EL SEGUNDO PISO
Por Juan Camilo Guzmán Gallego*
Nueve fueron los jóvenes desaparecidos ese día, nueve los que entraron en aquella casa abandonada, y nueve los que jamás salieron. Por petición de las familias de la víctimas me reservaré los nombres de los muchachos, y me refereriré a ellos según su orden de aparición, enumerándolos. Así pues, intentaré relatar con lujo de detalles, lo que para mi ciudad ha sido una de los misterios más grandes de la historia.
Solo eran chicos curiosos con ansias de asombro, por eso entraron a la casa, por eso aceptaron el reto del más grande, del número Cero, del que no entró. Claro, así son todos los cobardes; no quieren pasar como tales, por lo que retan a personas más pequeñas a que hagan lo que ellos no harían ni porque les pagaran. Es comprensible, se sienten solos, se sienten los únicos cobardes, y nadie quiere ser el único cobarde. La casa quedaba al final de una gran loma, en una zona rural de la ciudad, eso por allá es muy bonito; está rodeado de árboles, casi no suben carros lo que lo hace al paraje muy callado. la carretera es destapada y tiene la vista más bella del mundo; hace que mi ciudad se vea como lo que no es gracias a sus habitantes: hermosa.
Los diez estaban sentados descansando de la ardua subida, cuando Cero les mencionó la existencia de una casa, les dijo que estaba abandonada, porque hacía mucho tiempo un padre mató a toda su familia siguiendo una orden que le dio su tatarabuela desde una fotografía en blanco y negro que databa del año 1929. Los mató sin compasión, como si fueran sus peores enemigos, y no su familia. Gritaba que la tatarabuela los quería conocer, por eso los enviaba donde ella estaba. Enloqueció. Sin embargo, cuando recobró la cordura y se dio cuenta de lo que había hecho, no pudo con la culpa; se quitó la vida. Desde entonces la familia vaga por toda la casa creyendo que aún están vivos y exterminando a toda persona que entrara allí, porque creen que los que entran son los verdaderos fantasmas que vienen a perturbar la paz de la casa, y por ende, la de sus habitantes.
Entre los chicos paseaba la duda, obviamente no le creyeron del todo a Cero (¿cómo hacerlo si la historia lucía como una película de miedo de Hollywood, tan cliché?). Pero la manera en que Cero la había contado les hacía dudar, la contó con una sutileza que aparentaba ser verdad. Uno, el líder de los nueve, le dijo a Cero que eso era mentira, que solo los quería asustar para burlarse de un montón de muchachitos prepubertos, pero con ellos no iba a poder, porque él no iba a dejar que engañara a sus amigos. Los demás chicos lo corearon gritándole a Cero que se buscara otros bobos, que ellos ya estaban lo suficientemente grandes para creer en esas güevonaditas. «¿Ah, sí?» les contestó Cero, «¿No me creen?, ¡pues entonces entren ustedes a ver si son tan machitos! Suban hasta el segundo piso y asómense por alguna ventana y les digo a los de octavo que ustedes son los pelaítos más parados de sexto». «¡De una!», respondieron Dos y Tres. «Nosotros no somos ningunas gallinas». Cuatro y Cinco dijeron que a ellos no les importaba lo que pensaran los de octavo, a la larga solo eran un montón de locas; que les diera plata o por lo menos les pagara la gaseosa a la bajada, eran los más avispados. Hermanos tenían que ser. Cero accedió a la gaseosa, y a ello le sumó las respuestas del examen de matemáticas, ya que él tenía rosca con esa profesora, porque era la nueva novia de su papá.
Llegaron a la casa; tenía un aspecto lúgubre, ese blanco pálido y disparejo la hacía ver un tanto tenebrosa, de eso se percató Seis, el miedoso del grupo. Ya se le estaba arrugando cuando Uno lo persuadió, diciéndole que allá no había nada, que la casa estaba desocupada porque una empresa o algo así había comprado ese terreno para construir otra unidad. «Además si hubiera algo, lo que sea, un indigente o algún adicto, ¿qué nos va a hacer? Somos nueve, somos muchos, entre todos los cogemos y los cascamos. Relájese más bien». No fueron las palabras lo que lograron convencer a Seis, fue más bien la seguridad con la que Uno las dijo. Lo hacía sentir protegido, a salvo. El liderazgo de Uno se notaba a leguas. Lo que hacen años de amistad. Pero sí, la casa tenía cierto aire que lo hacía sentir a uno mal, angustiado, asustado. Hasta el mismo Uno lo notó, pero no dijo nada para no amedrentar al resto.
«Hágale pues, arranquen de una vez, yo los espero aquí. Pero rápido que nos coge la noche y maluco que a la bajada nos paren esos marihuaneros y nos atraquen como me pasó a mí el año pasado». Cero estaba convencido que no iban ni a llegar a las escalas del segundo piso, los hacía unos cobardes igual que él, de pronto hasta más por lo que eran menores. El primero en caminar hacia la puerta de la casa fue Siete, pero no lo hizo por valiente, lo hizo porque estaba seco de la sed, no tenía ni un peso y esa gaseosa le caería como anillo al dedo. Automáticamente el resto lo siguió, titubeando, porque así suene repetitivo, esa casa asustaba.
Ocho tuvo que correr para alcanzarlos, se quedó atándose los cordones de sus Converse negros en bota que le había mandado su tía de la USA. Era el niño rico del grupo, a cuya casa iban a jugar los otros. Él se hacía con ellos porque eran las únicas personas que lo trataban de igual, sin importar que fuera hijo de un concejal. Cero, antes de que Ocho se terminara de parar, le dijo que se quedara con él, que no tenía por qué entrar a esa casa ni por qué juntarse con esos manes, que si se hacía con él le presentaría a las niñas mas buenas de todo el colegio. Solo se lo dijo por interés, claro está. Lo que él quería era que el chico lo invitara a su enorme casa para hacerse amigo de su «poderoso» padre. Ocho ni lo miró, salió corriendo a alcanzar al resto porque él era un buen amigo, no los defraudaría. Era. Lo último que se vio de él fue cuando se pegó un tropezón en el último escalón para llegar al zaguán.
Ya habían pasado dos horas, y no se escuchaba nada de los nueve, nada, ni un ruido. Cero esperaba angustiado ya, no sabía qué hacer, le daba miedo devolverse solo por los marihuaneros, y le daba miedo entrar a la casa a buscarlos por la leyenda que había narrado antes con tal ímpetu. Agarró un puñado de guijarros y empezó a arrojarlos hacia el inmueble con la esperanza de que Uno saliera y lo reprendiera, o que Cuatro y Cinco le gritaran cualquier obscenidad, algo, ¡que pasara algo! Pero no, nada pasó. Empezó a llorar, porque se sentía culpable, le dio asco su cobardía; gritaba a los mil vientos los nombres de los chicos mientras se revolcaba en el polvoriento suelo. De repente vio el rostro de Nueve en la ventana, inexpresivo, con los ojos hinchados. No parecía el rostro de un niño. Aquella mirada le perforó las entrañas, no fue capaz de responderle nada, no fue capaz de pronunciar siquiera una sola palabra. Quedó totalmente petrificado observando ese rostro inhumano, esa mirada terrorífica, ¿en verdad era Nueve? ¿y los otros, qué habrá pasado con los otros? Después de unos minutos Nueve se desvaneció, como si su forma fuera niebla. Cero cayó desmayado.
Lo despertó el picante sol de la mañana y los sacudones de los hombres que los fueron a buscar. Cuando recobró energías, les contó todo. El grupo ingresó de inmediato a la casa; aparecieron a la media hora sin rastros de los nueve; era como si se los hubiera tragado la tierra. Como si se los hubiera tragado la tierra y solo hubiera dejado un zapato marca Converse negro y en bota, absolutamente sucio, con apariencia de haber estado allí dos o tres meses más o menos.
Han pasado ya 30 años, la casa fue derrumbada para construir una unidad residencial (Uno acertó). El misterio nunca fue resuelto; jamás encontraron rastro alguno de los jóvenes. De Cero lo último que se supo fue que enloqueció y que lo internaron en el hospital mental de Bello, donde pasa sus horas contando la misma historia de aquellos nueve que él hizo entrar en una casa abandonada, y que ahora lo atormentan en sus sueños. Pero no le dicen dónde están. O bueno, sí le dicen, porque siempre que él les pregunta, le responden que están en la casa, en el segundo piso. Pero que no han encontrado ninguna ventana.
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* Juan Camilo Guzmán Gallego se graduó de la Institución educativa comercial de Envigado. Y tiene 18 años
¡Qué genio! Qué magnífico es leer tus escritos, son cómodos y divertidos, envuelves por completo al lector.
¡Qué cuento tan genial! ¡Qué inventiva! ¡Qué estilo!
Admiro infinitamente a mi hermoso caballero, Juan Camilo. Vale la pena leer para poder escribir.