EL DILUVIO UNIVERSAL Y OTROS EFECTOS ESPECIALES
Por Daniel Frini*
CUATRO DÍAS DE PAZ
Soy cadáver. Las fiebres me enfermaron y tuve mucho miedo. Finalmente, acabaron conmigo. Hace cuatro días que he muerto.
Fui querido, y morí en compañía de mis hermanas, mi familia y algunos amigos.
Como siempre ocurre, al que parte se le demuestra cariño de una manera curiosa: a través de los ritos funerarios. Mis hermanas cerraron mis ojos y me besaron, lavaron y ungieron con perfumes y aceites, ataron mis manos y pies, me vendaron, pusieron mirra y aloe entre las vendas, y cubrieron mi cara con un sudario.
Una procesión me llevó hasta el sepulcro, en una estera de mimbre que ofició de féretro. Algunos rasgaron sus ropas en señal de duelo, y se dijeron hermosas plegarias y palabras de lamentación. Me colocaron boca arriba en un nicho blanqueado con cal, en la misma cueva donde descansan mis ancestros; y la entrada fue taponada con una roca enorme.
Así supe que me amaron.
En la oscuridad y el silencio perdí el miedo. Me sentí en calma y en paz. Recordé toda mi vida desde la primera infancia, y reviví cada momento con todo detalle. Me invadió un sentimiento muy parecido a la felicidad.
Sin embargo, hoy por la mañana llegó de su viaje un muy querido amigo que no pudo acompañarme en mis últimos días. Consoló a mis hermanas, lloró por mí, se paró frente al sepulcro, oró, mandó que corrieran la piedra de la entrada y a pesar del olor a muerte que yo emanaba, ordenó:
—Lázaro, ¡levántate!
Qué lástima. Estaba tan bien acá y tener que levantarme porque a éste se le ocurre hacer milagros justamente ahora, y conmigo.
LA MEDICINA ES UNA CIENCIA EXACTA
Desde hacía tiempo, en los clasificados barriales se presentaba como Tupaq Qhawana. Decía ser jampiri del pueblo kolla, venido del Tawantinsuyö y de los ayllus altoandinos, inspirado por Tayta Inti y Mama Killa. Pregonaba que era capaz de traer y amarrar al ser querido, hacer florecer un negocio, leer las hojas de coca esparciéndolas sobre un haguayo y adivinar el humo del cigarro. Revelaba que era depositario de los willka unanchakuna legados por Manco Kápac, el Intichuri; que hacía videncia pendular y curaba daños, hechizos y maleficios. Se declaraba conocedor del kausay ―que le fuera revelado por Wiraqocha y Pachakamaq—; heredero de la cosmovisión de los kollas sólo entendible en runa šimi y sin traducción posible en kastilla šimi.
Aclaraba, por si hiciese falta, que los materiales estaban incluidos en el precio de todos sus trabajos.
Su consultorio era una habitación de paredes descascaradas, alquilada a una familia boliviana, a pocas cuadras del centro de Laferrere. En la puerta había colocada una plaqueta de bronce en la que se leía:
Tupaq Qhawana
Jampiri Inka – Curandero
Atendía con un disfraz más parecido a la vestimenta de un arapahoe de las praderas norteamericanas que a un willka incaico. Recibía a sus pacientes con el saludo ritual:
—Ama quella, ama suwa, ama llulla, ama hap’a.
Al que ellos respondían con una mezcla confusa de oraciones cristianas:
— y con tu espíritu.
— por mi gran culpa.
— sin pecado conseguida.
En realidad, había abandonado en tercer año la licenciatura en astrofísica, que cursaba en la Universidad Nacional de La Plata.
Cierta vez oyó de alguien que curaba con numerología, y decidió ir más allá, aplicando una mezcla extraña de yachay quichua y análisis matemático.
Armó de apuro una cosmogonía en la que, por ejemplo, Coco Mama decidía sobre la salud y la enfermedad mediante el planteo de ecuaciones en derivadas parciales; para lo cual la diosa establecía funciones entre variables independientes (el amor del Aniceto, la culebrilla de la menor de los Pérez, los sabañones del Tape Mansilla) y sus derivadas. Decía que el Teorema de Cauchy–Kovalesvskaya aseguraba la existencia y unicidad de soluciones al mal de ojo; aunque pudiera ocurrir que la función incógnita o alguna de sus derivadas no fuera analítica, y en tal caso se explicaría por qué habiendo previsto que Don Macario Maldonado recuperaría el caballo que perdió en un truco, el pobre viejo terminara entregando su jubilación para que no lo metan en cana.
En otros casos manifestaba que Supay, el diablo, era experto en el análisis complejo de funciones holomorfas, y traía a colación el curioso comportamiento de éstas cerca de las singularidades esenciales (dónde dejó los dientes postizos Don Valverde; qué pasó con el abuelo de la señora del mecánico, que fue a comprar cigarrillos en mil novecientos cincuenta y ocho, y nunca volvió) descrito por Karl Weierstrass y Felice Casorati, que da origen a las meromorfas, y de cómo es imposible encontrar una respuesta en el campo de los números reales cuando se anula la función denominador
Cierta vez recurrió a su método con Ña Ángela, que estaba peleada con su aparejado y no podía ella sola con su problema. Estaba convencida que de pura envidia le habían hecho una saladura; y fue a ver a Tupaq Qhawana para que le haga una limpia.
Previos ritos de purificación, el jampiri le dijo:
—El mal es una abstracción, Ña Ángela, como los números: uno ve una manzana al lado de otra e inmediatamente asocia «dos». Y siendo así, nos podemos valer de los recursos de la matemática para entender al mal. Por ejemplo, la Pachamama me muestra que usted tiene problemas de hígado; y llego a eso partiendo de un khipu kolla, que representa una ecuación binómica indeterminada de tercer grado a la que podemos aplicar la integral segunda de Riemann–Stieltjes, por ser una serie infinita recursiva sujeta al cálculo de variaciones de Lagrange; y puedo decirle que el resultado es uno solo: su marido. Me lo dice Amaru, va a tener que aplicarle determinantes. Tome esta chuspa, y vaya dándosela de a poquito.
El marido de Ña Ángela sufrió una apoplejía apenas una semana después. La carátula de la causa penal dice: «Sosa, Anselmo s/ejercicio ilegal de las matemáticas».
DEL LIBRO DE RECETAS DE HERODES ANTIPAS
Una tarde calurosa de principios de junio, Herodes Antipas, su esposa Herodías y el prefecto romano Valerio Grato, conversaban amigablemente en los jardines del palacio real de Séforis.
—¡Me encantan los niños! —decía Herodes—. Mi padre, «El Grande», Hashem lo tenga a su lado, me enseñó a prepararlos en horno de barro y con guarnición de arvejas. ¡Son una delicia, mire! Yo le pongo un mejunje que preparo con sal, aceite de oliva, un poquito de albahaca y laurel. Y lo acompaño con un buen vino oscuro de los montes de Yahad. Ahora, eso si, para que sean tiernitos, deben tener menos de dos años. Más grandes, no sé, como que la carne se pone muy fibrosa.
—Lo que le recomiendo que pruebe —acotaba Herodías—, es la cabeza de esenio. Hace un tiempo hicimos una, hervida en aguas de melisa y eneldo frescos; y la servimos con zanahorias, puerros y cebollas; perfumada con cardamomo y regaliz y acompañada con una salsa mezcla de tomillo, orégano y salvia ¿Cómo se llamaba este ermitaño, esposo mío?
—Juan
—¡Eso! Juan. El bautista. Como sea, un manjar. Estos esenios ayunan tanto, que la carne, bien magra, ayuda magníficamente en mi dieta.
EL APRENDIZ
La tarde era por demás calurosa. A lomo de burro, Dan–Istet se dirigía a aprender su oficio de escriba en la Casa de la Vida, en el viejo templo de Toht, en las afueras del oasis de Waht–Smenkht, a diez días de marcha de Uaset, la grandiosa capital del Egipto del junco y de la abeja.
Como todos los días, cuando Ra empezaba su marcha hacia la noche; Dan–Istet llegaba con su cuenco conteniendo tinta de mirra, y una hoja nueva de papiro. Lo recibía el humo dulzón de las flores de nenúfar y mandrágora que los hery–aj encendían temprano, para allanar el camino hacia la sabiduría de los dioses a los que concurrían a la escuela.
Como todos los días, lo recibió el Gran Artesano de la Casa de la Vida, Serj–uef–Shepsut:
—¡Por Horus, toro omnipotente que aparece en la gloria de la ciudad de Men–Nefer! Dan–Istet, pequeño escarabajo de la tierra negra del Nilo ¡Otra vez llegas tarde! Ve inmediatamente adentro a esperar a tu nebef.
Como todos los días, Dan–Istet entró a su sala, se sentó cruzando las piernas en el duro suelo, dispuso el cuenco con tinta a su derecha y desplegó el papiro sobre sus rodillas; a la espera de la llegada del Escriba de los Rollos de Papiros Sagrados en la Casa de la Vida, y Fekety en el templo de Toht, Raperure–ankh–Urhotep.
Como todos los días, seguido de varios hery–anj, Raperure entró al recinto. Miró fijamente a Dan–Istet, entre las volutas de humo y en la penumbra reinante, dijo:
—Nuevamente, pequeña pulga molesta en el gato de Sejmet, he rechazado tus deberes por defectos de forma ¡No aprendes más! Escribirás 10 veces la regla de la escuela.
Y se retiró, con los otros, dejando solo al alumno.
Como todos los días, Dan–Istet contuvo el enojo. Con la visión empañada por las lágrimas, tomó su pluma, la mojó en la tinta y comenzó a dibujar en el papiro, los pictogramas tan conocidos de la regla:
«Antes de ibis o bastón, siempre va buitre»
«Los diálogos empiezan con serpiente»
«Toda oración finaliza con dátil y seguido»
«Las palabras agudas llevan codorniz en la última sílaba…»
TEORÍA DE LA EXTINCIÓN DE LAS ESPECIES
Era la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda.
—Padre.
—¿Si, Jafet?
—Tenemos un problema.
—¿Cual, mi primogénito?
—Resulta que…
—¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano.
—¿Qué querés, Cam? ¿No vés que estoy hablando con Jafet?
—¿Quién carajo hizo estos planos?
—¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahveh Elohim!
—Entonces, el boludo sos vos, viejo…
—¡Blasfemo! —El padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Entonces, interrumpió Jafet:
—Espera, padre. Aunque impetuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema.
—¿Cuál?
—¿Qué te dijo, precisamente, Yahveh Elohim, respecto a las medidas?
—A ver… Acá está. Dijo: «Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura».
—¿Y los codos tomados en qué sistema? ¿babilonio o asirio?
—¡Codos son codos acá y en Egipto!
Cam terció diciendo:
—Y me querés decir, viejo pavo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro?
—Pero…
—Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet.
—No puede ser…
—Si, padre, ya lo comprobamos.
—Pero… ¿Y qué hacemos?
—Preguntale a Yahveh Elohim.
—¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arregle como pueda!
—Y… vos ya lo molestaste bastante. Y por cada tontera. ¿A quién se le ocurre preguntarle si poníamos timbre en la puerta…
En ese momento, entró Naama a la tienda:
—¿Qué pasa acá?
—Madre… —comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió.
—Vieja, están mal las medidas.
—¿Cómo? ¿Seguro?
—Sí, madre —insistió Jafet —. Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre…
Pero entonces, Naama estalló:
—¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije: «¿Estás seguro?». «Sí» me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada? Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos mignones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino, y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada ¿Qué vas a hacer, ahora?
—Y no sé. Yo…
—No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando poner optimismo, pero Naama estaba fuera de si:
—¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que quiso bañarse!
Cam insistió:
—No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos…
—¿De qué están hablando? —dijo Sem, el menor de los hermanos mientras entraba a la tienda. Naama continuó, furiosa:
—¡Tu padre! ¡El elegido! ¡El justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le erre en las medidas! ¡Y le echa la culpa a Yahveh Elohim!
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