Literatura Cronopio

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Mori me vi me dije y vivi

MORÍ, ME VÍ, ME DIJE Y VIVÍ

Por Steven Puello Solano*

Ensimismado y amordazado a conciencia por las tenazas de un exquisito libro abierto yacía la mitad de mi ser, la otra andaba buscando respuesta en dicho universo de letras…

Rodeado de árboles leía al son de la armonía natural, divido en dos, pero siendo uno me encontraba.

Trataba huir de la civilización y sus tendencias suicidas. Para purgar mi alma escogí estar rodeado de lo que hoy es atraso para el hombre de razón instrumental.

Quería huir de mí.

Me encontraba solo y lo estaba consiguiendo. Necesitaba escapar de mi peor agresor, matar sus ganas de aniquilar y borrar mi realidad poética mediante su suicidio.

Leer en las condiciones descritas me había ayudado en parte, pero aún me asechaban las angustias generadas por mis interpretaciones.

Sentí que mi alma quería volar, cerré el libro y me puse a escribir. Entre más escribía más denso sentía el caparazón que albergaba mis miedos y deseos. De repente, un dolor antihumano de manera taladrante se afianzó en mi cerebro, fue el producto del estropicio generado por el cuerpo de alguien que con éxito, lanzándose del árbol, suicidarse intentaba.

El dolor se hacía más agudo a medida que me preguntaba quién podía ser el suicida si yo me hallaba absolutamente solo y lo había comprobado minutos antes mediante un breve recorrido.

Los escrúpulos se me entumecían, mi piel delataba los nervios, poros sobresaltados producto de la obnubilación racional ocasionada por la desconocida identidad del suicida.

De inmediato el miedo se hizo una fobia; era irracional, ¿si el suicida ya se había suicidado por qué debía temer si mi vida en parte estaba a salvo?

Sentí una conexión suprasensible entre el ruido ocasionado por el cuerpo —que buscando la muerte desafió la gravedad y— el dolor que se generó en mi órgano central de procesamiento.

El miedo, absurdamente, se traducía en ganas de volar; la levedad antes alcanzada por mi ser se había desdibujado por las ahora perturbadoras imágenes y por las disertaciones en mi mente.

Lo que no me explicaba era por qué sentía mi cuerpo tan ligero, inmaterial, insustancial, era como si algo en mí faltase. Me armé de valor y me dirigí hacia donde me llevó la acústica emitida por el tumultuoso estruendo.

Me acercaba y no podía evitar sudar, además que lo que veía me causaba confusión. Empecé a acercarme al cadáver y no pude creer lo que vi. Sentí ganas de vomitar y me fui de bruces. Sólo me quedaron fuerzas para ponerme en pie.

Titiritaba del estupor que me generaba verme a mí mismo desangrándome en el piso, luego de haberme aventado de un árbol para intentar volar…

¿Qué era aquello que mis ojos veían? ¿Acaso se había perdido el balance y la armonía entre mis sentidos y ahora el cerebro me hacía ver lo primero que creía?

¿Estaba ya muriendo y era mi alma quien veía al cuerpo perecer? ¿Era yo el cuerpo, y la imagen de mí, tendida en la sangre, el alma que salía y por eso tal levedad?
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No entendía qué pasaba, me sentía vivo viéndome morir y moría viendo que no me salvaba. Intenté ahorcarme para comprobar la veracidad del asunto y pude comprobar la realidad cuando sentía que entre menos oxigeno menos aliento vital.

Las fuerzas me abandonaron en medio de la reflexión sostenida y de rodillas ante mí, desangrándome, tendido, caí. Lloraba de felicidad porque comprendía que una parte en mí se había liberado de esta inmundicia, pero no sabía ni cómo ni por qué. Arrecostéme acariciándole la cara a mi yo desahuciado, por medio de mi yo en vigilia, y me dije:

—«¿Ya ves? Ninguno de los dos pudo volar. Ambos por tontos. Tú por no tener alas, yo por no ser poeta».

A lo que yo mismo, de forma profética, sonriendo y burlándome de mí en el poco tiempo de vida que me quedaba me dije:

—«Mi —nuestra muerte engendrará al poeta en ti, en mí, en nosotros—. Volarás cual ave porque los poetas son los pájaros que más alto vuelan».

Agobiado por un montón de escritos sin publicar y la pobreza que ello me generaba, puse mis manos sobre el cuello de mi yo sucumbiendo y me ahorqué para acelerar la profecía.

Maldita sed de querer vivir volando, no por codicia a las alturas si no por cuestiones de dignidad humana.

Luego de estrangularme, más liviano aun me sentí, como si la profecía empezase a cumplirse; la levedad de mi alma, como droga, le pedía volar a mi cuerpo. Motivado por un primitivo impulso parecido a los efectos lisérgicos corrí con fuerza de atleta y me monté en lo más alto de un árbol y también me aventé; volví a verme en el piso sangrando y muriendo en él, ¿era acaso una muerte consecutiva de todos mis Yo intranscendentes?

No sabía qué hacer y mucho menos qué pasaba, no discernía dimensiones, estaba muy drogado por la inexplicable sensación que atravesaba mi torrente sanguíneo y sólo podía observarme sufrir. Lamía la sangre de mis heridas, cual icor de dioses, y de mí me embriagaba. En el piso tendido estuve hasta que recobré la conciencia, la no excesiva altura del árbol me había salvado esta vez de la muerte, los efectos psicotrópicos de escribir para volar empezaban a esfumarse y entonces comprendí que todo había sido un trance.

¡Maldita sea! ¡Y yo que lo viví todo! ¡Yo lo viví y nadie puede decirme lo contrario!

Luego de ciertos días de lo acontecido, embriagado de intriga por las reminiscencias, pero en completa sobriedad, busqué un árbol al cual subir pero no pude; en dicho estado el instinto de preservación nos hace valorar diminutamente más la vida.

No me dieron las piernas para intentar escalarlo, saturado de dudas y mierda me senté a escribir, y al cabo de unos minutos, un señor que no vi llegar desde ningún ángulo y que por cierto era de aspecto extraño, algo mayor, con rasgos que me parecía haber visto antes en una persona que yo conocía muy bien, ahora a mi lado se encontraba. ¿Era mi yo desde otra dimensión, que a regocijarme había venido de su propia desgracia?

Intenté no formular más interrogantes en forma de soliloquio y me remití a contarle al tipo todo lo sucedido mientras escribía lo que ahora sentía con su presencia, hizo amagues de expresión verbal y de inmediato cesé de anotar para oírlo emitir verbos, mientras su imagen se esfumaba. En forma de secreto me dijo lo siguiente:

«La humanidad está a punto de presenciar la magnificencia de un sujeto poeta; su magnificencia se debe no a lo que escribe, sino a que fue capaz de aniquilar mediante su propia escritura, aquella parte de su ser que mediante su suicidio pretendía suprimir su realidad poética».

Luego de aquello ya no había imagen alguna en ninguno de mis costados, me vi nuevamente hablando solo, fruncí el ceño y me encogí de hombros.

Concluí que a lo mejor había sido otro trance, ya que cada vez que me da por escribir para volar, termino drogado como un hijueputas.
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*Steven Puello Solano nació en Colombia, Cartagena de Indias. Tiene 22 años, actualmente es estudiante de filosofía de la Universidad de Cartagena y cursa noveno semestre.

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