Literatura Cronopio

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IRA

Un fuerte olor a rosas le llegaba desde el corredor. Era diferente, sin embargo, del olor que recordaba de su infancia y pronto tuvo memorias vibrátiles de las rosas campestres que crecían muy cerca de su casa y que alguna vez había recogido con ternura para llevárselas a su padre agonizante.

Todo estaba ya perdido en la distancia de los años. El momento presente y el indefectible olor de las rosas era lo único que le quedaba. Había estado durante toda la mañana cocinando el banquete para los amigos de su esposo. Los tres hombres llegarían en cualquier momento y ella tendría entonces que buscar una distracción para ellos. Una copa de vino y un viejo álbum de fotos, quizá.

Albert no se había levantado de la cama en los últimos días. Parecía como si estuviera resignado ante el dolor y la pesadumbre de los miembros. Ella había hecho todo lo posible para intentar recuperarlo, verlo sonreír y caminar —trabajosamente acaso—, por los cuartos de la casa y admirarlo mientras leía en la sala, sus viejos libros desgarbados.

La idea de invitar a los amigos de Albert era únicamente suya. Él no había mostrado ningún signo de aprobación o desencanto con la idea. Solo la total indiferencia que lo caracterizaba ahora. Nadie podría culparlo. El dolor de sus piernas era abrumador. Los terribles esfuerzos que realizaba para hacer hasta la más estúpida de las cosas, lo dejaban exhausto y hondamente triste.

María colocó suavemente todo cuanto tenía en las manos, en un punto indeterminable de la gran cocina, caminó hasta el corredor, tomó algunas flores y subió la escalera. Al abrir la puerta encontró a su esposo sentado en la cama luchando con el propio peso de su cuerpo. Algunos bellos blancos como la nieve comenzaban a aparecer en la barba de Albert y fue entonces que María se dio cuenta de cuánto se parecía él a su padre.

Se acercó con cautela y colocó las flores sobre la almohada. El hombre las observó por un momento sin decir nada. Siguió, sin embargo, atrapado en la futilidad de su empresa irrebatible. Sus movimientos eran leves y cansados. El aroma vegetal de los tallos comenzó a esparcirse por la habitación y fue entonces cuando Albert le dijo a María: —Las malditas flores ya no huelen como antes.

La luz se derramaba abundantemente por las ventanas abiertas. Otros olores, parecían ser más apropiados para ese día, para ese momento. Albert pudo sentir la peste humeante de los charcos bajo el sol; los funestos y cenizos fantasmas de smog que escapaban de los miles de automóviles en las calles.

Albert luchó un poco más para vestirse. De pronto María recordó los juegos infantiles que habían dejado atrás hacía tanto tiempo. Ella solía escribir con lápices de colores sobre el pecho de Albert, algunas palabras sin sentido que él tenía que adivinar por la presión sobre su piel.

Albert se sentó nuevamente sobre la cama, buscando patéticamente con los pies la textura hueste de sus zapatos. María se sentó a su lado y comenzó a besar sus brazos y su cuello a la espera de alguna inadvertida posibilidad de revivir aquella felicidad nunca olvidada pero tan lejana ahora.

Empujó al hombre con cuidado sobre la cama y se dirigió después a su tocador. Encontró un lápiz amarillo y delgado. Acarició el pecho desnudo de Albert confundiéndolo con el cuerpo marmóreo de su padre fallecido hacía tanto y sin embargo, tan irreprimible y doloroso en el momento presente. El olor de las rosas parecía haber escapado a través de las ventanas y ambos se dieron las gracias por eso, mutuamente. El aroma estéril que reinaba en el cuarto era propicio para intentar; una única vez, aquel juego elemental que se hacía cada vez más incierto y borroso en la memoria de ambos.

—Es solo un juego —dijo María, y comenzó a arrastrar suavemente la punta del lápiz sobre el pecho de Albert. Pasaron unos segundos de gratuita incertidumbre y al cabo, ambos reían con una emoción contenida y durante un momento lograron adivinar los pensamientos del otro, en una vorágine de ternura.

Albert intentaba adivinar cada palabra, cada sílaba fluctuante e invisible. María había colocado su mano sobre los ojos de su esposo y con gran destreza dibujaba las líneas que se borraban en seguida en la cartografía de su piel.

Un golpe muy leve en la puerta de la casa hizo que ambos pararan de reír. Los tres hombres, los tres amigos de Albert invitados por María, habían llegado y esperaban en el umbral tibio de la tarde. Un amargo sentimiento de culpa embargó a María. Ella había invitado a los hombres, pero había también intentado recuperar aquella felicidad inocente y automática del pasado, no obstante ahora ambos elementos se anulaban mutuamente.

Sabía que no podía fingir ahora ni nunca, una sonrisa hipócrita y serena ante los hombres que usurparían pronto su infantil felicidad. Tampoco podía ignorar su existencia y arrojarse de lleno en la utopía general de la imaginación, pues Albert eventualmente se levantaría para recibir la visita de sus amigos.

María tenía los ojos cerrados y obedeciendo a un impulso siniestro de la inconsciente frustración de su ser, clavó con desdén la punta del lápiz sobre el pecho de Albert. Tenía los párpados apretados aun cuando comenzó a manar un hilillo violáceo de sangre reptante y cálida. La herida no fue grave, pero aquel irremediable acto final, habría de alejarlos aún más y María lo sabía. Albert se colocó una camisa después de limpiarse un poco la desgarradura diminuta y palpitante.

María abrió la puerta maquinalmente y abrazó a todos los hombres de la misma manera, sintiendo por todos y a la vez por sí misma, una idéntica y lánguida pero silenciosa ira. Cuando todos los hombres se sentaron a la mesa, Albert apareció cojeando y María ya no pudo confundirlo con su padre, no pudo precisar el origen de aquel rostro y aquella mirada. Simplemente le era completamente extraño o pasajero.

Luego de unos minutos y mientras todos charlaban, uno de los hombres le dijo a Albert —Estás sangrando, amigo —con lo que todos llevaron sus miradas hasta el pecho del hombre adolorido —fue solo un juego, —respondió Albert mientras miraba fijamente a María.

Ella se levantó rápidamente para buscar un pañuelo y una camisa limpia. No podía precisar cuál de los hombres era el elemento fundamental de su ira, el objeto en el cual encarnaría su desesperada amargura, pero de repente escuchó la voz de Albert que decía —Si, las malditas flores ya no huelen como antes, —y entonces María lo supo.

EL ODIO A LA UTOPÍA

Al regresar, una mujer que adivinó desnuda, estaba recostada impasible en medio de su cama. Sus ojos negros lo encontraron sin palabras ante la imposibilidad del momento. Elías estaba en pie, canjeando sus pensamientos, inútiles acaso, ante la clara presencia de aquella misteriosa mujer.

No pudo inaugurar un diálogo o avanzar hasta la carne delicada del cuerpo femenino que yacía despierto y atento a sus movimientos torpes. Una oleada de esperanza vino sin embargo a recompensar su miedo aletargado y estúpido. Aún en la más completa ignorancia, un leve y silencioso eco de felicidad lo hizo sonreír.

Elías sorprendió la metamorfosis del rostro femenino: La mujer había sonreído también. Luego, víctima del cansancio y la duda, Elías endureció su rostro y arrojó sobre la mujer una mirada penetrante y lasciva. Antes de que pudiera siquiera advertirlo, un movimiento rápido y seguro transformó de nuevo la escena. Ahora, la sábana que cubría hacía unos instantes solamente las formas de la mujer, había sido arrancada por una fuerza sobrenatural, yendo a estrellarse contra el muro derecho de la habitación. Los senos blancos, circulares; tímidamente extendidos paralelamente sobre las costillas delicadas, formaban una figura geométrica indecisa que iba a perderse en los contornos de los brazos, laxos y frágiles.

Inesperadamente el ruido rojizo que tiñó las mejillas de Elías, bautizó el resplandor difuso de su excitación espiritual. Esta nueva señal sorprendió levemente a la mujer. Tomó un cigarrillo que Elías no podía precisar real o no, y comenzó a fumar deliberadamente como si aquello fuera una afrenta para la naturaleza desdichada del hombre.

La línea humeante que escapó de los labios escarlatas, se esparció como danzando una rúbrica macabra. El olor amargo y lejano del cuerpo joven que poseía Elías en todo el esplendor de su mirada, llegó a alterarlo verdaderamente.

—¿Quién demonios eres? —le preguntó con la mirada tan vecina ahora de la furia y la locura. Quiso imaginar la voz de aquella criatura. El sonido salobre que resonaría en el infinito hueco de sus entrañas imposibles. Intentó crear, producto de su imaginación y sus memorias, un nombre con que llamar al ser que yacía irreverente, intruso, desnudo completamente en medio de la cama.

Un nombre distinto de las formas nebulosas que comprendían su sexo infantil y raso —inmaculado acaso—, el torrente indómito de la lujuria, escondido en la longitud del fémur y la honda cabellera que podía adivinarse tras la sutil envergadura de los hombros y el sensual contorno de la espalda.

En el silencio, Elías pudo apenas advertir la marcha cruda del reloj que auspiciaba la crisis de su delirio. Se arrojó sin misericordia hasta el otro extremo del cuarto, buscando un arma letal con la cual conquistar, insatisfecha y amargamente sin embargo, la verdad.

La pluma que tantas noches había estado entre su mano húmeda y paciente, se alzaba amenazante contra la silueta de la mujer anónima. Elías tomó un trozo de papel sucio e indecente; como el acto reprehensible de la mujer al fumar sobre su cama, amparada únicamente por su existencia hasta entonces imposible y arcana. Cerró los ojos, intentando concentrarse. En el dorso pálido del trozo de papel, escribió con la pluma desgastada y enmagrecida «Amor». Al regresar el odio a la utopía, yacía desnudo en medio de su cama. El símbolo de todo lo perdido era una única palabra en medio de la nada.

EN TIEMPOS DE LA INFAME GUERRA

Su perfil tosco moría ante el flagelo de la luz. Era como una sombra alada anidando sus pesares en las pupilas húmedas de la frustración y la zozobra. Yo aún era un niño, recuerdo sin embargo, que Chucho el Arriero, daba magia fácil a palabras desconocidas para mí, con el eco de su voz derecha. Recordaba con pesar los longos años que trabajó en la cárcel de la capital, se refería siempre con desprecio a los desgraciados que había tenido que vigilar en celdas famélicas, rancias de humores muertos o peste de días de excomunión y soledad.

—El silencio se estanca en la garganta, es como una enfermedad, como veneno. La mente se queda sorda y el corazón se hace mudo —decía aquel gigante de aspecto culpable y cansado que me narraba sus ayeres en las sendas pedregosas, rodeados por la silueta olorosa de la yerbabuena y el manantial de leche fresca de los animales. Nunca dudó al llegar al clímax de sus relatos: Todos los presos que llegaban al pabellón sexto, eran fusilados luego de varios días de reflexiones inútiles sobre sus crímenes.

Pero en una ocasión se deshizo en hondos lamentos. Fue en vísperas de año nuevo y los campesinos de alegres rostros buscaban con premura el vino y el aguardiente. Aquella noche, Chucho se instaló en el corredor de la casa. Los gritos de júbilo nos llegaban del pueblo y las fincas vecinas, mientras la música se confundía con los sollozos de los guaduales.

Por los últimos días azules del año de 19… el gobierno había proclamado indulgencia para los condenados a muerte, sin embargo había uno, un «rojo» —había oído decir de boca del director de la cárcel—, que no podía ser perdonado, puesto que pensaba en contravía de la dictadura militar que gobernaba el país.

Chucho tenía órdenes de permanecer en el sexto todos los días, sintiendo cómo el silencio se le fermentaba en la boca, dado que las sombras y la humedad no tenían palabras para él. Tenía que vigilar a aquel desgraciado; único presidiario en el pabellón, recostado en el catre rojo por el óxido, donde tantos fantasmas le contaban tristes anécdotas acerca del final.

—Si este maldito rojo no se hubiera dejado poner las manos encima, los ruidos secos del pabellón estarían desahuciados, desempleados… —Se repetía hecho presa de la frustración. —Yo vigilaría la mirada candorosa de mis hijos que han de estar paciendo la infancia dulcemente sobre el pecho de mi mujer.

Los días avanzaron pesadamente; como cargando cruces negras hacia un Gólgota imposible, llenos al mismo tiempo de un lánguido y triste aire, en tanto que al desgraciado se le escapaba el hambre y, más que nada, el sueño. Chucho no lo había visto dormir. Parecía inmerso en una meditación infinita. Charcos y goteras de culpa se formaban en derredor del condenado, pero ninguno le empapaba la cara o las vestiduras, que no eran otra cosa que una mala suerte de trapos rasgados.

La muerte se aparecía entonces como un buitre deshojado o como un árbol harto de otoñales vientos. Vestida con largas lágrimas de flores negras, picoteaba el reloj marcando los minutos, uno tras otro. El condenado no se movía, estaba como muerto, como si en su espíritu hubiera anochecido prematuramente.
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