Literatura Cronopio

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Una palpitación frenética se apoderó de tu ser y empezaste a sudar como un toro de lidia en su crepúsculo definitivo. Sin duda, esto superaba incluso la más optimista de tus expectativas; de allí que no se te ocurriera ni cómo responder. No obstante, comprendiste de inmediato que debías observar una calma radical si no querías echarlo todo a perder. Un paso en falso y Anka Voicu jamás volvería a reportarse, eso seguro; una palabra equivocada y adiós ensueño. Digitaste la contestación meditando muy bien cada término, cada letra:

“Hola. Sí, soy yo, Filomeno”.

El mensaje siguiente no se dejó esperar; si mucho, tardó cinco minutos:

“Me alegra que estés ahí, Filomeno…”

Y vos, cuatro minutos después, quisiste aventurarte un poco más allá:

“¿Se te había perdido el papelito?”.

Los intervalos siguientes se fueron acortando, hasta llegar al tiempo mínimo requerido para redactar las frases:

“Lo importante es que me has respondido…”

“No, lo importante es que estás ahí, Anka”.

“¿Prefieres llamarme así, Anka solamente?”.

“Si no te molesta”.

Esta vez la contestación se demoró diez minutos; es decir, diez eternos minutos. Hasta que lograste leer:

“Puedes llamarme como quieras…”

Respiraste tranquilo finalmente; sin embargo, caíste en la cuenta de que, quizás, estabas apurando demasiado las cosas. Decidiste entonces hacer un monumental esfuerzo de contención para no estropear aquel lunes prodigioso:

“Bueno, Anka, me despido por hoy. Mañana te escribo de nuevo”.

“Vale”.

Por más que aquella fue una noche evidentemente feliz, no podrías decir que tuviste un descanso tranquilo. Demasiadas imágenes poblaron tu sueño y la ansiedad te despertó en varias ocasiones a lo largo de la madrugada. Ya en la mañana cumpliste tu compromiso con Paquita asistiendo a una grabación rutinaria, empalagosa. Desde temprano habías resuelto que te comunicarías con Anka Voicu hacia el final de la tarde, pues, al parecer, ese momento le venía bien. Pero la mujer se adelantó y te escribió justo después del almuerzo:

“¿Dormiste bien?”.

Tus dedos reaccionaron más rápido que tu entendimiento, así que digitaste con plena limpieza:

“Sí”.

Y lo que vino a continuación te dejaría perplejo; incluso, durante varios segundos, sin aliento:

“¿Solo…?”

¡No podías dar crédito a lo que estabas leyendo! ¡Ella quería saber si tenías pareja! Te animaste a dar el siguiente paso:

“Sí, solo. ¿Y tú?”.

Esta vez no hubo demoras ni regodeos:

“También… sola”.

Antes de que pudieras evitarlo, tu instinto bravío se puso al mando de la situación y te ordenó embestir sin más dilaciones. ¡Anka Voicu, la mujer que te había robado el juicio, no tenía por qué permanecer más tiempo sola! Escribiste:

“Me gustaría que nos viéramos y que saliéramos a tomar algo”.

Ahora la respuesta se tardaba. Seis, siete, ocho interminables minutos:

“Todavía es demasiado pronto. Prefiero que esperemos un poco más…”

“¿Cuánto?”.

“No te desesperes, guapo, yo te lo diré cuando sea el momento”.

“Me gustaría oír tu voz. ¿Puedo llamarte al menos?”

“No todavía”.

Esa tarde no hubo más mensajes; pero la siguiente, sí. Y todos los demás días de aquella última semana de enero. Siempre dieron lugar a largos, prolongadísimos intercambios verbales parecidos a un baile de cangrejos. La mujer daba dos pasos al frente, vos uno; ella otro, pero hacia atrás; vos dos hacia adelante. Así se la pasaron, para adelante y para atrás, hasta que te cansaste, Filomeno, con justa razón. De manera que para el lunes siguiente ya habías tomado una determinación: si Anka Voicu no aceptaba una cita para ese mismo día, darías por terminada toda esta historia. Te dispusiste a notificarle tu decisión; sin embargo, no llegaste a hacerlo porque un mensaje entrante lo impidió. Era una comunicación que enviaban de la empresa en donde contrataste, al arribar a España, tu servicio de telefonía móvil. Decían:

“Su factura ya está lista. Tiene una cuenta pendiente por valor de 175,40€”.

¡Ciento setenta y cinco euros con cuarenta céntimos! ¡Se trataba de un gran error! ¡No era posible que la cuenta del teléfono costara prácticamente lo mismo que el arriendo mensual de tu habitación! Saliste, presuroso, hacia la tienda en la cual te habían vendido aquel desastre. Un amasijo hecho de angustia y rabia te zumbaba dentro de la cabeza durante el recorrido, te oscurecía la mirada y te eclipsaba todas las demás cosas del mundo. Tan pronto como llegaste, una muchacha de tajante cortesía procedió a atender tu reclamación.

──Efectivamente, señor… Filomeno Cortés  ──dijo mirando la pantalla de un computador──: su factura suma ciento setenta y cinco euros con cuarenta céntimos.

──¡Pero de qué, por Dios!

──Veamos el desglose ──declaró con sus modales distantes y empezó a leer ──: tráfico nacional: 8,56 euros; llamadas internacionales: 26,90 euros; servicio RL: 115,75 euros; IVA: 24,19 euros; total: 175,40 euros.

──Y ese “servicio RL”, ¿qué significa?

──Usted me lo dirá, señor Cortés…

──¡No, señorita  ──afirmaste fuera de casillas ── usted me lo va a decir! ¡Y ahora mismo!

──Verá, señor Cortés: ese código significa Red Line; o sea, servicio de mensajería erótica…

──¿“Erótica”? ¡De qué me está hablando!

──Le estoy hablando de una contratación que usted ha activado y que seguramente ha estado utilizando durante este periodo de facturación.

──¿“Activado”?

──Efectivamente, señor Cortés: la gente suele darse de alta con ese tipo de empresas respondiendo cada mensaje que le envían al móvil. Y una vez hecho esto, todo cliente está obligado a pagar.

La sensación de un fastidio inextinguible se apoderó de tu alma, cercenó tu voz, se te empozó en la mirada y aturdió tus pasos. Te marchaste de aquella tienda absolutamente abatido. Caminaste unas cuantas calles hasta llegar a Plaza de España. Allí te derribaste sobre una banca a mascullar tu rabia, tu impotencia. Miraste los transeúntes que iban y venían a tu alrededor y te sentiste náufrago en un océano de gente extraña. El cielo se tornó más oscuro que nunca y supiste que ya no tenías fuerza para seguir soportando la tiranía de aquel invierno. Súbitamente, tu teléfono empezó a timbrar. Dudaste por un instante; pero, en última instancia, resolviste contestar:

──¿Hola?

──¿Filomeno?

──Sí, ¿dígame?

──Soy Anka Voicu…

──¿Quién?

──Mira  ──dijo la voz con una ere inequívocamente áspera ──: estaba limpiando mi habitación y me encontré un papelito…

──Sí, sí, me acuerdo  ──interrumpiste ──, ¿dónde habías estado?

──Bueno, conseguí algo temporal en un bar; pero ya se ha terminado. ¿Vas mañana a lo de Paquita?

──Claro, por supuesto…

──Pues allá nos vemos entonces.

──Vale.

Tan pronto como ella colgó, un espectáculo que nunca habías presenciado en tu vida llegó a ponerse ante tus ojos. Infinitos y maravillosos copos de nieve empezaron a caer sobre ti, a juguetear con el aire, a danzar entre las ramas secas de los árboles. Rápidamente fueron armando tapices discontinuos sobre las aceras, los prados, las calles y los tejados. Te agachaste para recoger un puñado de nieve y, al tocarla, una certeza mágica te acarició como una revelación: cuando se viste de blanco, Madrid es la ciudad más hermosa del mundo.

──Para Soranlly ──

Alejandro José López Cáceres. Pulse para ver el vídeo:
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* Alejandro José López Cáceres (Colombia, 1969). Ha publicado dos libros de ensayos: «Entre la pluma y la pantalla» (2003) y «Pasión crítica» (2010), dos de crónicas y entrevistas: «Tierra posible» (1999) y «Al pie de la letra» (2007), y uno de cuentos: «Dalí violeta» (2005). Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Actualmente reside en España y es candidato a doctor en literatura por la Universidad Complutense de Madrid.

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