EL ÚLTIMO ATARDECER
Nairobi salió a trabajar al bar de los rusos en la playa del Caribe cuando el ocaso estaba a punto de terminar. Levantó un poco de arena tibia y pisó la baldosa fría del restaurante cuando ya era de noche. Caminó a oscuras hacia la barra y encendió la batería de hidrógeno. Todo el restaurante se iluminó solo, los ventiladores se activaron, las ventanas se abrieron y una canción en ruso comenzó a sonar a todo volumen en el estéreo. Nairobi saltó del susto y bajó el volumen del rústico equipo de sonido. Micaela entró sonriendo y cantando, en un ruso aprendido de borrachos, el coro de la canción anterior. Nairobi sintonizó la emisora local en español, subió el volumen y entró a la cocina.
–¡Estuvo tremenda la fiesta anoche! –gritó Micaela.
–¿Qué pasó al fin? –respondió Nairobi de un grito.
–No imaginas –atravesó la barra, colgó la chaqueta y se puso el delantal de trabajo–. La niña esa nunca llegó.
Nairobi volvió con el delantal y el gorro puestos y llenó una tetera con agua de la llave de la barra.
–¿No? ¡Qué lástima! El joven estaba bien ilusionado. Ve a encender las antorchas y alistamos para abrir, don Ivanovich llega después de las 7, está con la familia viendo «El último atardecer».
–Ayer en la noche alcancé a ver la última función en el Teatro Central. Usted no cree en eso, ¿o sí?
–¿En qué?
–En lo que pasa en la película. El último atardecer del mundo y la gran ola.
–Pues, que algún día nos vamos a morir y se va a acabar el mundo, sí, Micaela, pero para eso todavía falta un poco. Por ahora vaya y prenda las antorchas que hoy ya atardeció y además no he visto la película esa.
El agua hirvió y Nairobi sirvió un termo entero. Lo cerró, lo agitó y sirvió un traguito en el pocillo de juguete que usaba como dije. Se lo tomó hirviendo con los ojos casi cerrados y volvió a abrirlos, cuando Micaela volvía de la playa con la yesca y los fósforos usados en la mano. –¿Hoy vas para la casa?
–Yo creo, sí.
–Bueno, nos vamos juntas, avísame cuando llegue el primero –Nairobi se alistó para regresar a la cocina con el termo en la mano y preguntó. –Micaela, ¿y al fin qué pasó con el joven Ivanovich?
–La esperó como dos horas y se emborrachó. Sacó a gritos a los pocos clientes que había, escuchó punk y bebió hasta caer desmayado.
–¿Y todo bien?
–Sí. Bebió más que todo vodka y solo. Yo apenas me tomé un trago. ¡Cantamos! –Micaela sonrió y Nairobi se giró.
–Ay, pobre niño… –suspiró en voz alta antes de salir a la cocina.
–¡Pobre! Me dio tanta lástima… ¡Como a eso de las nueve cambié la botella de vodka por una de aguardiente y quedó inconsciente el pobre! –completó Micaela riendo y bajando las sillas de las mesas.
–¿Qué?
–Sí, cuando sacó a todos, yo aproveché, lo dormí y cerré rápido para ir a cine. Llamé a don Ivanovich para que lo recogiera y me llevó hasta donde mi madrina. Luego nos fuimos con ella y mi hermanita al teatro Central, nos perdimos la publicidad, pero alcanzamos a ver «El último atardecer» desde el principio.
–Menos mal imaginé eso –dijo Nairobi en tono de sarcástico– …A la próxima, avísame para yo estar tranquila, por favor… –Nairobi salió a la cocina y Micaela comenzó a alistar la barra para servir.
Las antorchas brillaban blancas a la orilla de la playa invitando a los pocos clientes que se hubieran animado a salir para cenar. Esa noche no hubo muchos y don Ivanovich llegó con la bruma marina, después de las 8. No se quedó más de 15 minutos. Se puso la máscara de oxígeno en el cuello y dejó ver una gran cara de cansancio; dio un par de órdenes vagas y regresó a su casa. Micaela cerró las ventanas y activó la batería H para filtrar el aire y hermetizar el sitio del exterior. Con Nairobi alistaron las últimas bandejas de comida y cerraron después de limpiar y apagar todo, un poco antes de las 10. Salieron con sus máscaras de emergencia puestas y caminaron hasta la casa con la luz de la luna filtrándose por entre la espesa y tóxica bruma.
Ambas vivían a las afueras del pueblo, en una casa compartida. Llegaron caminando y entraron por atrás sin hacer mucho ruido; despresurizaron la casa por seguridad y se quitaron las máscaras tranquilas. Nairobi subió a ver a sus hijos y Micaela fue al pequeño invernadero a fumar. Encendió la luz y vio las hortalizas descansando agachadas. La apagó otra vez y fumó en la oscuridad. Cuando terminó, fue a ducharse para quitarse el sudor, el cansancio y la bruma de la noche. Abrió la llave de la ducha y se enjuagó todo el cuerpo con agua tibia. Se limpió, habló con el agua unos minutos, descansó y con la sensación de angustia apaciguada, cerró la llave, agradeció y fue al cuarto a descansar. Nairobi acababa de limpiar con paños húmedos el rostro de sus hijos y de apagar la película de peces animados con la que se habían quedado dormidos. Los arropó y salió del cuarto con cuidado. Micaela pasó por el pasillo para darse las buenas noches y ambas fueron a dormir.
Micaela y los niños durmieron profundos, como después de jugar todo el día en el mar, pero Nairobi se acostó agotada y con la bruma marina en todo el cuerpo. Se despertó varias veces durante la noche y soñó, una y otra vez, un sueño muy parecido entre sí. Nairobi era niña de nuevo y veía a un hombre salir del mar con una enorme ola atrás, que cubría todo el cielo. Miró a su mamá al lado y le preguntó si antes había mariposas en el mar, ella contestó que sí, que debieron existir mariposas marinas al igual que existieron caballos, pero que ella hacía muchos años no veía más peces que los del criadero. Nairobi tuvo una sensación extraña y luego vio todo el mar caer sobre ellas.
Al otro día, Micaela llegó al bar primero que Nairobi. Era muy temprano y en el mar solo estaba Palomino en su barca. La joven se quedó mirando al horizonte y cayó en un pesado letargo que terminó por hacerla dormir un rato. Para cuando Nairobi llegó, Micaela estaba viendo el atardecer comenzar, tranquila, pero con una sensación extraña, mezclando la ficción con la realidad y el sueño. Nairobi le tocó el hombro para despertarla y le habló.
–¡Mica, levántate, cómo te vas a quedar dormida en la entrada del restaurante!
Micaela se despertó un poco exaltada, pero no pudo ocultar la sonrisa de oreja a oreja apenas reconoció a Nairobi.
–Ay, Nai… es que llegué temprano –respondió somnolienta–. ¿Qué hora es?
–Como las cuatro.
–¡Ay, no es tan tarde! –Micaela se desperezó, respiró y miró hacia el mar, pero no vio a Palomino. Se dio cuenta de que aún no comenzaba el atardecer y volvió a mirar a Nairobi, que acababa de abrir el restaurante. Se fijó que tenía la falda llena de tierra y preguntó atrás de ella –¿Y esa tierra?
–¿Cuál? –Nairobi iba hacia la batería H y se miró la falda –¡Ay, no, me va tocar lavarla! Seguro fue ahorita que estuve visitando a mi mamá en la colina –limpió lo que pudo de tierra con la mano y prendió la batería.
–¿Estás bien? –preguntó Micaela.
–Sí, sí… solo que no dormí muy bien anoche –dijo Nairobi mirando al vacío.
–¿Nairobi? Yo te he dicho que te enjuagues la bruma antes de dormir, porque si no sólo vas a tener pesadillas.
–Sí, sí. Solo fue una pesadilla… Cambiando de tema, Micaela, ¿por qué llegaste tan temprano?
–Ay Nai, normal –respondió Micaela riendo.
–A mí no me parece chistoso.
–¿Qué pasó?, ¿las pesadillas la están volviendo loca?
–Normal –dijo Micaela ocultando algo.
–¿Estuviste con tu madrina? –preguntó Nairobi.
–Sí, sí, en la mañana.
–¿Y después?
–Fui a cine…
–¿Otra vez?
–Sí.
–¿Con tu madrina?
–No…
–¿Sola?
–No, con un amigo… –dijo Micaela sonrojándose.
–Yo sabía que había algo raro. Bueno, ahora me cuentas…
Nairobi sonrió y entró en la cocina con el delantal puesto, repitió el ritual de siempre con la tetera y el pocillo, al igual que Micaela el de la yesca y los fósforos. Don Ilia Ivanovich R. llegó aún de día y había un buen número de clientes. La bruma no parecía estar cerca y el cielo estaba despejándose. Venus se confundía con una estrella blanca en el horizonte y el mar se revolvía sin parar, desparramándose sobre la playa gris y tibia.
Ivanovich salió y amarró una hamaca a dos palmeras enfrente del restaurante y le pidió tres cervezas a Micaela. Eran las 6 de la tarde y el sol se quedó flotando en el cielo por última vez, con unas nubes alrededor y despidiéndose para siempre.
Micaela llevó las cervezas y vio a Palomino, el pescador negro que conocía desde pequeña, llegar a la playa para bañarse en el mar. El calor iba a empezar a disminuir y Palomino atravesó la primera gran ola que encontró, como hacía desde niño, que fue aprendiz de buzo. Los turistas empezaron a salir a la playa para mirar el ocaso e Ivanovich le preguntó a Micaela qué miraba.
–El atardecer, don Ilia. Está muy bonito, ¿no le parece? –Respondió tomándose unos minutos de descanso y viendo a los turistas que llegaban a ver–. Venga le destapo la cerveza, don Ilia.
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