Literatura Cronopio

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Halcones en la noche

HALCONES EN LA NOCHE

Por Juan Camilo Botín Sanabria*

[x_blockquote cite=»Gabriel García Márquez» type=»left»]…no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir. [/x_blockquote]

La tarde es fresca y aún hay sol, una fluorescencia ilumina el cielo, caen las primeras gotas, faltan cinco minutos para las ocho, camino con las manos en los bolsillos sin fijarme mucho en nada. Recuerdos de una casa a cientos de kilómetros de este presente se comienzan a amontonar en mi mente: las risas de mis amigos, las voces de mis padres… empiezo a sentir la nostalgia de las tardes en la nariz y la espalda. Veo las fachadas de los edificios donde se acumulan bares, cafés, restaurantes, discotecas, un remolino de canciones diferentes desentierra memorias de una época a la que se viaja con ciertas voces. Así es como voy recordando, con aromas, caminando ciertas calles, con gente y ruido. Es una zona como muchas otras en muchas otras ciudades, es cualquier parte, el mismo gato revolcado. Las bebidas calientes y los tragos fríos van, vienen, van, vienen… El servicio, una mezcla de euforia, falsas sonrisas, indiferencias y coquetería, es empalagoso. Las mismas historias repitiéndose en las barra, todas empezando hace muchos años.

Acá afuera la lluvia cae, el aire frio sopla contra los edificios atravesando los cristales, junto a la ventana Miller mira la hora, alza la vista, mira hacia afuera. Los neumáticos chillan contra el asfalto mojado, un concierto de ruidos, de caos, de ciudad grande, en las calles la gente camina esquivando los charcos ensimismados. Poco a poco Miller se ha acostumbrado a esperar, acaricia el borde del vaso, mete un dedo, lo saborea, sabe que un mojito no es buen trago para un día tan gris, bebe. Absorto en la ventana ve cómo circula despacio el tráfico, como irrigando un cuerpo enfermo, saborea el azúcar, voltea al cielo, entiende que no es necesario sentarse en un museo a contemplar un Rothko, basta detenerse a ver un atardecer para ver en la armoniosa confusión colores, donde también caben la dicha y la aflicción. Desde afuera pienso lo mismo.

Lentamente anochece, el sol hecho una yema viscosa a punto de reventar, desciende suavemente al vacío del mundo tras la línea de gigantes de vidrio y concreto. La noche entonces se propaga como una salpicadura en el cielo y como pecas brillantes aparecen las estrellas. Se verán un instante —perdiendo en poco tiempo el protagonismo ante los anuncios estrambóticos de luces de neón—, aquellas partículas que han viajado desde el infinito y más allá, desde hace cientos de miles de años para cumplir el capricho de algún dios cósmico. Serán engullidas por anuncios de música en vivo, de tragos al dos por uno, por los gélidos faroles vigilantes como androides de la guerra de las galaxias. Pero Miller se fija en ellas, y pareciera como si existieran solo para estar allí, en el preciso instante en que él se asoma y ve el milagro del universo a través de una ventana, bebiendo un mojito muy dulce.

El frío y la lluvia no impide que otros vayan invadiendo las demás bancas, que enciendan cigarrillos o se acomodan en círculos en algún lugar del suelo. Los sonidos de instrumentos se van extinguiendo y nacen los bajos y los ruidos electrizantes, paridos por tamaños equipos de sonido, los gemidos en el aire y letras en inglés, voces metálicas que se mezclan en el aire. La gente no deja de llegar, unos caminando, otros se bajan de carros, el desfile de taxis parece que nunca acabará de surtir la plaza, pareciera que la humanidad entera estuviera reuniéndose frente a mis ojos.

Miller estudia las paredes y a las personas, los hielos se han ido derritiendo en el fondo del vaso, siente frío, siente la distancia con las demás mesas que parecen irse separando como trozos de hielo en el mar. No puede evitar sentirse en un cuadro de Edward Hopper, casi siente como las pinceladas le dan brazos, le pintan un traje y un sombrero, como le esconden la mirada lejana entre rasgos brumosos, convirtiéndose entre tragos en el señor sentado al lado de la chica de vestido rojo, un halcón más cenando en el Phillie’s de alguna ciudad norteamericana. Me pregunto entonces cuántos otros como él habrá sentados en un bar viendo por la ventana, observando el tráfico, añorando lugares, extrañando personas, reflexionando frente a una copa las decisiones que los tienen ahí sentados en soledad. ¿Cuántas plazas como esta habrá en el mundo y en cuantas de ellas habrá alguien que sentado se invente una vida para pasar el rato? Intento imaginarme a Miller en algún lugar que no sea aquella mesa, discutiendo con su mujer por qué película ver, hablando con su hijo sobre la tarea de matemáticas, fantaseando con la compañera nueva en la oficina.

Las delgadas lluvias cruzan como estrellas fugaces frente a los faros de los carros, y yo recuerdo el campo de calabazas, ese pedazo de tierra donde el tiempo no pasaba, a donde nunca me fui a acostar en la tierra a ver las estrellas. Las risas, las palmadas, pienso en mis amigos, en lo difícil que es la vida sin ellos, el chocar de las cervezas, los chistes, ¿dónde han quedado los años? Una pareja se abraza para quitarse el frio, ríen, se besan, recuerdo el verano más feliz de mi vida, cierro los ojos e imagino su silueta contra la ventana exhalando humo, viendo el mar, aspiro su olor a tabaco y vodka, toco sus los labios salados. Permanezco sentado, respirando hacia adentro de mi chaqueta, jugando con las llaves dentro del bolsillo, sintiendo la nuca mojada por la lluvia, preguntándome por qué es tan difícil ir hasta el bar y sentarme frente a él para hablar de cualquier cosa. Estiro los brazos, hay unos cuantos más sentados junto a las ventanas de distintos locales, como ella que levanta la mano y hace señas para pagar la cuenta, es tarde para ella, pero para otros la noche apenas comienza. El tiempo se dilata, como si el energizante mezclado con licor no solo acelerara el ritmo cardíaco estirando la noche como una resorte y que, al final, después de tanto trago, tanto humo, música, desenfreno, caricias, se zafara de un lado y todo volviese con violencia al ritmo de antes.

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Algunos se extrañarán de ver a alguien solo, viendo a lo lejos, unos cuantos estarán cerca de intuir que me pasa, barajaran los momentos en que se han sentido solos o tristes o enojados y atribuirán mi enajenación a algún episodio de sus vidas. Me pondrán un nombre, como lo he hecho con Miller, me verán con lástima desde lejos, no sabrán que hace unos días hice reír a mis amigos, que ayudé a una mujer a bajar las compras del carro, que ayudé al hijo de una amiga en la tarea de historia. No se imaginarán por qué estoy aquí… y está bien, no son adivinos, a pocos les despertaré el interés, menos aún me sonreirán al pasar, levantando sus vasos de plástico y las botellas de cerveza y gaseosa.

En situaciones así me entran ganas de fumar y esperar a que otro ermitaño se acerque a pedirme fuego y que intercambiemos palabras y que después de un rato conversemos y conversemos. Recuerdo al árabe que me abordó en una parada de bus durante un viaje, yo jugaba a doblar el recibo de la comida. Me pidió fuego, prendió el cigarrillo y exhaló con la mirada perdiéndose en el final de la calle. Me contó cómo había empezado a fumar después de que se lesionara la espalda en un torneo, jugaba como defensa central. Me contó que hacía poco había probado por primera vez la narguila en casa de un primo, me contó cómo los tíos se morían de risa mientras continuaban echando humo por la nariz cuando tosió al usarla. ¡Te imaginas! Sonrieron unos dientes amarillos y labios delgados, yo también le sonreí. Intercambiamos unas cuantas palabras sobre cualquier cosa, sobre el fútbol y el clima. Cuando llegó el bus me despedí y le deje el encendedor, nunca más lo vi, se llama Amîr, tenía dieciséis años esa tarde. Me pregunto si recordará esa conversación alguna vez, si habrá momentos en que recuerde mi nombre y mi cara, cuando encienda un cigarrillo por ejemplo.

El local comienza a llenarse de gente, las voces y las risas, el arrastrar de sillas y mesas lo ensordecen. Miller se acuerda de la noche que conoció a Elisa. Allí estaba ella, primero con una copa frente a ella y luego un café, cuando se reía se le hacían hoyuelos en las mejillas, inicialmente la miraba de reojo, luego con fascinación, como si fuese un ave exótica, como si fuera el paisaje más bello del mundo. Ese recuerdo le viene a veces, no era la primera vez que se enamoraba, ni la última, una vaina abstracta. Si hubiera que definirla, tampoco bastaría con decir que es un enamoramiento incrustado en medio de muchos otros a lo largo de su vida. No fue el más trascendental, pero no dejó de ser hermoso. Con ella se dio cuenta que también se podía enamorar de la sutileza, de un peinado normal, de la manera que abrazaba la taza y se la llevaba a la boca, de unas mejillas naturalmente rojas. Elisa estaba ahí riendo y bebiendo, y Miller la observaba desde la mesa frente a la ventana. A uno siempre le da por pensar en mujeres, las importantes son tema recurrente, pero a veces emerge la chica del metro, o la que estaba en fila delante de uno, nunca falta las anónimas que se manifiestan como la canción favorita en la radio, como llovizna de martes.

Verlo sentado ya muy tarde, seguir sus movimientos sin acercarme, casi como si fuera un objeto de estudio, casi como si sintiese una profunda conexión emocional y física con él, casi como si en cualquier momento me le pudiera acercar y decirle que lo entiendo, porque aunque no comprendiera con exactitud que ocurría en él (o en mí), su aparente soledad y mi tristeza se parecían. Y es que pensaremos en las mismas cosas antes de morir, desfasados por algunos años, porque después de todo los hombres solemos repetir pensamientos y reciclar preocupaciones como si la experiencia humana no fuera más que una película, donde los mismos personajes actuaran las mismas escenas en lugares y tiempos diferentes. Es que somos tantos que es imposible, y hasta egocéntrico, imaginarnos como únicos, entre otros miles de millones de personas. Porque en algún lado —tengo certeza— tiene que haber alguien que se nos parezca y que nos comprenda, en alguna academia sueca, en un parque parisino, en un pueblo del Caribe, en la mesa de un bar. Y aunque sea difícil de explicar, entre Miller y yo existe algo en común (cualquier cosa), que jamás podríamos imaginarnos y que nunca nos íbamos a descubrir, y eso debería bastar para no sentirnos solos.

Wc: 1788

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* Juan Camilo Botín Sanabria es estudiante de Ingeniería de Procesos en la Universidad EAFIT. También es coordinador de un semillero de investigación en su universidad llamado Biotecnología y Química de Productos (BIOQUIP).

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