ANA Y EL ESPEJO
Por Diana Araujo Pereira*
La puerta que da a la calle respira humedad y letargo. El calor se las arregla para filtrarse por las paredes. Es sábado y no se escucha ningún chillido. Es sábado y la siesta es sagrada. El pueblo duerme su cotidianidad y respira somnoliente a la espera de la navidad que ya se acerca. Es diciembre y el calor cobra su pago.
Ana no pudo dormir. Ni de noche ni tampoco en la siesta. La cabeza en los preparativos de la fiesta, la tensión por su importancia no le dejan pegar ojo hace ya varios días.
Una fiesta privada. Solitaria y silenciosa como siempre han sido sus fiestas. Para ella misma, para celebrarse y con nadie más.
Pero esta navidad quiere que sea diferente. Ana se va a presentar, se va a mostrar, se va a permitir traspasar la puerta del dormitorio para hacerse Ana, por primera vez, en familia. Está decidida y lo va a cumplir.
Entre los preparativos están el nuevo maquillaje y la ropa por estrenar. Se mira frente al espejo y se dice a sí misma que todo va a salir bien, que se calme, que se tranquilice. Sus ojos le dicen claramente soy Ana. Y sus labios, que mienten año tras año, serán verdaderos en esta navidad: llevarán la verdad que tiene Ana en sus adentros hacia fuera.
Como un pacto santificado de Ana con su misma presencia, como la resurrección de Cristo tras el sufrimiento en el calvario. Ana se ha decidido, baja definitivamente de la cruz en navidad. Y todos van a estar felices por su verdad, por su felicidad. Ya es víspera. Ya los ojos se lo dicen más abiertamente frente al espejo.
Ana viste el cuerpo de su propia alma. Se peina, se maquilla y se perfuma siguiendo su ritual de conversión. Y ya casi a las doce se presenta a la familia. Por primera vez abre la puerta del dormitorio a la espera de poder habitar de otra manera el mundo.
Está feliz y pide, con cariño, a sus hermanos, a sus padres y vecinos, que por favor le llamen Ana, que por primera vez por favor le llamen Ana, porque siempre ha sido Ana pero crucificada hacia adentro.
Las risas empiezan despacio, pero se van haciendo cada vez más nerviosas hasta que ya se convierten en un tiroteo de malas palabras. Cae sobre Ana una lluvia de carajos, de hijo de puta, de maricón de mierda y de otras voces que le ensucian el ritual tan sagrado y le manchan de por vida el momento anhelado.
Ella no entiende que no le entiendan a ella. Ella ha salido y ya no puede volver. Ha cumplido su destino, ha dado los pasos del rito, ya no puede encerrarse otra vez.
Las sonrisas se hacen llantos y siguen cayendo sobre su cuerpo como tormenta de verano, fuerte y agresiva, invasora, destructora.
Ana corre puerta afuera. Sus ojos apenas dicen soy Ana. Su boca les ruega que le miren, que la vean, que la amen a ella, Ana.
PIEL NEGRA
Se le ponía la piel de gallina siempre que pasaba por aquella esquina. Su piel negra contrastaba con las paredes blancas que la circundaban hasta llegar a la pequeña plaza del barrio, donde el espacio se abría y se ampliaba, y con ello se le escurría por entre los poros el temblor de los callejones vacíos y de las callecitas desiertas que dejaba atrás. Todas las mañanas y todas las noches seguía el mismo ritual, la misma performance del miedo y la rabia. Apretaba las manos y caminaba con pasos firmes.
Consciente de las miradas que la atravesaban como lanzas por los costados, sus pasos aún así se firmaban y golpeaban las piedras de la calle. Su cuerpo era un fardo hecho entero de curvas, que se insinuaban por debajo de la ropa que vanamente intentaba cubrirlo; curvas sinuosas y propicias a derrapajes. Apenas soportaba este peso. Todas las dietas del mundo nunca pudieron atender a su antojo de delgadez, la invisibilidad que tanto le gustaría tener. Todas las mañanas se enfrentaba a las curvas y los tejidos, hasta resignarse y golpear la puerta de casa con la misma corazonada de todos los días: el peligro de las curvas en la ciudad.
Había aprendido desde la infancia, con las memorias de su madre y demás mujeres de la familia, sobre los peligros al acecho, sobre los deseos escondidos, sobre las violencias de las miradas. Sabía de los túneles que tendría que cruzar para alcanzar la seguridad que, de hecho, nunca había llegado a probar. Su mamá le decía que tenía que ser buena. Que si fuera recatada nada malo le pasaría y ninguno de los presagios se haría realidad. Cumplía con el deseo de su madre, pero el cuerpo parecía desconocer su razón.
Y fue justamente cuando cumplía los 18 años, en una noche que sería como cualquiera, después de un día más de trabajar, tan cansada como cualquier otro día de su corta vida, cuando tuvo que enfrentarse a la furia de aquellos ojos ajenos. Esta vez no pudo escaparse, el brazo que la tiraba con fuerza y el cuchillo en el cuello le impidieron gritar o huir. Equilibrándose sobre el hilo de aire que le quedaba en el pecho y sobre la línea de cielo que alcanzaba a distinguir entre los movimientos convulsivos del cuerpo que la perforaba con tanto desprecio, sentía el dolor que le atravesaba el vientre y la náusea del abismo que se acercaba despacio.
MI CASA ES EL DORMITORIO
Mi casa es el dormitorio. Mi mundo es mi dormitorio. En él caben mis esperanzas, deseos, sufrimientos. Quiero ser escritora, quiero que mi ventana me lance hacia donde la imaginación me pueda llevar. Me aíslo en el dormitorio, bajo el reproche de mis padres, que me desean el destino normal de las mujeres: que me casara y que les diera nietos.
Ellos son tristes, soy su única hija, y sigo viviendo en mi mundo preciso e incontaminado. Por las grietas del tejado me yergo y comando el universo. En mi pequeño dormitorio soy la señora de las horas y de los silencios. Escribo todo el día. A veces, despierto de madrugada y en medio de la oscuridad empiezo un nuevo poema.
Escribir no es cosa de mujeres, me dicen ellos, pero en mi pequeño dormitorio las palabras son mías. Y no me importa el futuro. La soledad es el bálsamo que necesito. El tiempo me pertenece.
Pero un día todo cambió: ante mi ventana, siempre abierta al campo, al verde de la finca, veo otro paisaje. Cuatro hombres que me miran de soslayo. Sin pudor o cuidado. Me miran, y es como si me tocaran. Se les ha contratado para reformar el tejado.
A partir de este día se cerró mi ventana. Por más que extrañara el cielo y la luz, reencontré la paz. Lo que no sabía es que los hombres seguían fuera, en espera, junto a la ventana.
Nada más terminar todo el servicio, entraron por la casa. Abrieron la puerta de mi dormitorio con largas sonrisas, como si vinieran a celebrar el final del trabajo.
Mi padre intentó impedirles, pero estaban borrachos y poco dispuestos a conversar. Mi madre tiró a mi padre del brazo y yo, aunque a metros de distancia, pude escuchar qué decía su mirada. Mi padre aceptó el reproche de mi madre, bajó los ojos y se calló. Ambos se alejaron y dejaron que pasara lo inevitable. Si era yo una hija ingrata, siempre aislada, que no les quería como esperaban, que no les daría nietos, que no cumpliría su rol en el guioncito del mundo.
Sobreviví tres días. Tres días de tormento físico, de dolores insoportables, pero tres días de un tormento aún más grande, que venía de lo más profundo del alma. ¿Cómo perdonarles? ¿Cómo perdonarme?
No dije ninguna palabra. Ellas ya no me pertenecían. Lo único que hice fue levantarme al tercer día para poner fuego a todo lo que había escrito. Por detrás de las llamas pude ver lágrimas en los ojos de mis padres. No lloré, no recé, no hablé. Me acosté y morí.
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* Diana Araujo Pereira (Río de Janeiro, Brasil, 1972) tiene tres poemarios publicados: V(i)entreadentro (con Adolfo Montejo Navas, RJ, plaquette poética, 2006), Otras Palabras/Outras Palavras (RJ, editorial 7Letras, 2008) y Horizontes Partidos (New York, Artepoética Press, 2016). Participó como poeta de las antologías Cancionero Pluvial del Iguazú (Lima, Casa del Poeta Peruano, 2012), Multilingual Anthology (New York, Artepoética Press, 1014). Ha sido invitada a Festivales Internacionales de Poesía: IX Encuentro Literario Internacional de Misiones (Argentina, 2012), Casa Tomada (Casa de las Américas, Cuba, 2013), The Americas Poetry Festival of New Yokk (Nueva York, 2014) y el VIII Festival Internacional de Poesía de Guayaquil Ileana Espinel Cedeño (2015). Ha ganado el primer lugar del Premio Cataratas de Conto e Poesia, de la Fundación Cultural de Foz do Iguaçu, en la modalidad cuento, en 2010. También es Profesora de Literatura en la Universidad Federal de la Integración Latinoamericana (UNILA), en Foz do Iguaçu, Brasil. Se doctoró en Literaturas Hispánicas por la Universidad Federal de Río de Janeiro, en convenio con la Universidad de Sevilla. Como traductora, ha colaborado en la traducción de los siguientes poetas (en versión para el portugués y el español): Antonio Cisneros, Pedro Granados, Juan Gelman, Omar Lara, Hildebrando Pérez Grande, Marco Lucchesi, Carlos Aguasaco y Mercedes Roffé, así como de diversos libros de arte (Anna Bella Geiger, Regina Silveira, Paulo Bruscky, Liliana Porter, entre otros). Tiene artículos y poemas publicados en revistas especializadas.
Extraordinario.!!!!!!.