Literatura Cronopio

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Mita sin mito

MITA SIN MITO

Por Walter E. Pimienta Jiménez*

[x_blockquote cite=»Coco Chanel» type=»left»]«Viste vulgar y solo verán el vestido, viste elegante y verán a la mujer».[/x_blockquote]

Le decían cariñosamente «Mita». Su verdadero nombre era Margarita (o es, si sigue viva), y de ella lo que inicialmente esta crónica dirá es que fue la primera mujer «chofer» que luciendo finos guantes blancos de seda, vi en el pueblo. Y también quien, previamente a otras, se atreviera a vestir de hombre y así ataviada montara a caballo haciendo los dos ejercicios con la pericia no de un varón (porque en el pueblo no todos los hombres eran choferes ni sabían montar a caballo), sino de una mujer que restándole por completo importancia a los sometimientos fastidiosos de la sociedad de antes, pidiéndole más cordura en su forma de ser, de paso, le violentaba así el justo derecho a ejercer lo que ahora llaman la expresión de la libre personalidad.

«Mita», para entonces, estaba recién llegada de los Estados Unidos, país donde sus padres la habían mandado a estudiar en tiempos en que no todas las mujeres estudiaban y mucho menos en el extranjero.

La verdad, de verdad, no pasaba para nada inadvertida en el pueblo la presencia de «Mita» a donde quiera que llegara; reconociéndose también en ella no solamente sobrados méritos de buen desempeño al volante sino, además, ese virtuosismo febril con que se desenvolvía haciendo de mecánica cuando la «GMC» de don Santander, su padre, se le dañaba y ella, con altos conocimientos de retórica y práctica automotriz, precisa y acertada, embadurnada de grasa por todas partes, la arreglaba dejando a los curiosos y entendidos con una invariable cara de sorpresa incontrovertible viéndola también, ayudada por nadie, desmontar y montar una llanta o, sucia de tizne y aceite, destornillador en mano, darle arranque al motor probando al vehículo la barra de cambios o limpiándole el carburador que, en mitad de la carretera, se le intoxicó por exceso de gasolina.

«Mita» manejaba a 120 kilómetros por hora. Era una poetisa de la velocidad, diciendo con ello a muchos que el llamado sexo débil podía, en determinadas circunstancias, ir más lejos de lo que generalmente su camioneta andaba si en verdad deseaba ser una motorizada vencedora en la ardua competencia de la vida.

Morena clara, ni alta ni baja de estatura, de piel bien cuidada, de cintura como avispa y nalgas paraditas, de cabello negro ondulado, de ojos negros expresivos, poderosamente hermosa y saludable, «Mita», cierto, muy cierto, no tenía las maneras almibaradas y remilgadas de las señoritas fatuas y presuntuosas de ese tiempo; pero no por esto carecía de ese gesto femenino en su trato y su actuar, sin dejar de darle curso a su peculiar forma de ser, para muchos extravagante y para muy pocos normal u ofensiva.

Era «Mita» resistente a toda forma de rigidez social, capaz de modificar el régimen de las lluvias y de apresurar el ciclo de las cosechas, sin limitarse al disfraz de las apariencias, con los pantalones bien puestos y montada sobre cuatro ruedas, no sólo fue un símbolo rebelde y anti machista de su época con derecho a ser quién, sino que, criteriosa y desavenida a las reglas, contrariaba así a la cursi opinión pública de aquellas calendas.

A la alcaldía, a sus fincas, a las tiendas, a los bailes, a todas partes, «Mita» iba siempre vestida de hombre, no con el propósito de hacer el ridículo como la gente creía, sino buscando con esto garantizarse la legalidad de vestir invariablemente fiel a su conveniencia y como le gustaba y, así, en forma pacífica, transitar por las calles del pueblo en su caballo palomo, llevando fusta de castigo, polainas y zamarros puestos, inconsciente de que aquello rompiera la normalidad cotidiana y se le viera estrambótica en términos del inspector de policía que alguna vez quiso ponerla presa porque, además, fumaba, tomaba coca cola, conversaba con hombres, masticaba chicle en público y, «en nuestra perfecta sociedad» aquello era una falta grave al respeto aparte de que, según él, se le notaba amachada.

Hombres y mujeres, estremecidos ante el hecho, salían a la calle con el único propósito de ver a «Mita» vestida dizque con ropas sacrílegas; pero guardándose para sí el cobarde comentario de que así les parecía hermosa y le lucía… En tanto ella, orgullosa de la admiración que despertaba su espíritu moderno, gozando con lo suyo, lastimaba a propósito la anticuada sobriedad pecadora del pueblo, ignorando el mal disimulo de aquellos corazones cicateros.

Prócer del vestir distinto y del pensar distinto, «Mita», sabedora de que ninguna legislación terrenal le prohibía lo que hacía, de espaldas al mundo, fastidiando puritanos irredentos con su indumentaria, alguna vez para demostrar a todos quién era, a pie, luciendo fina falda de muselina azul rey, salió a la calle vestida de decente mujer y entonces no fue su elegante traje la comidilla del día sino su colorida pañoleta y, siendo así, perdido por la gente el sentido de la normalidad, volvió a lucir de hombre en la seguridad de que era toda una mujer satisfecha de serlo, con secretos amoríos especulativos asimilados a la categoría de noviazgo con un miembro de la fuerza aérea, nativo del pueblo, capaz de fusilar a quien se metiera con ella… y en aquel estado de cosas simples y adocenadas, donde todo podía ser trivial a la falsa comunidad cristiana que se encargó de clasificarla como deshonesta y de modos poco edificantes, para «Mita» las cosas acabaron cuando el padre Hernández, con la iglesia llena, desde el púlpito, un domingo de abril, mirando a su feligresía con ojos acusadores, con voz de señalamiento y ordenado por Dios, a todos dijo este diciente sermón de seis palabras.

—El vestido no es el pecado.

HISTORIA DE UN HOMBRE QUE NO SABE QUIÉN ES

[x_blockquote cite=»Henry Friedrich Amiel» type=»left»]«Aprende a ser lo que eres, y aprende a renunciar de buen gusto a todo lo que no eres». [/x_blockquote]

Juan creía que era Juan; siempre lo había creído. Siempre. Es más, en su cédula de ciudadanía dice, nombre: Juan José Molina Molina y así él lo admitía.

Entre amigos hay conmigo quienes, al principio, a Juan tratábamos de Juanchito; pero ahora no sabemos por qué, en el fondo del fondo, ya aceptamos que Juan no es Juan. Él nunca se preocupó por saber quién fue su padre. De su madre sí; fue una venerable mujer que, al morir, lo dejó muy niño y sin más hermanos y sin parientes. Yo conozco desde hace mucho tiempo al tal Juan pero considero que, en verdad, él no es Juan y que más bien lo supone. Pienso por ello que si Juan fuera mejor Alberto, sí supiera a ciencia cierta que se llama Alberto y no Juan sin la necesidad de dudarlo…

Alguna vez Juan fue al banco central y allí empezó la cosa de la cosa… una señora que le miraba y le miraba y le miraba, intrigada, no se resistió y le preguntó:

—«Perdone señor, ¿este…, es usted por casualidad el doctor Régulo Reyes Reyes?… Se parece tanto a él».

Y, repito, desde allí, Juan comenzó a dudar que fuera Juan.

—Es lo que usted cree señora; pero soy Juan, Juan José Molina Molina.

—No le creo. No lo creo. Me está mintiendo. Dígame la verdad.

—No es mi culpa. Si yo fuera Régulo Reyes Reyes, que tengo entendido es Senador de la República, no estuviera aquí buscando un préstamo. Estuviera robándole al Estado.

—¿Insinúa usted que el doctor Régulo Reyes Reyes es ladrón?

—No lo sé ni le conozco. Usted es quien insinúa que yo soy él.

Otra persona, que se encontró con Juan un domingo en la tienda de la esquina donde él suele tomarse de vez en cuando algunas cervezas, con un abrazo efusivo lo saludó y le llamó Pedro Manuel Gutiérrez Gaviria, y Juan empezó a comprender que el asunto no le era agradable para nada y por lo tanto ha estado tratando de demostrarle a todo el mundo que en efecto él es Juan, Juan José Molina Molina; pero por mucho que trata de demostrarlo, la gente no le cree.

En adelante, Juan empezó a darse a conocer por sus dos dignos apellidos, Molina Molina. Mas había tantos Molina Molina en su pueblo natal que Molina Molina era cualquiera y entonces aquello fue como buscarle una quinta pata al gato.

De ahí en adelante, ha habido quienes le confunden con el conductor del bus de placas AK 8967. Alguien le creyó ser Rafael González Olivares. Uno más, bastante desorientado, supuso que era el padre Fausto Pérez y no faltó quien, viéndole una tarde en la banca de un parque le dijera:

—Ya sé quién es usted… Benito Hernández Jiménez, claro, mi antiguo compañero de clase en la escuela primaria… pero si casi no ha cambiado nada. Usaba pantalones con cargadores… ¿se acuerda?… ¿Y no se acuerda también de la vez que nos expulsaron por dos días al haberle escondido la tarea de matemáticas a Galo?… ¿Qué se haría Galo?… Benito, te juro que yo nunca más lo he visto… Usted era el verdadero dolor de cabeza de la maestra Ruth.

—No siga, señor, soy Juan José Molina Molina… Juan José Molina Molina… Está confundido. Ni soy Benito ni estudié con usted, no conozco a ningún Galo ni fui el dolor de cabeza de la seño Ruth.

—No señor, es Benito Hernández. Yo conozco al legítimo Juan José Molina Molina y él es más alto que usted.

Indignado, Juan, que para todos ya empezaba a no ser Juan, se levantó del asiento preguntándose:

—Carajo… no, no puede ser… no puede ser… ¿Cómo es posible que la gente no sepa quién soy?

La situación más grave, sin embargo, no la he contado todavía. Ana, la mujer de Juan, lo dejó porque reparando bien en él, una noche le dijo:

—Tú no eres Juan. Eres Tomás Alfonso Coronell. Por 23 años he vivido engañada por ti.

Y ella, agarrando a sus tres hijos, se fue.

Ahora, Juan no duda… él no es Juan. Su nombre no le identifica ni se queda en la memoria de nadie. De Atenógenes, de Otoniel, de Mateo, de Drigelio, de Alfonso, de Rogelio, de Adolfo, de Erasmo, de Aquileo, de Simón y pare de contar, le han llamado y nunca como Juan… y Juan no se explica por qué si su nombre es un nombre sencillo, fácil de pronunciar, fácil de escribir y de traer a la mente… Si es un nombre hasta poético y musical…

La verdad verdadera, Juan ya no soporta no ser Juan. No quiere ni presentarse ante otros porque esos otros se le adelantan y en tal caso es Jesús, es Roque, es Cayetano, es Demetrio, es Martín, es Carlos, es Toribio, es Gustavo, es Ariel, es Santiago… pero no Juan aunque lo reclame.

Juan quiso consolarse en la satisfacción de que su nombre era nombre de personas famosas. Juan Ramón Jiménez, Juan Pablo II, Juan el Apóstol, Juan Rulfo, Juan Tenorio, Juan el Bautista, Juan de la Cosa, Juan de Mena, Juan de Acosta… pero él era un Juan sin talante… un Juan de los de abajo… algo así como ser absolutamente nadie siendo Juan…

Cierto, Juan quisiera llamarse hoy Óscar, Luis, Ángel, Salomón, Marcelino, Javier, Pablo, Benjamín, Napoleón, Miguel, Héctor, Cristóbal… pero ante la imposibilidad de aclarar por siempre este lio, ha acabado en la conformidad de consentir no saber quién es… ¿no es así Venancio?
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. El existencialismo en plena crisis se vive en este cuento maravilloso… Sencillamente buenísimo… Felicitaciones.

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