PERROS AMORES… AMORES PERROS
[x_blockquote type=»left»]«Los perros son, casi siempre, como los humanos los hacemos».[/x_blockquote]
Yo no sé qué hace «Lindbergh», mi perro, enamorado de «Blanquita» si ella ni le para bolas. Es de una raza distinta a la suya y, además, muy pequeña para él… Cuando lo miro parece decirme con sus verdes ojos: «Estoy enamorado; me ha partido el corazón la vecina… Me gusta esa hembra»…
Yo, de ser él, me ahorro ese dolor que dice le da ahí… en el corazón… ¿Qué sentiría ayer al verla con «Pirata», el perro de la Calle del Palenque?… Vi que temblaba todo, que se orinaba nervioso, que le faltaba el aire… Enamorarse es como enfermarse, pienso…
«Lindbergh», ante los desaires repetidos de «Blanquita», se desahoga ladrando. El ladrido de un perro desahogando su pena de amor, es distinto, muy lastimero… Es lo primero que hace en el día y desde bien temprano… Yo quisiera ayudarlo; pero cómo. Ella, la muy ladina, viene a la casa cuando Conchita, su dueña, no le guarda suficiente comida y él corre a olerla por todas partes y le da su comida… Interesada… Cree que no nos damos cuenta…
Si ustedes lo vieran. «Lindbergh» mueve su corta cola con la mayor alegría y le ladra dulce haciéndole insondables preguntas de amor; pero ella no lo quiere, quiere la comida que él le regala con ojos de lamento.
Me entristece la situación de «Lindbergh», lo veo aburrido… Su historia de amor es muy triste y por más que ladre y ladre, «Blanquita» no cede a sus pretensiones. «Pirata», el de la otra calle, le roba el sueño. Poco se valora, su novio es viejo, flaco, sucio, feo y garrapatoso… En cambio mi perro, de color chocolate, de lacio pelo lanudo, de ojos verdes, alto, esbelto, limpio, aseado y buen mozo, no le interesa para nada… así son las perras… ¿No creen ustedes?
El caso es que la malvada de «Blanquita», en efecto, le ha robado a «Lindbergh» su corazón y él, tan noble como es, no se ha robado el de ella. Es que él ni robar sabe siquiera. Nunca ha cometido en la casa ni en la de los vecinos tal fechoría como sí lo hace «Pirata», el de las orejas caídas.
En ocasiones, «Lindbergh» me mira y en su silencioso idioma perruno; es decir, en «perroñol», me cuenta su drama. Le suda el hocico. Yo, creyendo que «Blanquita» no le acepta porque tiene los dientes sucios, se los observo; pero los tiene de un blanco impecable… Grandes y puntiagudos como para coger a «Pirata» y destrozarlo; pero él no pelea ni siquiera con «Micifuz», mi gato. No les miento, hay una perrita donde el señor Bartolo que está enamorada de «Lindbergh», se lo dijo una vez en tres ladridos que decían «te quiero mucho»… pero qué cosa, entiendo su mirada y me confesó: «No me gusta esa gata»…
En muchas o pocas palabras, la traga, el mal de amor, el daño, el perjuicio, el deterioro anímico, la ruina emocional, el estrago canino, la calamidad, la dolencia, el padecimiento y el detrimento en cuatro patas de «Lindbergh», es «Blanquita», «Blanquita», la de Conchita… Qué vileza, qué maldad, qué injusticia… No he visto una perra más infame…
Yo pienso que «Blanquita» más bien odia a «Lindbergh»… ¿Pero será que los perros, igual que los humanos, también se odian?… Por lo menos él no; le regala el apetitoso hueso nuestro cada día… Sería un buen padre y le daría unos hijos muy inteligentes y fieles a sus amos… Entonces qué razón tiene para no quererle… Cualquier perra no despreciaría un perro así… pero, quién entiende a las perras; tienen los sentimientos en la punta de la cola…
Cuando salgo a jugar con «Lindbergh» a la calle, salta y hace piruetas acrobáticas para que «Blanquita» lo vea y en sus ladridos le dice: «Mira lo que soy capaz de hacer… ¿Te gusto?»… Y la huele por todas partes y entonces comprendo que entre los perros no existe el amor a primer olfato… En tanto en sus ladridos le repite y le repita: «¿Qué tiene el sucio “Pirata” que no tenga yo?»…
Por ahí hay una hermana de «Blanquita» que también está enamorada de «Lindbergh»; es simpática; pero él solamente la quiere como amiga… igual, hay perras de malas en el amor.
Yo creo que mi perro es un perro poeta con desventaja porque, entre los perros no se ganan las perras con dulces ladridos sino con salvajes y sangrientas peleas que se acaban cuando uno de los dos o, ambos, por amor mueren… Y ellas, orgullosas de saberlo…
«Lindbergh», pestañea y pestañea y cae fulminado cuando «Blanquita» lo mira, pero lo de ella no son miradas de amor… son miradas de hambre pidiéndole el apetitoso hueso nuestro de cada día y, él, él, se vuelve loquito por ella y entusiasmado la invita a un paseo, pero nada de nada… Conchita, que vigilante la ve en esas, asomada a la ventana, la llama y la regaña. Así sucede siempre, siempre…
Y regresa, y me mira con ojos eternos, distintos pero iguales, y, con ladridos de tono agridulce, me dice: «No pasó nada… como siempre… Esa vieja la llamó y la regañó».
Una vez «Lindbergh» cazó un conejo; fue llevado por mi papá al monte e hizo allí lo que todo perro hace: ladró a las vacas, a las iguanas, a las zorras; jugó en el pasto, se bañó en el arroyo, y a «Blanquita» para nada tal hazaña le importó: «Yo también hubiese hecho lo mismo» fue lo que le contestó.
Pestañeó triste y ladró como cantando una pena de amor.
Ayer, «Lindbergh» fue más atrevido que nunca, con su hocico le robó un beso a «Blanquita» y ella, molesta y airada, dando un salto de perra karateca, le mordió el rabo… Es como cuando la pretendida le da a uno una cacheta, creo…
Lo que siguió fue un desastre. «Lindbergh», arrepentido, entre aullidos le pidió disculpas, corrió para la casa, empujó la puerta y de un salto se abrazó a mi pecho. Le sobé la cabeza y con su mirada de ojos verdes volvió a decirme: «Es inútil, no me quiere»…
Esa vez lo sentí humillado, avergonzado. Nubló la vista y lloró como lloran los perros enamorados de quienes no les corresponden. Lo confieso, yo también estuve a punto de llorar y para consolarlo le dije: «No pierdas el tiempo, “Blanquita” es sorda y fea»… Y como rechazando lo que dije, rabioso me mostró los dientes.
Ahí está de nuevo «Blanquita», sin vergüenza alguna, ladrando y buscándolo para que «Lindbergh» le regale el apetitoso hueso nuestro de cada día… Y él, enseguida, sale a saludarla… Está enfermo de amor, lo dice el agite de su cola que es como le manifiesta sus nobles y honrados sentimientos… Y preso de una extraña inquietud, gime como un niño… «Tengo que conocerte más», le dice ella con ladridos caprichosos, con tal de que él le regale su comida.
Quise decirle: «tonto, ya está bueno… no le implores más». Pero sabiendo que se negaría a aceptar mis palabras, guardé silencio diciéndome para mis adentros: «Tanta perra bonita que hay por ahí»… Pero el amor de los perros, a modo del de los humanos, es ciego y lleno de tarascones y mordidas…
A «Blanquita» no le interesaba más que su porción de huesos. Tomó el suyo entre los dientes y se fue sin mayor explicación. «Lindbergh», gruñó como reclamándole; pero una falsa mirada de amor que ella le diera, suavizó las cosas. Esa fue la última vez que la vi y que él la vio. Esta mañana ha ocurrido algo grave, hace poco me enteré que un mal vecino que usa sombrero de paja, cumpliendo lo que dijo porque ella un día lo mordió, dándole vidrio molido con carne, la mató… El de «Lindbergh» por «Blanquita», qué tristeza, fue un amor sin principio y sin final, una historia que ahora escribo como ocurrió y que hubiese querido escribir de otra manera…
Conocida la triste noticia, abracé a «Lindbergh». Con sus ojos húmedos me dio la acostumbrada mirada triste de sus ojos verdes y entonces, entre dolidos aullidos, estimaría que me dijo: «Aún no me creo que no esté a mi lado. Puedo oler su perfume, oír sus ladridos, estoy seguro de que en cualquier momento entrará por esa puerta y me dirá que ya está aquí. Pero no sucederá. Ya se ha ido. Y aunque su ausencia sea un dolor muy grande, quiero decirle adiós, adiós mi vida. Espero que ese otro mundo del que siempre me habla mi dueño, sea placentero. Yo seguiré por esta tierra, y confió que algún día nos encontremos.»
«Lindbergh», hoy está triste, muy triste, quiere morirse… no me pregunte de qué… creo que de amor…
HISTORIA DE LA NEVERA DE ANTONIO
[x_blockquote cite=»Anónimo» type=»left»]«Agua fresca la da la tinaja, no de plata sino de barro». [/x_blockquote]
Para historias, esta que así comienza… Acontece que, desde ahora y dicho con los requisitos e ingredientes del cuento, a fin de que todos conozcan este singular suceso, Antonio, en la obligatoria necesidad y ejercicio de refrescarse y quitarse la sed, tendrá que acostumbrarse a beber agua helada como desde hace algún tiempo suele hacerlo la gente civilizada y decente de Sabanalarga. Antes, él la tomaba fresca y de la tinaja de la abuela quien la heredó de sus bisabuelos y estos, a su vez, de los tatarabuelos, quienes fueran los primitivos dueños de la misma en la edad de barro y cuando el criollo y necesario «utensilio» del hogar, mucho más allá de la Época de la Conquista, fue considerado la más grande invención indígena, junto con el desarrollo geométricamente progresista de saber nuestros nativos el oculto secreto para dividir en dos partes estrictamente iguales un calabazo dotando a esta (a la tinaja), de dos prácticas y útiles totumas como típicas piezas de una natural vajilla hecha de palo… lo que trajo en consecuencia la modificación total de una vida en la que la gente, en tiempos en que no existían los pozos artesianos, achocorando las manos, así bebían agua de las corrientes en los arroyos…
¿Que por qué digo que en adelante Antonio debe acostumbrarse a beber agua helada como lo acostumbra la gente civilizada y decente de Sabanalarga? —se preguntarán ustedes—. Y la respuesta es de lo más sencilla, porque las cosas tenían que suceder como sucedieron… y sucedió que él, Antonio, en consideración al progresista desarrollo de su pueblo, invitando a amigos y familiares para que fuésemos testigos de lo que ahora narro, se compró una nevera.
Dicho hasta aquí lo anterior, esta historia no tendría ningún interés en ser leída por ustedes porque, en efecto, cualquiera con su dinero, sobreviviendo a la socorrida expresión: «estoy muerto de la sed; quiero agua helada»… sabiéndose vivo, se compra una nevera; pero el caso es que la legendaria tinaja que en casa de Antonio se usaba para, a totumadas, mitigar la anónima sed que atravesaba el alma de los suyos en este clima ardiente sin límites, perdió desde esa vez su categoría de cosa acostumbrada y como trasto viejo inexpresivo, a falta de ser reemplazada de una manera más natural ya que ni siquiera estaba rota y todavía enfriaba, fue sacada de la cocina dando lugar y espacio a una «no frost» de empinada forma que, gracias a la locura de la tecnología, «habla» con voz de nevera diciendo en qué temperatura está y a cuántos grados bajo cero congela la cubeta de hielo y la gelatina… ocurriendo que tan pronto al fluido eléctrico él la conectó, con hiperactiva inquietud, a cada rato abre el susodicho aparato y mete la mano en éste para ver y sentir si enfría, cosa que no tenía necesidad de hacer con la tinaja de la abuela que, silenciosa y connatural, guardaba del barro cocido con que la crearon, la fantasía de refrescar el agua dándole a esta el milagro de quitar la polidipsia por ochenta días…
A Antonio, con esta vaina de su nevera, toca decirlo, le pasó lo que a Pedro Marchena que, inmisericorde y hambriento, mató y se comió el gallo basto que le despertaba todos los días a las cuatro de la mañana, reemplazándolo por un reloj despertador equivocado y absurdo que, perdiendo lo peor que puede perder un reloj, extravió la noción del tiempo y, en tal caso, le despierta desorientado a mediodía con un timbrecito mecánico, maricón e inexpresivo que le hace levantarse apurado en tanto que el diáfano, sonoro y repetido clarín del colorado emplumado, en forma innata, metiéndosele por el oído derecho, que es por el cual más oye, le avisaba en forma exacta el deseo del amor mañanero…, placer que ahora no vive y que, en su voz, queda expresamente dicho cuando, febril y conmovido, esto a su mujer expresa: «…ñerda mija, disculpa, fue que me cogió el día»…
Como lo leen, ha entrado así Antonio al mundo de lo mecánico y artificial colocando en un olvidado y desolado rincón del patio de su casa, la colonial tinaja que de sus ancestros patrimonio fuera, vasija imprescindible, buena por dentro y por fuera, doméstica constancia de cuando en Sabanalarga la vida era más serena que ahora y tenía la comarca algo de pueblo poético, porque la gente, satisfecha en la dignidad y humanizada en la caridad, sin negarla ni venderla como pasa hoy, al fatigado viajero, bendita agua de ahí, de la tinaja de la abuela daba. Cuenco de cuatrocientas dinastías en la que, por orden de Dios, para aliviar la avidez del hombre, cabían todos los ríos y arroyos del mundo…
Hay una gran distancia histórica entre la «no frost» de Antonio y la tinaja que él recibiera de la abuela. A esta (a la «no frost»), le falta el toque humano del que nunca careció aquella (la tinaja), perdurable a la Guerra de los Mil Días y de la cual su abuelo, con una totuma rebosante de agua bendita que se bebiera asustado, se le bajó el miedo del bombardeo con que los amigables conservadores de Sabanalarga hicieron correr, en tales furibundas calendas, a los liberales apenas armados de palos y de buena voluntad…
De veras, siento nostalgia por la tinaja de Antonio. Ha sido suspendida en el tiempo porque él, incorporándose a las costumbres de la gente de ciudad, de su «no frost» quiere beber agua que le destemple los dientes y que le obligue a decir: «No joda, agua helada está esta»…
Ya nunca más volverá Antonio a tomar agua de la tinaja que le regaló la abuela porque, el extraño animal mecánico que compró, de raro origen y de desconocida historia, sin parentela familiar con él y sin partida de nacimiento en la ninguna mansedumbre de las manos que la fabricaron, hasta tiene el turbulento amanecer de descongelarse cuando se va el fluido eléctrico y, entonces, en la reyerta de un día caluroso y de subida sed que trepa y quema la garganta, qué triste y recordada se le hace la tinaja de la abuela cual cosa que en la cola del patio de la casa, duerme su derrumbe mientras él y los suyos, ardiendo en el hipo de la incertidumbre, enojados y mirándose desconcertados unos a otros, se dicen: «¡No jodaaaaaa, a qué hora irá a vení esa hijueputa lu»…
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Las presentes crónicas y cuentos aparecieron bajo el título de «Crónicas del otro Macondo —Historias para ganarle al olvido—», en el periódico Alhaurin de la Tore (Málaga, España). Son parte del próximo libro de crónicas de Walter E. Pimienta.
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* Walter E. Pimienta Jiménez es escritor costeño, nacido en Juan de Acosta, departamento del Atlántico (Colombia). Docente, periodista y escritor. Licenciado en Español y Literatura. Ha publicado las siguientes obras: «Añoranzas de mi tiempo», becada por el Fondo de Cultura del Departamento del Atlántico. «Historias de por aquí», publicado por Edición Fama Producciones. En preparación: «Cuentos cortos de lo ni tan común ni tan corriente», «Mis abuelos eran un cuento», «La hora una» y «Fatal, fútbol fatal». Colaborador habitual en el Diario La Libertad y el Diario El Heraldo de la ciudad de Barranquilla. Contacto: walter53pimienta@hotmail.com
Muy buenos… Felicitaciones
El existencialismo en plena crisis se vive en este cuento maravilloso… Sencillamente buenísimo… Felicitaciones.