alturas de Machu Picchu», Olga Orozco, Juanele Ortiz, Beatriz Vallejos, Aldo Oliva, Gelman. Joseph Brodsky, entre los maravillosos poetas rusos. Recuerdo su bellísimo libro «Marca de agua». Llevo esa marca como tatuada. Y la suma de poetas actuales, interminable lista. Dicen que somos lo que hemos leído; yo creo que es tan importante la lectura en mi vida, que en los textos leídos puedo reconstruir etapas.
Coordino desde hace trece años un taller de Lectura y Escritura con énfasis en la narrativa, particularmente en el cuento, y otro de Lectura.
4 — TRECE AÑOS.
MO — Trece años intensos, un capítulo aparte. Abrir un espacio de taller ya existía entre mis proyectos cuando recibí (2003) la invitación de la escritora Marcela Atienza —a cargo entonces del Café de la Ópera (café centenario anexo al también centenario teatro «El Círculo» de Rosario) —, con la propuesta de coordinar grupos en ese ámbito, lo que explica el nombre: «Ópera Prima», elegido por los talleristas. Empezamos en abril y se ofrecieron dos instancias: el taller de Lectura y Escritura y el de Lectura. Se fundó en un bar y se hizo itinerante. El 2004, sellado por la expectativa en Rosario del II Congreso Internacional de la Lengua Española, reportó la primera mudanza. Los tres grupos (dos de lectura y escritura y uno de lectura), para llegar a la mesa de trabajo, sorteábamos boquetes, escombros, zanjas; aferrados a pasamanos, sobre tablones, seguíamos los carteles indicadores que diariamente modificaban el acceso al Café. Imposible olvidar el polvillo que respirábamos, pisábamos y tocábamos. La calle asfaltada volvió a ser de tierra y se colocó el «nuevo» adoquinado; como en un sueño, la calzada retrocedía cien años para renovarse… Y la mutación urbana nos empujó a un nuevo hogar, a solo media cuadra del Café de la Ópera, donde por un misterio atribuido a préstamos temporarios, usamos las mismas sillas que los miembros de la RAE, José Saramago y Sábato y Jorge Edwards y Ernesto Cardenal y tantos otros escritores durante las sesiones del Congreso habidas en el teatro «El Círculo».
En una década de actividad hubo otros puntos de reunión, siempre bares. Alguna vez la errancia nos desbordó: en 2007, por ejemplo, cambiamos tres veces de domicilio. Desde 2011 y hasta 2014 disfrutamos de cierta estabilidad, el taller funcionó en la que fue la librería «Ross», una de las más importantes de Rosario (hoy «Cúspide»), y desde mayo de 2015 nos reunimos en mi casa. Posiblemente el taller encontró, luego de largo peregrinaje, su Ítaca.
Los talleres son espacios de pertenencia y de resistencia. Así los pienso; una reunión con pares para compartir prácticas afines. No creo en recetas ni en moldes; la creación literaria y sus secretos son poco transmisibles, más allá de algunas consideraciones formales y consejos expertos. No creo tampoco en espacios muy estructurados ni demasiado light. Sí, se puede transmitir y compartir una pasión creando el clima favorable a la reflexión en torno al objeto, o al deseo común que engloba por igual el trato con la literatura y la idea de asumir un destino (el del escritor/a), y para este objetivo sí es útil, o propicio, un taller de escritura. Hay una mística y un vínculo fuerte que crece al calor de la palabra, cada año siento que aprendo en el intercambio tanto como compruebo la evolución de los talleristas.
Todo esto se parece a una danza en torno al fuego sagrado, fuego que la diversidad de escrituras encendió con la primera chispa leída —inextinguible—, y diseñó la coreografía deseada: la Licenciatura en Letras, los libros publicados a los que sumo los inéditos: una colección de cuentos y una novela, un poemario en preparación, las antologías en las que participé, los ensayos y reseñas, mis colaboraciones en diarios y revistas culturales del país y del extranjero, los talleres, la dirección compartida de una colección de narrativa; la edición en la web del blog Vuelo de Noche: https://www.marta-ortiz.blogspot.com/. Vida y Literatura coexisten en la materia de una de las pocas certezas que hoy me animo a suscribir: respiro porque escribo, escribo porque respiro.
5 — AMPLIEMOS, MARTA, LO RELATIVO A LA COLECCIÓN NARRATIVA.
MO — Asumirme «coleccionista», en el sentido de sumar textos para armar una colección, fue otra gran instancia que me hizo descubrir cuánto me atrae la edición de libros. En 2010, con la escritora Gloria Lenardón, aceptamos la dirección de Narrativas Contemporáneas, una colección de narrativa, como su nombre lo indica, para la rosarina Editorial Fundación Ross. Queríamos que, básicamente, nuestra serie reuniera las condiciones que le pedimos a un libro a la hora de elegir qué leer. Hicimos una selección de voces diversas, desde las más instaladas a las menos visibles y las emergentes, dentro de la región y fuera de ella. La idea era relevar las tendencias en permanente evolución. No sólo nos preocupó y ocupó la excelencia del contenido, sino también la estética, el libro como objeto. Prestigiamos por igual (y era uno de los aspectos distintivos de la colección), la tapa y la contratapa, utilizando dos fotografías originales de valor equivalente. Para todos los libros que editamos contamos con el apoyo incondicional de la fotógrafa Cecilia Lenardón.
Entre los años 2010 y 2013 editamos siete volúmenes. Co-compilamos dos antologías temáticas: «Mi madre sobre todo» y «El río en catorce cuentos»; en la primera el eje fue la relación madre-hijo, privilegiando una mirada apartada del estereotipo dominante; en la segunda se eligió el río como paisaje y también como símbolo. Para «Mi madre sobre todo» convocamos autores de la región (Osvaldo Aguirre, Angélica Gorodischer, Jorge Barquero, Patricio Pron), y de otras provincias (Guillermo Saccomanno, María Teresa Andruetto, Liliana Heer, Susana Szwarc, Irma Verolín, Mempo Giardinelli, Luisa Valenzuela, Oliverio Coelho). Para «El río…» contamos con los trabajos de catorce autores en su mayoría rosarinos y santafesinos de diversas localidades (Beatriz Vignoli, Jorge Riestra, Sonia Catela, Beatriz Actis, Carlos Roberto Morán, Alicia Kozameh, Alberto Lagunas, entre otros) y la excepción: Horacio Convertini (Buenos Aires).
En diciembre de 2011 vieron la luz «Tirabuzón», novela de Angélica Gorodischer, y «Santos y desacrosantos», cuentos del santafesino Enrique Butti, y en 2013 y con el apoyo del Programa Espacio Santafesino del Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia (en este caso estímulo a la producción editorial local), editamos dos novelas: «La prueba viviente», de Patricia Suárez y «Shopping», de Gloria Lenardón, y mi libro de cuentos, «Colección de arena». El trabajo de edición es cien por ciento creativo, tiende puentes, moviliza, crea paisajes nuevos, ofrece nuevas posibilidades de lectura. No lo doy por cerrado.
6 — ¿QUÉ ES POSIBLE QUE NOS ANTICIPES RESPECTO DE LOS INÉDITOS: UN VOLUMEN DE CUENTOS, TU PRIMERA NOVELA, POEMARIO EN ETAPA DE ELABORACIÓN?
MO — No demasiado, son libros a la espera de un editor. La novela tiene que ver con las migrancias. Desde los ancestros de muchos en Argentina, que vinieron a estas tierras de allende el mar a hacerse la América, a los nietos que repitieron el circuito pero al revés, lo cerraron, cuando las papas quemaron aquí. Si a esta realidad tangible le sumo que mi hija mayor, Evangelina, en 2009 decidió probar la vida en otros países, otras realidades, y que hoy vive en Melbourne, Australia, cierro yo misma ese círculo que me incluye a mí como punto de partida o de llegada, siempre sesgada, dado que mis raíces son hondas, adheridas a mi espacio, carente de cualquier clase de nomadismo. Todos estos elementos son parte de un texto que gira en torno a personajes mujeres, en su mayoría. Es raro que yo haya escrito una novela, no sé si habrá otras. Me muevo más cómoda en la poesía y el relato o cualquier formato de narrativa breve. Los cuentos no son recientes, salvo dos, abordan temáticas ligadas en su mayoría a mundos cotidianos. Y la poesía… work in progress. Yo escribo poemas, nunca pienso en un libro de poesía. Con el devenir esos poemas se arraciman, un hilo común aparece y entonces es posible inferir que pueden reunirse en un Libro de Poesía. En esa etapa estoy, reuniendo y retrabajando esos materiales.
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