UN AGENTE MUY ESPECIAL
Por Jesús I. Callejas*
¿Qué sabemos hoy, en la aurora del siglo XXI, parido a empellones apurados desde matriz alucinógena; indeseable siglo, sentencian, metido a bulto en closet cual pariente vergonzante cortesía Síndrome de Down, esquizoemocionalidad y ética desarticulada por minucias reincidentes? Quién fue realmente —si la realidad sensible se acepta cual válido signo de reconocimiento, no de conocimiento— aquel misterioso personaje alias Víctor Ostrovich, Igor Kurulenko, Sergei Uliánov, oscilante peligroso entre los blancos zaristas y los rebeldes rojos, nos preguntamos los reunidos, New York, otoño, 1980, en cajón estudio, frío hasta la congelación cuando el invierno, caluroso hasta la deshidratación durante verano, pero siempre caro hasta la impunidad, en un vibrante barrio cerca del metro (subway).
Habitamos en edificio de seis pisos con escalones de rajado mármol, balustradas de maderaje híbrido, agujeros vitrales necesariamente turbios y ascensor con ademán de araña hidráulica, forma ángulo recto en la avenida. Planta baja: tienda de abarrotes, panadería, florería, cafetería. A propósito, ayer comenzó la temporada del otoño. ¿Cómo llamarlo entonces?, rasca sus rojizas greñas Alejandro. Victor, sin acento ortográfico, suena bien, sugiero. ¿Con c, o con k?, y lanza una bocanada tabacosa entre apuntes el recién rapado Gonzalo. Con k, hombre, con k, por eso no debe llevar tilde; nerviosea el pálido Saúl. A propósito, mi nombre es Josué, estamos ahora mismo en mi vivienda guarida, y al decir esto papeles con los más disonantes apuntes se lanzan hacia el furioso extractor de la ventana. Gonzalo atrapa la mayoría y cae con su apretujado cargamento sobre la butaca maltrecha de la horda: Aparentemente, este hombre nació a finales del siglo XIX; tal vez en 1890, no antes, pero es difícil rastrearlo por la ubicuidad con que se escabullía; tiene material de mito.
Curioso y frustrante… A ver qué más tenemos; indaga mi cansancio ante la misión que nos hemos adjudicado: Cada uno deberá elaborar un cuento acerca de Viktor, Igor o Sergei y leerlo en la tertulia mensual que palia nuestro hastío: no existe motivo para depresión. Recapitulando, lo usual; murmura Alejandro, historiador aficionado, sin apartar la cabeza de las notas y con mirada sesgada contra las hélices del extractor: Apenas conocemos de su existencia, mas cuidado: se menciona en algunas fuentes, aunque pocas, cierto, a un aventurero de características afines. Humilde origen, pero no un mujik. Fue, diría yo, un vivito de la baja burguesía; precoz, autodidacto, que supo sacar partido de su elegancia natural, elocuencia y capacidad de encanto para introducirse en algunos círculos de la aristocracia. Eso nunca lo sabremos… Pero, por favor, hay docenas de tipos similares en todas las crónicas posibles, y Gonzalo alza un brazo robusto, descalificatorio. Alejandro, inalterable: Pero, si no me dejas exponer… Disculpa, adelante. Bien: Eslavo de constitución delgada pero nervuda; mediana a alta estatura; ojos de cuasi disposición asiática y azulados en su limpidez; labios gruesos no grotescos, cabellera rubia tan lisa como la de los buenos potros ucranianos… Aclaración: no era cosaco… Modelo perfecto, o superior, en su atractiva rusticidad, pese al pulimento, para aquellas brutalmente sensuales estatuas del Realismo Socialista. Gran jinete, a propósito de equinos; insuperable en sable y armas de fuego, ya que de seguro pasó por alguna academia militar.
Creo que le estás inyectando un nefasto a priori tono a la investigación, se oye la voz quebrada de Saúl. Bueno, ¿y qué? ¿No se trata de un simple cuento? Eres demasiado quirúrgico, Saúl… Andas errado, Alejandro: Primero los hechos y después el cuento, concuerda Gonzalo. Apaguen esos malditos puros y cigarrillos. El humo desaparece absorbido por la mágica lámpara en hexágono acechante. Malena tose y vuelve a dormitar con sudororos pies de alabastro, cabellera cobre revuelta por almohadas y boca entreabierta a la voluptuosidad renacentista. Es una Madonna de Botticelli, pienso; me gustaría recorrer erecto y virtual la galería de sus sueños. Dejen dormir a nuestra musa, susurra Alejandro; ha causado ella nuestros poemas de fiebre… Interviene raudo Gonzalo: Mayormente engendros. La musa del desastre…
Al grano, insisto provocando graznido de papeles haciéndome creer que se olvida la visión desdibujada de Malena, con la que todos deseamos, aunque intentemos negarlo, sin conseguirlo, habernos acostado. Las mejores musas son de carne, hueso y vísceras y Malena, pese a adoptarnos afectivamente, no promete descifrar las revelaciones cósmicas de nuestra divinidad seminal.
Bien, se dispone Alejandro a la cronología hoy fracturada desde el cuello en dispersión techumbre. Por cierto, la pintura se sigue descascarando, y, con tal pretexto en la demora, observo caer el brazo níveo de Malena sobre suelo de tabloncillos, péndulo sobre listón aún barnizado: el unicornio remonta alturas y se detiene en abismo cristalino. Basta de imágenes empalagosas. Esta mujer distrae… Reacciona Alejandro, quien parece adivinarme pensamientos ya que sus ojos dilatados también han recorrido con lúbrica melancolía la silueta de Malena: Igor Kurulenko, y así opino que debemos llamarlo, ingresó en la guardia imperial con menos de veinte años, pero enfrentó prisión, pues sedujo a la duquesa de Orianov, emparentada con el licencioso príncipe Yusupov, asesino de Rasputín, y mató en duelo de pistola al duque…
Détente ahí. ¿Cuál es la fuente de esa afirmación? No se menciona a los tales duques de Orianov en sitio alguno; protesta Saúl, y continúa presto: ¡Y, ese apellido, por Dios; sacado de una película de horror barata! Como el doctor Orloff… Por lo que respecta a Igor, suena a novelita gótica… Alejandro lo mira fulminante, diciendo para sí, lo intuyo: Retrocede a tu sepulcro lechoso, Nosferatu. Saúl no se rinde: Alejandro, insisto, aunque se trate de literatura debemos asumir un enfoque mínimante riguroso… ¿Ves lo que te decía?, apoya esa opinión satisfecho Gonzalo. Además, es absurdo un parentesco con Yusupov, quien murió octogenario en Francia durante los años 60 y jamás mencionó algo semejante. Seguramente obtuviste la información en algún disparatado portal de Internet. De seguir por tu camino no avanzamos…
Por lo general paciente, Alejandro atiende a los ojos entreabiertos de Malena, incómoda por la prematura algarabía. Primero: No es afirmación; todo lo que expongo, pese a la especulación, cuenta con bases referenciales. Segundo: Saben que no consulto Internet, pues dispongo de ejemplares únicos, agotados, en mi invaluable biblioteca. Yo rastreo librerías de uso desde hace veinte años y creánme que en ellas he encontrado auténticos tesoros. El polvo esconde joyas… Incluso poseo un par de incunables.
Gonzalo y Saúl sonríen con más piedad que cinismo. A ver, señores, un momento; intervengo sin dejar de mirar en cautivado cautiverio revueltos meandros en la ondulante cabeza de Malena, cuya mejilla derecha se voltea mostrando arrugada de la acariciadora almohada. Ah, que bien le quedan esos surcos encarnados en la piel… ¿Qué decías, amigo Josué; el único que no hace befa de mis investigaciones?, Alejandro introduce lápiz en la jungla de flamígera pelambre (jamás usa peines que no sean sus dedos) y rasca distraído. Le respondo sin vacilaciones: Que estoy de acuerdo con tu enfoque ucrónico para la columna vertebral del cuento. Me gusta… Debería ser la génesis de nuestras respectivas narraciones… Gonzalo gime: No me convence, pero prosigue, prosigue. Alejandro frota manos con expresión triunfal y, por primera vez, sonrientes cejas: ¡Aquí les tengo la carta jugosa!, exclama tras una aburrida porción de páginas con fechas y nombres mareantes. Ante un anuncio de revelatorio preámbulo hay que aparentar sorpresa. Alejandro acomoda torso mientras piernas asumen postura de loto encadenado. Kurulenko mató al duque de Orianov, pero no escapó ileso, no señor; de hecho, estuvo a un paso, o debo decir literalmente, a centímetros, de la muerte… Explícate, y Gonzalo muestra interés al fin. Escuchen: Igor presentaba una condición única, privilegiada: Situs inversus. ¿Y eso qué rayos significa?, hace mueca ladeando cabeza de ficha marfilada bajo el crisol del último vitral: el impaciente. ¡Una inversión de carácter genético en la alineación de los órganos! ¡Incrédulos amigos, Igor tenía el corazón no en el centro sino inclinado hacia la parte derecha de su caja toráxica!, y Alejandro no puede más de gozo. Su disparo partió el corazón del duque, sí, pero éste, tan buen tirador como su oponente, le metió la bala en el compartimento equivocado… ¡Díganme si no es tal el colmo de la buena suerte! Gonzalo salivea labios: Muy interesante, pero ¿y qué? En efecto, refuerza Saúl con decepcionada expresión. ¡Sigue, sigue!, le solicitó a Alejandro quien no se hace esperar: Este ardid de su fisiología lo salvó. Sin embargo, una vez recuperado de la herida se le envió como prisionero a Siberia, pero recibió inesperado indulto, junto a muchos otros, para marchar al frente cuando el zar cometió el disparate de meter a Rusia en la Primera Guerra Mundial y ponérsela en bandeja de plata a los conspiradores…
La interrrupción de Gonzalo es radical: No te desvíes que eso sería otro tema y polémico por demás. No impliquemos la política, pues terminaríamos discutiendo con vehemencia… Saúl gesticula para callarlo sin dejar de inquirir, con raro giro de mentón, información de Alejandro, sonriente y calculador cual Sherezada sintética. Entre 1915 y 1916, un ruso, posiblemente nuestro personaje, mediante escapada audaz hacia Berlín sostuvo un intenso lance sexual con la holandesa de seudónimo Mata Hari, doble agente franco–alemana que le llevaba casi quince años, pero era a la sazón una jamona todavía fluente en habilidades seductrices y que sería conducida en 1917 ante el pelotón por los franceses. No obstante considerar la deserción, su infalible instinto previno a Igor, sabiendo de los muchos espías rojos en Alemania, de cometer tal cosa haciéndole regresar a su regimiento. Aquí entra en función otro curioso personaje: Mariya o Maria Bochkareva, hija de siervos y prostituida desde la adolescencia, que llegaría a ser notoria, aunque hoy olvidada, comisaria de los bolcheviques. ¡Hijos de puta zares!, golpea la mesa el sanguíneo Gonzalo. Calma, viejo, le digo en tono reprobatorio; respetamos tus inclinaciones ideológicas, pero ¿acaso no recomiendas evitar la discusión política? Parece tópico inevitable…, y la mano se ablanda a lo largo del mantel.
¿Puedo seguir?, sonríe Alejandro exhibiendo aspecto de cirio bizantino en levadura. Adelante, se oye el eco procedente de la cantiga llamada Malena. Adelante, y terminen su cháchara que no me dejan dormir en paz… Hay que ver lo fresca que es, dice para sí Alejandro entonando silbido meteórico. Un relámpago nos hace saltar justo cuando ella muestra iris abismales. De pronto, aterrizaje de lluvia y los puentes levadizos cerrados ante la mirada y su regreso al pabellón onírico. Es tan voluble, tan consentida. ¿Qué le pasa hoy?, indaga Saúl por lo bajo. Lo miro: Siempre se sale con la suya; abusa de la debilidad que nos provoca. Otra bronca con los padres. Le tocó el turno de madrugada en el hospital, vino directamente hacia acá y sin más ni más se lanzó en el sofá–cama. Si me permiten… Disculpa Alejandro. Bien, pues Kurulenko regresó del frente cubierto de metralla apenas acontecida la Revolución de Octubre y recibió cuidados médicos de la camarada Bochkareva, ya convertida en soldado y condecorada por sus audaces méritos en combate. Fue ella quien sugirió la formación de los Batallones de Mujeres de la Muerte, pero su apasionada militancia, o fanatismo, provocó la deserción de muchas «damas» soviets.
El asunto es que Mariya, que no era tan bruta y primaria como parecía, se volvió contra los rojos viéndose en el apuro de escapar hacia Estados Unidos, pero cometió la, más que temeridad, estupidez de regresar a Rusia, donde se le capturó y fusiló cuando tenía alrededor de treinta años, la edad de su amante Kurulenko, bolchevique más por conveniencia que por convicción, ya que tampoco dudó en coquetear con los mencheviques o comunistas moderados. De la unión entre ambos nació un escritor subversivo, posible discípulo de Mijaíl Bulgákov —no desdeño la teoría de que inspirase su poeta «loco» Iván de El maestro y Margarita—, de cuya existencia nunca supo él, que sería fusilado por provocativo disidente concluida la Segunda Guerra. La frente de busto en yeso que balancea Saúl exclama: ¿Así que fusilada? ¡Hijos de putas rojos! Dinos el nombre del vástago, lo conmina Gonzalo para tomarlo por sorpresa. Alejandro responde inmutable: No lo sé; la verdad es que nadie lo sabe. La erosión ejercida por la censura y la destrucción de su obra lo convierten en inexistente. Recuerda el infame caso de Isaak Babel… No desvíes el tópico, remata Saúl. Paciente, aunque agobiado Alejandro calla por un instante que se fragmenta en varios. Abre la boca en tres ocasiones pero ningún sonido emerge. Entonces: Señores, me refiero a la básica identificación oficial, si así podemos decirlo, del sujeto. ¿Qué se proponen ustedes —señala a Saúl y Gonzalo— con este interrogatorio? ¿Sabotearme? En lo absoluto, se adelanta Saúl. Queremos objetividad; lo que se traduciría en información concreta. Hasta el momento no has hecho, basado en esas parrafadas apócrifas y elevado en podio, sino leernos tu propio cuento sobre el tema, lo que resulta contraproducente: sin dudas nos evitaría asistir a la tertulia para escucharlo. Alejandro abre la boca con desmesura mecánica: ¡Qué paranoia tan malintencionada! ¿Por qué no lo dejamos terminar su exposición?, propongo. Alejandro prosigue sin desperdiciar la brecha: De modo imprevisto, el casi amniótico Igor, tras un fallido intento por rescatar a la familia imperial en Ekaterimburgo, ignoro cómo pudo hacerlo sin ser detectado por la Cheka, que o bien lo dio por muerto o lo infiltró en el bando del Movimiento Blanco, sirvió a las órdenes del almirante zarista Alexander Kolchak, que como saben, enfrentó sin tregua a los implacables bolcheviques estableciendo un gobierno en Siberia de 1918 a 1920 y que terminó, obvio, fusilado.
Supuestamente, a partir de 1930 Kurukenko regresó a los brazos del Partido, que lo relacionó con la comunista rumana Anna Pauker, una de las mimadas del Kremlin, la cual, según revisionistas de la ultraderecha, con el fin de pasar inadvertida en su labor de feroz proselitismo, se transformó en prostituta consiguiendo en el proceso que la sífilis le pudriera parte de una oreja que bien escondía bajo su burguesa melena. Gonzalo se levanta y dirige lento a la cocina con intenciones de servirse un vaso de agua, mero pretexto para escapar: ¿Algo más? Siempre hay algo más, responde Alejandro ocasionando las carcajadas surgidas al unísono entre aquel y Saúl. Observo el uniforme verde de enfermera apegado con cariño al paisaje anatómico de Malena, sus medias de lana agitan —quizás sueña feliz— la otoñal cobija, sus labios entreabiertos por los que le transcurren trozos de vida pretendiendo olvidar imperceptible bisturí de movimiento, impunidad de pliegues leves, de lo que, por no saber mejor definirlo, es llamado tiempo.
Siento mareos al ver el cuerpo de Malena distendido, complacido en su turística cultura de la subconsciencia. ¡Vaya con este doble agente Kurulenko!, sólo se me ocurre decir, mientras la distante voz de Alejandro prosigue: Tienes razón, y en su ambiguo rol de doble agente, tras funciones de seductor continental —si es que se trata del mismo hombre, hizo estragos amorosos en Londres, París, Montecarlo y Roma— un casi maduro, pulido Kurulenko, o como se llamase, arribó a Hollywood para la supervision de una película nunca realizada sobre un espía de la dinastía Romanov, falso miembro del politburó comunista. Y aquí ya perdemos del todo su pista. Durante las siguientes décadas los servicios internacionales de inteligencia evidencian una triache, una balumba de datos contradictorios en torno a la figura de quien bien pudo ser el enigmático hombre que nos ocupa.
Mis tres amigos, ya hartos del «oportunista, despreciable» Igor, optaron por desenlaces tremendistas: Alejandro decidió que debía morir drogado con opio en 1940 en un prostíbulo parisino, poco después de la invasión nazi, apuñalado por un marsellés a causa de una deuda de juego. Saúl lo mató en 1918 cuando la Cheka, disuelta en 1922, descubrió sus ardides y lo ametralló, reduciendo a espantosa calcinación el auto en que pretendía abandonar Moscú cargado de todo el oro que pudo encontrar. Gonzalo lo despachó en 1925 a manos de una de sus traumatizadas víctimas, salvaje joven siberiana quien lo castró a hachazos en la cama y arrastró su cuerpo a los despojos de la tundra. Confieso que aún no sé qué hacer con mi proyecto de cuento… Todos han partido, yo somnoliento en el sillón reclinable. Malena comienza a despertar hacia la prima noche. Se duchará aquí, supongo, cenará, volverá a trabajar. La descarada se pone a farfullar: Me tenían harta… ¿Estuvieron hablando todo el tiempo de un ruso, no? Sí, y sigo en la pre–siesta. ¿Por qué se complican? Mejor le preguntan al ruso de abajo. Me volteo tratando de rescatar los hilos del sueño, pero recupero posición sin molestarme en abrir los párpados: ¿Qué ruso? Ella bosteza, mira alredededor, se apoya en ambos codos y cae vencida por la pereza: El ruso casi centenario… Debe saber un montón de historias, o las inventará. Ignoro de quién hablas, Malena; en la vecindad no existen rusos; sólo griegos, italianos y algunos pocos hispanos… nosotros entre ellos.
Comienza ella a levantarse restregando ojos: Josué, vivo en este barrio desde que nací y ustedes llegaron prácticamente ayer. Hay uno: el exiliado ruso dueño de la tiendita en la planta baja… Malena, ese viejo es griego; déjame dormir… No, no, escucha: Es un ruso huraño y silencioso, pero amable, de acento fortísimo, que asiste cada semana a la iglesia ortodoxa y tiene una horrible cicatriz en la parte izquierda del pecho a consecuencia de una herida recibida en no sé qué pelea cuando era muy joven. Lo sé porque el año pasado lo llevaron de urgencia al hospital debido a una cardiopatía y le descubrieron una condición rarísima, impresionante, llamada dextrocardia… Bueno, mejor olvídalo… Josué, debo prepararme que llego tarde… Y para colmo ronca…
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* Jesús I. Callejas (La Habana,Cuba, 1956). Estudiante de múltiples disciplinas —entre ellas historia universal, historia del arte, literatura, teatro, cine, música—, afortunadamente graduándose en ninguna al comprobar las deleznables manipulaciones del sistema educativo que le tocó sortear. Autodidacta enfebrecido, y enfurecido; lector de neurótica disciplina; agnóstico aunque caiga dicho término en cómodo desuso; más joven a medida que envejece (y envejece rápido), no alineado con ideologías que no se basen en el humanismo. Fervoroso creyente en la aristocracia del espíritu, jamás en las que se compran con bolsillos sedientos de botín. Ha publicado, por su cuenta, ya que desconfía paranoico de los consorcios editoriales, los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). También ha reseñado cine para varias revistas, entre las que se cuentan Lea y La casa del hada, así como para diversas publicaciones digitales. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (2012) (novela); Desapuntes de un cinéfilo (2012–2013), que incluye, en cinco volúmenes, historia y reseñas sobre cine; Arenas residuales y demás partículas adversas (2014) y Los mosaicos del arbusto (2015), ambos de relatos, así como el primer volumen de la novela Los míos y los suyos (2015).