Literatura Cronopio

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Nos deben una vida

NOS DEBEN UNA VIDA

Por Jorge Alejandro Llanos*

[x_blockquote cite=»Do They Owe Us A Living? – Crass» type=»left»]«Do they owe us a living? Of course they do, of course they do. Owe us a living? Of course they do, of course they do.[/x_blockquote]

Las botas estaban puestas en toda la mitad de la tela, acompañadas a los lados por maricadas como cargadores viejos para celular, muñecos de plástico antiguos, pedazos de armatodos, estatuillas de cobre, anillos de oro falso y un walkman que era probable que no funcionara. Eran botas negras, militares, talla 42. Estaban peladas por los lados pero conservaban el carácter fuerte del zapato que no quiere dejarse morir, que no se deteriora. En una de ellas, cocido con hilo rojo y a mano, estaba pegado un parche de CRASS con el característico símbolo de la banda. En el otro pedazo de tela, al lado derecho, estaba la ropa usada que vendían; chaquetas de bluejean, pantalones de dril, guantes de lana, vestidos formales apenas rasgados por los años y una colección de medias y calzoncillos —esos no eran usados—, que vendían de a cuatro por cinco mil.

Las botas llevaban ahí, saliendo cada domingo de mercado de pulgas, por más de cinco meses. De vez en cuando algún curioso pasaba, preguntaba precio y les daba una ojeada, pero el miedo, el asco, la desconfianza le impedía comprarlas. La señora que las ofrecía, tras otro día de no venderlas, las guardaba en el fondo de un canasto donde colocaba toda la ropa que no vendía y las arrumaba en un rincón de la casa donde un ligero olor a moho se concentraba. Solo sacaba aquel canasto de nuevo hasta el otro domingo y se dedicaba entre semana a atender una whiskería donde a veces le llegaban cosas para vender.

Metidos entre el humo del cigarro, la orina concentrada y el video de la nenita que se toca los senos al lado de un caño de agua, que pasaban por la rockola, la señora recibía todo tipo de objetos que luego llevaba al mercado de pulgas y, casi siempre, vendía bien pago. Llegaba mucha ropa, a veces nueva, a veces vuelta mierda, de viejos, jóvenes, matones, malandros, putas, monjas, no importaba. Conocía un personaje, bien característico, bien jodido, que le sacaba la ropa a los muertos antes de cremarlos en la funeraria y se la llevaba a la señora para que la vendiera. Le decía que la lavara, que todo bien que eso el olor a formol sale con Soflan y un poquito de gasolina, y la señora le decía que listo mijo, que mi Dios me lo guarde, y compraba barato, lavaba y vendía caro.

Las botas le llegaron un jueves por la noche, cuando llegó un mansito a la whiskería, ya pasadas las doce de la noche, y pidió una cerveza. La doña le llevó la polita y se quedó mirándolo con ojos de madre preocupada. El man se tocaba la cara de vez en cuando para palparse la carne y despertarse, movimiento que alteraba con un sorbo de cerveza y una mirada inconsciente, demasiado instintiva, a las tetas desbordadas de la nena bañándose en la cascada proyectada por la rockola. La doña siguió atendiendo el local y se olvidó del joven sentado a la sombra de la pared muy cerca del baño.

El man pidió otra cerveza, prendió un cigarro marca Caribe, lo sacó de una cajetilla azul, color Jabón Rey, que brilló un poquito en la espesa bruma de gente que no se podía ver entre ellos y se guiaba por los olores de los otros para encontrar las cosas en un lugar que era solo alumbrado por dos bombillitos rojos y la luz de la rockola, y le sonrió a la doña cuando le dejó la cerveza en la mesa. La doña lo sintió ido, con los labios morados, ha de andar llevado, engalochado el hijuemadre pensó, y le cobró la cerveza de una vez. El man le pagó con moneditas y le dijo que gracias.

El man se paró dos veces a orinar, colocó en la rockola como veinte canciones, echó casi 15 monedas de doscientos pesos, y se quedó callado escuchando una tras una, mientras los viejos, los señores y una que otra putica que se la pasaba por ahí le echaban la madre, algunos callados, algunos de frente, por poner esa vaina que parecía pelea de perros. La doña tuvo que bajarle un poco al volumen pero respetó la libertad del cliente a poner lo que le diera la gana en la maquinita de hacer música y mostrar teticas. No pidió más trago en lo que quedaba de noche, recostado contra el pedazo de pared verde pastel que tenía a su lado.

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Poco a poco el sitio se fue desocupando y la doña mandó traer al sobrino para que sacara a unos borrachos que andaban haciendo problema. Afuera, frente al andén, un grupo de barristas metía vicio, entre manes y nenas, oyendo música y botando humo, buscando a ojo dilatado por la sangre a un pobre huevón que ya andaba sentenciado. La doña terminó de sacar la gente y prendió las luces de atrás de la barra para guardar la platica y desconectar las neveras. La doña estaba en esas cuando fue que el sobrino le dijo que había un pirobo que no se quería ir, que estaba muy trabado y que paila, que qué hacían con ese man. De momento ella se acordó del mansito y le dijo al sobrino que le pegara de ladito a ver si despertaba.

El sobrino lo llamó después de apagada la música, le dijo perrito ya cerramos, necesito que me desocupe, perrito le estoy hablando no se me haga el marica, y nada, el mansito quieto. El sobrino de la doña no le dio más la paciencia, pues pensó que le estaban mamando gallo, y le corrió la silla un poco, para despegarlo de la pared, y el mansito siguió derecho para el piso dándose duro en la cabeza. La doña le gritó que no fuera bruto, bestia, animal, y se fue a ver al mansito para encontrarse con una chaqueta de cuero bañada en sangre y una mano de hilitos muy delgados y de color rojo que le llegaban hasta los pies. La señora se persignó y le tocó la frente al mansito para encontrarse con un cuero estiradísimo y frío.

―¿Qué hacemos mijo? ―Le dijo la doña al sobrino mientras este se prendía un cigarrillo y miraba al muerto.

―Pues vea tía, espere lo chalequeamos a ver que tiene y lo dejamos por aquí afuerita en el parque, ese muerto no es nuestro, ese llegó así, vea no más, y le abrió la chaqueta de cuero para ver la herida de puñal en el pulmón izquierdo. Ese tipo llegó aquí muriéndose tía, no hay que dar visaje porque le cierran el chuzo a usted, más bien espere yo lo requiso bien y ya hacemos esa vuelta, más bien llámeme a Carlos pa’ que me ayude.

La doña se persignó de nuevo y llamó a Carlitos para que le ayudara al primo. El sobrino le sacó la chaqueta con dificultad ya que el mansito se iba poniendo rígido, y le miró los bolsillos a ver si había algo. No encontró nada bueno, había doscientos pesos, una caja vacía de cigarrillos Caribe, un volante de un toque de metal y un gotero.

Este hijueputa no dejó fue nada se dijo a sí mismo revisándole los bolsillos del pantalón sin encontrar nada bueno. Encontró los papeles y leyó el nombre. Me vale chimba volvió a pensar y se los dejó en el bolsillo. Se levantó y se prendió otro cigarro y fue ahí que le pilló las botas. Están como severas, pensó una vez más, y fue a desamarrárselas para cogerlas. El humo del cigarro le impidió oler el hedor al descorchar la bota del pie y las sacó rápido para meterlas detrás del congelador.

El mansito era grueso, tenía los ojos reventados de quien sabe que emoción extraña que no lo dejaba ni en la muerte, como si toda esa mierda se le hubiera quedado en el cuerpo para que él pudiera salir limpio. Llevaba puesta una camiseta blanca con cuatro barras negras en la mitad, como un código, y unas letras en inglés. El pantalón estaba roto, lleno de quemadas de colillas de cigarrillos y las botas aunque trabajadas se veían buenas. Todo aquello había quedado con pegotes por la sangre coagulada y, como ya comenzaba a ponerse tieso, iban adquiriendo una forma macabra, una especie de envoltura de Halloween. La barriga llena de pelos estaba descubierta hasta el ombligo y los labios morados invitaban a las moscas a posarse sobre ellos.

―¿Y este qué? ―Le dijo Carlos al entrar al bar desde el interior de la casa y encontrarse con el muerto.

―Llegó chuzado y se puso a tomar pola sin decir nada, nos toca sacarlo pa’ que no le vayan a joder el chuzo a su cucha, venga ayude rápido.

Entre los dos hombres cogieron el cadáver y lo sacaron a paso cortado, con varias interrupciones, hasta el parque al frente del bar. En la calle no quedaba nadie y un olor a marihuana permeaba la esencia de un galán de media noche que andaba refugiado en los jueguitos para niños del parque lanzando a quema ropa su olor. Ambos se limpiaron las manos y lo dejaron recostado cerca de un árbol abriéndose de allí de una vez para el bar. Ya adentro Carlos cerró la puerta de metal y el sobrino se probó las botas.

Nada, le quedaban pequeñas y le tallaban en el talón. El sobrino de la doña quedó amargado por no haberle encontrado mucho, y que lo poco que había cogido le había salido malo. Le tiró las botas a la doña en el lugar donde guardaban la ropa para vender y se robó dos mil pesos de la caja. Carlos subió a llamar a su mamá para decirle que ya se habían encargado del muerto, que llamara ahora si a los tombos para que vinieran. La doña angustiada llamó al 123 y les dijo que había un muerto al frente de su casa, que no sabía de donde había salido y que por favor no demoraran. A las seis de la mañana, al tiempo que la gente salía para el trabajo y los niños para el colegio, llegó un carro del CTI y una patrulla de la policía. El pobre mansito tenía la boca abierta con un pedazo de madera, la carne muy tierra, de color crema, y los ojos medio abiertos, como si se hubiera percatado cuando lo echaron del bar y hubiera abierto los ojos para ver donde andaba. La sangre estaba muy tiesa, como oleo seco sobre un escorzo de hombre rayado a lápiz que no pudo ser.

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Desde aquel día la doña las había estado ofreciendo con sus otros chécheres en el mercado de las pulgas, sin siquiera lograr cambiarlas por algún otro objeto con los otros vendedores. Había pensado botarlas pero imaginarle algún precio no la dejaba, sabía que la necesidad era grande y podría, al menos por algo, venderlas. Fue como seis meses después que a precio de pan se las dio a un muchacho que pasaba por la calle, las vio y sin preguntar más nada se las sacó en 15 mil. La doña recibió el dinero con gusto, al deshacerse por fin de esos zapatos, y todo aquel domingo tuvo una buena racha con los corotos que le quedaban por vender.

Por la noche llegó a la casa, abrió la whiskería, habló con el sobrino, mandó a Carlos a traer leche y huevos para el otro día y se fue a acostar en el amasijo de cobijas y ruanas dándose cuenta, solo hasta el momento que fue a cerrar la ventana, que en el cable de la luz que pasaba por encima de la cantina estaban colgadas las botas con el parchesito de CRASS en la bota izquierda, además de lustradas, a tal punto que salía un resplandor del negro de las mismas al chocar con la luz de las lámparas callejeras. Al otro lado de la calle, junto al árbol, una sombra miraba hacia la casa fumándose un cigarro.

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* Jorge Alejandro Llanos. Periodista, músico y estudiante de la carrera de Historia del Arte. Comenzó su carrera con la revista virtual Punto Zero, en donde aún sigue trabajando. Escribió para el Corredor Cultural del Centro en el año 2014 y actualmente se encuentra desarrollando el Colectivo Siete Plumas con varios amigos de la carrera. Ha participado en dos Talleres Locales de Escritura Creativa de IDARTES en la localidad de la Candelaria en 2013 y Fontibón en 2015. En su entrenamiento profesional se destacan un taller de periodismo dictado por Las 2Orillas y otro acerca de Proyectos periodísticos del cero al cien dictado por Olga Lucia Lozano, una de las fundadoras de La Silla Vacía. Hizo parte del IX Encuentro de Periodismo Investigativo en la Pontificia Universidad Javeriana, en marzo de 2016. Fue ganador del segundo lugar en el X Concurso de Cuento de la Universidad Francisco de Paula Santander con su cuento «Alicia en la ciudad».

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