EL ÚLTIMO DÍA DEL SÉPTIMO MENDIGO
Por Said Chamie*
Bajo el único farol de la calle, el cuerpo calmo de un hombre yace tirado en el adoquín. Una mancha de sangre negra lo circunda señalándolo. La Candelaria calla otra muerte y un vivo más se hace olvido.
El séptimo mendigo del año tuvo un día bastante ajetreado, gajes del oficio que le otorgaron pobres dividendos. En la mañana y tras haber dormido tres horas por derecho de sitio en una banca en la Plaza España, abrió los ojos y vio lo que parecían dos barcos enfrentados tras un mar de fondo. Parpadeó varias veces hasta entender que se trataba de un par de nubes blancas pegadas al cielo.
Poco a poco se incorporó al entorno, el hambre y el hedor a pegante le recordaron su miseria, dos respiros profundos y de nuevo -como en todas las despertadas-, la tristeza y el desasosiego lo acompañaron; entonces emprendió la huida, una costumbre diaria, caminar a pasos agigantados para perderse de sí, delirante intentaba engañar su sombra y su memoria.
Estaba sobrio y eso le provocaba amargura, el séptimo mendigo muerto en el año era, en su exterior, un estereotipo exacto del desechable, un indeseable de pelos y barba hirsutos, mirada demencial, ropa raída y olor de gamín, que no es más que una mezcla de suciedad, vicio y olvido. Para un ser como él, buscar un pan era una pesca inútil, su presencia intimidaba hasta a los perros y la policía lo veía como el mejor adversario para descargar su incompetencia. Soy el dibujo que pinta la tomba en la cartelera de exterminio. Pensaba mientras veía cómo los universitarios que subían afanados lo esquivaban. Sí estos chinos de mierda supieran quién era, no quién soy, lo que fui en esta misma vida, me mirarían de otra manera, pero ya no importa ¿con qué intención y para qué efectos les diría quién he sido?
Cruzó la Caracas sin el mismo aliento para seguir con tanta prisa. Ya se había acercado de nuevo a su sombra, y es que no podía escaparse de ella. Eso siempre lo pensó cuando en su afán por hacerlo sus impulsos decaían. Pasó por las calles que otrora fueron su cambuche, el reino del cartucho que ahora lo decoraban tiendas de chucherías y olores de chicharrón asado y chontaduro. Allí se sentía bien, lo menos ajeno que se puede sentir un lobo estepario en medio de una multitud.
Como era de esperarse, no sabía hacia dónde lo llevaban sus pasos, simplemente se dejaba llevar mientras sus ojos veían cualquier oportunidad para extender la mano y pedir limosna, no tenía mucho tiempo pues la agonía del no consumo amenazaba de lejos con sus látigos de ansiedad.
Tenía hambre pero sabía que debía meterse algo primero, cualquier pegante o polvo de ladrillo que lo mantuviera alejado de las voces del pánico; buscó en sus bolsillos y halló trecientos pesos y una papeleta de bazuco limpia como si la hubiera aspirado un oso hormiguero. Una moneda por favor. Pidió en una intersección de calles a un hombre macizo de una camioneta quien sin voltear a mirarlo le dijo automáticamente que no tenía. Faltan mil pa un cuarto de pegante donde el zapatero, el que dice que prefiere regalar la bolsa a fiar. Pasó la trece levitando -como una hoja seca que se niega a seguir un curso de orden- hasta llegar a la acera en cuya esquina tomó una rama de árbol.
La mañana era radiante, el cielo seguía azul y los barcos en el cielo parecían botar vapor, como preparándose para partir. El séptimo mendigo los vio y sonrío. Luego armado de valor asió el palo y se paró frente al semáforo dispuesto a obtener esos mil pesos de salvación. A primera impresión parecía un despojo de tigre, su apariencia asustaba a la gente de los primeros carros, pues suponían que los iba a intimidar con el palo, sin embargo, su acto fue otro. Dos toques sutiles a cada una de las llantas fueron suficientes para hacerle entender al conductor que estaban perfectamente calibradas; luego y con la mano extendida, se paraba enfrente de su ventana esperando algo de nobleza. No fue fácil, pues todavía le quedaba un ápice de la dignidad de su estirpe y cuando no estaba drogado sentía vergüenza, se sabía la escoria de la sociedad, y así se sentía. Luego de cuarenta minutos de arduo laburo y una alta interpretación histriónica, tenía dos mil trecientos pesos que le servían para gaseosearse y comprar dos panes de doscientos, pensó que podía alcanzar a comer algo antes de que “la inmunda” -como le decía a la necesidad de consumo-, lo llamara, con su voz de trueno en la penumbra. Caminó hasta la plaza de Bolívar y dobló a la derecha hasta posarse en un puesto ambulante. Doña Júbilo vendía de todo y tenía la pinta necesaria para comprarle una soda y un mendrugo de pan, el cigarrillo era su comisión. En tres minutos estaba recibiendo sus encargos y en siete segundos ya no había nada, todo adentro, el Aqueronte llamaba nítidamente su nombre y él debía consumir pegante ya.
De nuevo sus pasos se hicieron ligeros y la sensación de persecusión lo poseyó, creía que le estaba respirando en la nuca, debía volar ocho cuadras hasta el puesto callejero del zapatero. Nada peor que la víspera al pánico, pensaba mientras esquivaba zorras y carros, tiendas y gentío. Ese día nadie lo atrapó, ni la policía, ni los celadores de los edificios, extrañamente fue un civil del común que se movía a prisa y así era entendido por la sociedad. El viejo zapatero lo vio llegar y de inmediato se paró tan rápido como su escuálido cuerpo le permitió. Sacó una bolsa de café y destapó el pegante. Cuánto. Un cuartico viejo cobbler, estoy en la mala. El anciano vertió el espeso líquido sin inmutarse y se lo dio como si fuera las vueltas de algo. Después del primer minuto bombeando el lechoso amarillo, sus pasos se hicieron lerdos, ya no le temía a “la inmunda” pues creyó que la había espantado aun cuando en sobriedad sabía que desde hacía muchos años era parte de él.
Para cuando el sol trepó al cenit, el séptimo mendigo vio una araña amarilla en medio de los dos barcos que se negaban a partir, y rió porque aún trabado, recordaba que esas nubes lo habían seguido todo el día, como algunos perros que no le temían o gamines pequeños que ganaron su protección en sigilo. Sentado al lado de un farol esquinero que lo ocultaba como una sombra más, sopló pegamento toda la tarde sin dejar de ver el cielo que hacía de mar, las nubes no eran las mismas de la mañana, pero su alucinación buscaba las formas perdidas y su mente atrofiada unía las manchas y entonces los barcos volvían, sus ojos se abrieron cuando oteó que uno de ellos zarpaba y sintió deseos de irse con él, olvidarse de toda esa mierda que era en tierra y volar por las aguas del cielo hasta perderse.
Lo deseó tanto que el metal que entró en su estómago no lo sintió, ni mucho menos el raponazo al poco pegamento que le quedaba, todo lo entendió como un viaje hacia allá. Entonces sonrió.
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* Said Chamie escritor de medios, se desempeña actualmente en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación y está escribiendo su primer guión para largometraje. Autor también del libro electrónico «El Libro Azul».