LA OCASIÓN LA PINTAN CALVA
Por Ramiro Restrepo U.*
La tienda quedaba en toda la esquina. La atendía don Abelino, su dueño. Era oscura, sombría como él. Quizá él también fuera una fantasmagoría. Era un solterón no por convicción, sino por su desfigura. Se hizo rico negociando los artículos de primera necesidad para gente pobre que no podía vivir sino al fiado. Allí acudíamos todos los vecinos que sólo podíamos comprar al menudeo y llevábamos la pobreza como una mácula en los pantalones desmechados, la camisa rota y los pies descalzos.
Cuando terminábamos el partido de fútbol callejero, íbamos a donde Lino, nos tomábamos la licencia de llamarlo así, y pedíamos gaseosa con pan. Él confiaba en nosotros. La confianza era virtud en épocas ha y Lino no imaginaba que en ese barrio de inopes pudiera haber ladrones. Porque, además de míseros, todos éramos tan cristianos: confesión, comunión y misa casi diaria. Así que finiquitada la bebida del líquido azucarado que para nada nos quitaba la sed, le decía a Lino: «Lino, la vuelta: te pagué con un billete de veinte». Ahora es difícil hacer eso: me cuentan los recién llegados que es frecuente lo prepago, que hasta las Vírgenes de Media Noche lo son y si uno lo quiere se las producen con algoritmos. Eran tiempos remotos, repito. Esto lo cuento sin saber dónde estoy, porque llevo como veinte años muerto, creo. Él, despistado, me devolvía diecinueve pesos. Yo salía muy contento con mi bolsillo lleno. Así aprendí a robar: para poder ir a la realidad que nos mostraba la pantalla gigante del teatro del barrio, alquilar las aventuras que nos deparaban las revistas, alquilar la bici, comprar las empanadas de iglesia y poder ver las chicas bonitas que las hacían. La falta de dinero nos tentaba —presumo que aún lo hace— y con la confesión y un padrenuestro bastaba para saldar las culpas. Así debe seguir siendo. Me imagino que todavía hay ladrones pobres, porque, me cuentan los recién llegados, los de cuello blanco pululan. En cambio por aquí no veo ningún ratero pobre, ni ninguna rata de cuello blanco. Imagínense, diecinueve pesos diarios cuando el salario de mi cucho era de dos pesos a la semana para mantener seis chinos. Yo apenas me iniciaba en los números, pero me daba cuenta de la desproporción y decía para mis adentros: «Ser pillo paga». Algo muy extendido hoy, según las noticias inalámbricas que caen por aquí. Pero la bendita consigna tuvo sus bemoles en mi caso: mi testosterona comenzó a funcionar con aceleración y a tener circuitos eléctricos que se activaban cuando veía o pensaba en una caribonita que tenía su coquetería. Pero su hermano, un granuja peor que yo, al que apodábamos Memo, quiso darse visajes de puritano y le contó que yo no era de fiar porque estaba tumbando a don Abelino. Hasta ahí me llegó el intento de ser un Don Juan con la petisa Gloria.
Lino tenía una ilustración colgada en la pared en la que aparecían dos señores: uno, desilusionado sentado en una mesa, que decía: «Yo vendí a crédito». Otro, panzudo, con tirantas, sonriente, que decía: «Yo vendí al contado». Yo intuía la aparición del infortunio y le advertía: «Lino, ¿para qué tienes esa lámina si no le paras bolas?, te vas a arruinar por vender al fiado». Pues no me hizo caso, terminó en la bancarrota cuando los vecinos empezaron a perder sus trabajos y no pudieron pagarle. Ahí también cambió mi rumbo.
Lino era un pobre diablo que sólo sabía de su negocio. Una vez lo seguí con el ánimo de curiosear sus debilidades caseras, gastronómicas y sexuales. En estas era experto en el juego del solitario, no tenía Dama del Anochecer alguna, en gastronomía su saber era nulo; sólo se comía un huevo con arepa y se tomaba un café negro por la noche y su casa era un desastre: un basurero y un armazón de telarañas.
El tendero cerró su cuchitril mercantil, se encerró en su nido de arácnidos donde dormía y presa de la depresión, la soledad y el hambre se le dio por muerto. No hubo quien lo llorara, no tenía pasta. La podredumbre y la municipalidad se encargaron de él.
Yo me fui consolidando en el mundo del hampa. Formé mi propia banda de rufianes sin temores. Lo que había que hacer, se hacía: asaltar bancos, ser sicarios, chantajear políticos corruptos —este fue nuestro mejor negocio—, vaciarles las herencias a las viudas jóvenes y de paso jodérnoslas —algunas nos rogaban que calmáramos sus pasiones corporales—. Con la policía, nothing problem, con buenos peculios tenían. Ya no nos confesábamos: una metralleta, el escapulario de la Virgen del Carmen y una veladora en la casa prendida por mi madre eran suficientes. Todo se justificaba ahora por la cucha: que tuviera un buen rancho, unas buenas mechas, su TV de cuarenta pulgadas y plasma, su paseo anual a San Andrés o Miami, sus tejas elegantes para las fiestas. Para mí lo más importante era mi moto de alto cilindraje y sin silenciador, las parrandas de diciembre con la barriada para que supieran quien era el Rey del parche —yo era el paganini y que lo supieran todos—.
No crean que fui un maleante cualquiera, no señores. Fui buen camaleón. Estudié y llegué a ser de los buenos, nada de malevo de poca monta: era de buen vestir (ropa de marca, los altos no me iban a dejar atrás; ellos tenía su gusto y sus billetes, y yo tenía mi parné y les ganaba en gusto pues me ilustraba en las mejores revistas del jet set y en los catálogos internacionales), mis ojos verdes eran como para revista de farándula, sombreros que los de la alta no se tiraban, seductor y buen conseguidor de damiselas de clase alta y de baja cama.
¿Mi acierto, me preguntáis? Sencillo: manejar los hilos del poder sin figurar, otros eran los Hermes a mi servicio: politicastros de bolsillo, figurones ladrones del erario. Pero qué me importaba, si yo obtenía lo mío. Yo tenía mi justificación ética (para los ignorantes, pues yo le daba valor a mí comportamiento): El país estaba enlodado en la corrupción de los políticos y de los empresarios y con la impunidad social coronada de mierda, ¿iba a vivir con mi familia bajo salarios de miseria? Ni de vainas, me respondía.
Yo detoné la bomba con mi estilo de buena vida, pero también la publicidad, el auge de los centros comerciales, el vestir de los jóvenes ricos ayudaron en su expansión: nadie quería la vida zarrapastrosa, todos deseaban estrenar y vestir bien, el último televisor, las mejores playas para los paseos con las novias. Fue así como el lumpen se apoderó de los barrios, no sólo del mío. Bueno, ahí estamos: atracadores, secuestradores, drogadictos, prostitución infantil. Y la «gente de bien», paranoica, pidiendo policía y seguridad. Pobres, no se dan cuenta que el mal está en ellos, enfermos de ostentación. Nadie quiere vivir en la miseria, mientras otros vivan en la opulencia, eso ofende la autoestima de los miserables.
Bueno, sólo quería contarles esto desde un lugar, ahora me acuerdo, llamado Lejos. ¿Qué cómo llegué? Imagínense ustedes un cuento.
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* Ramiro Restrepo U. Economista de la Universidad de Antioquia, especialista en Política Económica de la misma universidad. Es profesor jubilado de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Ha publicado varios artículos en revistas de economía como Ensayos de Economía, Cuadernos de Economía, Revista Economía Colombiana. Asimismo, varios cuentos suyos han sido publicados en Revista el gran mulato, Revista elMalpensante.com y Autoreseditores.com