RAFAEL GARRIDO GONZÁLEZ, OTRA POESÍA CUBANA
Por Pedro Gandía*
En ninguna antología cubana figuraba su nombre cuando lo conocí en La Habana, en el verano de 1995. Aquel «sin tierra», aquel «palestino», así lo llamaban los habaneros, había llegado a la capital huyendo de la miseria de Oriente, de la hambruna de su reparto, del reparto Van Van, el más castigado de Santiago de Cuba. Fue a cobijarse a casa de su tía, una hermana de su padre, que malvivía en un cuchitril desmigajado de la Habana Vieja. No tardó esta en botarlo, después de robarle sus escasas pertenencias. Como un San Lázaro se fue entonces al final de Marianao, a casa de su otra tía, que pronto emuló a la anterior. Andaba ahora acogido en casa de un viejo travesti negro, que en sus tiempos había sido bailarín de Tropicana y ahora actuaba de friegaplatos en la cocina de un hotel.
En aquel «Periodo de Pinga», como se le llamaba popularmente, no había de nada en las tiendas, ni aspirinas en las farmacias. Por el contrario, las librerías rebosaban de ejemplares todos del mismo libro: Poesías escogidas de Roberto Fernández Retamar. Fue entonces cuando recordé el encargo que me había hecho mi amigo Ricardo Llopesa, al saber que me iba a La Habana a pasar unos meses. Me había pedido que le llevara a Fernández Retamar un diploma en nombre del Instituto de Estudios Modernistas, del que Llopesa es director. El poeta castrista andaba entonces por Cienfuegos, de viaje oficial, me dijo su secretaria cuando me presenté en su oficina. Le entregué a ella el diploma para que se lo hiciera llegar, a su camarada jefe, tan pronto este volviera de la tournée. Lo que juzgué acto gratuito, que no serviría para nada, me sirvió no obstante de mucho. Paseaba una tarde con Rafael por las inmediaciones del Hotel Colina, cuando nos cayó encima un joven policía que andaba patrullando con otro por allí. Como carta de presentación, le extendió un papel a mi acompañante, una multa que tenía que pagarle allí mismo. Exigí explicaciones al policía. Dijo que la tarde anterior, al pedirle la documentación, había echado a correr. De modo que, por desacato a la autoridad que él representaba, por huir, le imponía una multa de tantos pesos. La cantidad era exagerada, se mirara como se mirase. Estaba claro que aquel dinero iría a parar al bolsillo de quien ganaba un dólar al mes, la paga establecida por la Revolución. Le dije al policía que el presunto forajido había estado precisamente todo aquel día conmigo y que quería hablar con su superior. No tardó en personarse el alto mando, quien me preguntó qué hacía en Cuba. Al instante le dije que había venido a entregarle un diploma a Fernández Retamar. Hubo de hacer su efecto el ensalmo, pues nos dejó marchar tras rebajar la multa a treinta pesos. Una semana después, nos enteramos, por el policía bueno y su nueva pareja, de que el policía malo estaba en prisión por robo y extorsión a turistas.
En los regímenes totalitarios, el valor y la grandeza del Artista dependen en gran medida de las convergencias o divergencias de este con el régimen imperante. Los nombres de Severo Sarduy, Cabrera Infante o Reinaldo Arenas no existían en la Cuba de Fidel. A Lezama Lima, que al final de sus días no soñaba más que con comer, y a quien solo se le conoció a nivel popular, tras su muerte, por la película Fresa y Chocolate, el hambre lo devoró voraz. Un joven poeta habanero, que sobrevivía a la locura por hambre vendiendo los últimos libros de su breve biblioteca por las inmediaciones del Parque Coppelia, corría el año 1996, se quejaba de que, si no te apadrinaba alguna vieja momia del club de los escritores, nada tenías que hacer en Cuba, ni un folleto te habrían de publicar. Y menos aún podrías aspirar a que te propusieran para dar charlas en universidades extranjeras.
¿Veía el viejo García Márquez, aparte de a sus queridas niñas putas, la miseria de los escritores populares de Santiago, de Guantánamo, jóvenes y viejos? El Presidente de la Casa de las Américas, que se paseaba en carro por las provincias, ¿no iba a saberlo? Manipulación por consignas, cultura del poder de la incultura. Entre 1994 y 1996, en el tiempo en que conocí Cuba, ser intelectual y ser artista crítico seguía siendo brutalmente perseguido.
Rafael Garrido González había nacido en Santiago de Cuba, el 1 de diciembre de 1976. Su padre natural, cuando, de entre los cubanos del asalto a la Embajada del Perú, marchó con la escoria a los Estados Unidos, lo había abandonado en el vientre de su madre, con dos meses de gestación. El padre nunca lo reconocería como a su hijo, ni se haría cargo de él ni de la mujer cuando, muchos años después, regresara de Portland, Oregon, bañados en oro cuello, manos y boca. Anillos, pulseras, cadenón y dientes le relucían espectaculares. En su niñez y adolescencia, Rafael malvivió con su madre y su abuela, hasta que hubo de salir corriendo, por supervivencia, hacia donde fuera, cuanto más lejos mejor.
Era a su modo un Rimbaud caribeño de la Comuna. Siempre borracho de ron, eléctrico, iluminado. Aquel angelote maldito, aquel perro callejero, resultaba de lo más terrenal en La Habana, en la antesala de la ceniza. Se sabía de memoria Los zapaticos rojos de José Martí, el interminable poema que a todos los niños se les obligaba a aprender en la escuela, como ejercicio de repetición y aceptación propio de los regímenes totalitarios. No tenía otro bagaje poético, aparte de las letras de las canciones de sus idolatradas cantantes populares, Ana Gabriel y otras por el estilo, todas dramáticas, que se sabía de memoria también. Había cambiado la escuela, a la edad de trece años, por la libertad de la calle. Leía con devoción a Cecilia Valdés, el único libro de su propiedad y que a su tía no debió apetecerle. Le regalé los casetes de Tristán e Isolda de Wagner y las Poesías Completas de Rimbaud en traducción española, que había echado en mi maleta para el viaje, y a Paul Éluard y a Evstuckenko, en traducción cubana, pequeños cuadernillos con grapa editados por el régimen que me vendió un particular, y lo incité a que escribiera versos. Un cura de Noruega lo sacó al año siguiente del país. Pocos meses después volvía a Cuba porque decía que no aguantaba aquel frío ni tampoco a aquel cura, al que no le gustaba beber, ni bailar y que se negaba a tener televisor. Corría el año 1996. Los ocho poemas que siguen, me los fue enviando en cartas, por correo, aquel año. He aquí la muestra de otra poesía cubana, en un mestizaje de cánones poéticos, otra forma de ilustrar la perversión del maldito como reescribidor del Universo.
VENUS ES UN DIOS
Cam on, beibi, Ai lov’iu man
Creisi, creisi pipol…
Equivócate, ven.
Equivócate conmigo,
que te la voy a buscar.
Ven, acércate. Aquí está Venus,
¡el dios del amor, el dios de la pasión!
Nunca lo sabrás.
Sé que te gusto,
pero también la quieres a ella.
PALABRAS DE LA ESTRELLA
Suavidad, presencia única de mi ser.
El viento sopla el deseo, no me olvides.
Las noches de locuras,
los besos que nos damos,
la pureza, ¿qué otra cosa nos queda?
Vagamos, y te gusta.
Luz y razón contigo.
Te deseo en un todo.
Me quieres o me dejas.
Que el agua corra, corra.
Existes, sé que existes porque te estoy amando.
Volverte a ver de nuevo puede ser real.
Porque te quiero, aguantaré los sufrimientos
del gran camino a la sabiduría.
Este deseo loco que me ata a tus recuerdos
es sed de amor.
Aquí, aquí está el Ángel de la Oscuridad.
Su mano pulsa el grito del sentir.
Rayo que me acompaña en un vivir sin rumbo
y me abre las heridas de este amor para siempre.
Aquí estoy, enterrado con las manos al aire.
Un grito deslumbrante, el horror de las cosas.
Que el guardián de la noche me socorra.
No cojas lucha con la vida.
El destino es sabio, y bien lo sabes.
Te habla la estrella que tú amas.
Te lo dice con sus cinco puntas,
con sus cinco talismanes de la suerte.
Ahora sé el amor.
Que la suerte nos cubra y vuele el tiempo.
VISIÓN
Sed de amor, desgracia infinita.
Noche de palidez que quema.
Me ciega un paraíso de sombras.
El piano desafina en la ruptura.
Toda esperanza está perdida.
Qué bella noche, todo triste.
No quiero esta realidad sino tu recuerdo.
Con un poco de ti sobrevivo,
pues nada dura para siempre.
Solo te veo a ti ahora.
Solo tú y yo, en un todo.
ESTRELLA QUE SE DESHACE
Ningún cielo redime de este infierno.
Oh santa oscuridad, que no amanezca.
Engaño del corazón, consuelo único,
dame el olvido y líbrame del mundo.
Por la ciudad iluminada te recuerdo.
Parece que fue ayer cuando tus ojos
brillaban en las sombras de la noche.
¿Quieres mi mano? Ya la tienes.
A tus labios me entrego sin miedo ya a perderme.
¡Corramos a la victoria!
El Centauro te ayuda, y lo traicionas.
Los ángeles descienden iluminando el sueño.
En lo oscuro te borras lentamente.
Mi alma vuela lejos
buscándote.
CASTIGO DE LA LUNA
El arco de ceniza
se sumerge en mis venas.
Deseos derramados.
El sueño de la vida.
VASO DEL SACRIFICIO
Lo caliente se enfría,
y lo húmedo se seca.
Dame el misterio de tus ojos.
El juego terminó.
DÍAS PERDIDOS DE LA RAZÓN
La dicha de lo oculto.
Un instante incurable.
Irrita lo excesivo
el orden de las cosas.
TRISTÁN E ISOLDA
Bendito sea el puro amor.
Cantemos juntos a los dioses
y todo eso.
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Este artículo fue publicado en Letralia, Año XXI, Cagua, Venezuela, 11 de noviembre de 2016
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* Pedro Gandía nació el 4 de agosto de 1953, en Cuenca. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia, cursó a su vez estudios en el Conservatorio Superior de Música y en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos. Sus estancias en París, entre 1974 y 1976, marcaron su educación literaria. Ha sido pintor, escultor en hierro, profesor de literatura y marchante de arte. Vive, en la actualidad, entre Valencia y Londres y se dedica exclusivamente a la fotografía, el videoarte y la escritura. Es autor de los poemarios: Sábana Blanca – Sábana Negra (1973), Cacería (1983), Tríptico del Tiempo, la Belleza y la Muerte (1983), Columnata (1990), Amuatar (1992), Bajo una luz antigua -poemas en prosa- (1993), Helixs -en catalán, Premi Josep Maria Ribelles- (1998), El perfume de la pantera (1999), Acrópolis –Premio Internacional de Poesía «Hermanos Argensola»- (2011) y Luz Negra (2014). Ha publicado las novelas Burdel (2000) y La Habana y después (2011). Y ha traducido, entre otros, a Oscar Wilde, Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Gérard de Nerval, Eugénio de Andrade, Sandro Penna y Paul Valéry.