El sol se postró a la vista de todos y de todo para concluir su ciclo. Las luces y los rayos blancos se filtraron por la neo–membrana artificial que cubría la exosfera terrestre y tiñeron la bahía de naranjas, rojos y violetas: cada rincón visible, las selvas, los desiertos, las montañas, los mares y todos los seres que lo habitaban quedaron sumergidos en la cada vez más tenue y extinta luz del sol.
Una valiente y blanca turista pasó por el lado de Palomino sin mirarlo y disparó la primera foto hacia el cielo. Luego vinieron más fotos, y más turistas, con flashes, sin flashes, sonriendo, haciendo muecas, saltando y los unos con los otros, todos retratándose con el atardecer de fondo. Nadie dejó de respirar ni de pensar, registraron un momento transitorio, tomaron fotos hasta quedar satisfechos y contemplaron por un rato el magnífico fenómeno a través de las pantallas de las cámaras.
Palomino se quedó flotando sobre la arena, dejando que el viento cálido lo secara, observó la mirada de todos, incluso la de Micaela y la de Ivanovich, que tenían la mirada perdida en el cielo de colores. Palomino miró al horizonte y vio hasta el último cachito de luz esconderse en el agua al suroccidente de la bahía, en un atardecer espectacular de verano que veía desde que había sido bautizado en el mar. Giró la cabeza y ya no vio a la valiente blanca que había tomado la primera foto; miró a los demás comenzar a retirarse de la playa y se quedó sentado otro rato, hasta ver que la luna no brillaría más, y que se pondría oscuro como nunca antes en la tierra –panna mai, suspiró antes de volver al mar.
–«La luna estaba congelándose sola en el universo y el mar y el viento sonaban más duro que cualquier otro día en la nueva era de la humanidad…» –pronunció Micaela al terminar de ver el ocaso.
–¿Qué?
–Así dicen en la película, justo antes de que anochezca. ¿No se acuerda don Ilia?…
–¡Ah, es eso! Condenada película. Deje de ver esas películas, Micaela. Eso es una güevonada. Mis hijos ya me tienen loco con esa mierda…
Micaela bajó la cabeza y se dio cuenta de que ya casi no había luz.
–¿No ha venido mi hijo Konstantín? –continúo Ivanovich.
–No señor –respondió Micaela para irse.
–Micaela, espera, perdón, no quería ser grosero. Lo que digo es que no creas eso, que es solo una película.
–Sí, don Ivanovich, tiene razón. Bueno, llegaron más clientes. Ahora hablamos don Ivanovich –Micaela regresó al restaurante, pero Ilia se quedó bebiendo afuera en la hamaca hasta que la oscuridad empezó a sofocarlo.
Adentro, Micaela y Nairobi sirvieron a los comensales que no dejaron de llegar hasta bien entrada la noche, hablando mientras tanto.
Micaela comenzó contando que estuvo toda la mañana vendiendo cordones y sandalias en la plaza con la madrina, pero que a mediodía oyó la camioneta de los Ivanovich.
Nairobi contó –mientras servía unos mariscos– que después de mandar a los niños al colegio, arreglar la casa y regar las hortalizas, fue a visitar a su madre a la tumba de la colina a las afueras del pueblo. Le llevó unos lirios de plástico y le regó tres gotas de agua rezada, orando por su trabajo, la salud de sus hijos y el bien de todos los seres vivos que aún habitaban el mundo. Justo cuando abrió los ojos –le contó a Micaela que esperaba el plato–, justo después de rezar por horas y haber regado las tres gotas de agua sobre la tumba, vi millones de pequeñas conchas y rocas brotar de la tierra y rodar hacia al mar. Micaela siempre pensó que Nairobi era muy supersticiosa y que a lo mejor se había quedado dormida mientras rezaba, pero cuando sirvió la pasta con frutos marinos en la mesa cuatro, y vio los caracoles moviéndose y los langostinos saltando de plato en plato, buscando salir hacia el mar, pensó que tal vez no debía subestimarla tanto.
A mediodía, Micaela se encontró con Ilia y Konstantín Ivanovich en la camioneta. Micaela caminaba cerca de la plaza cuando oyó el motor estruendoso e inconfundible del vehículo armado pedazo a pedazo y por correo desde Europa Oriental. Ilia orilló y ambos saludaron a Micaela. Konstantín bajó para correr la silla de adelante y ella subió atrás. Arrancaron sin un rumbo cierto y dieron vueltas por todo el pueblo, buscando «algo» que Micaela nunca supo con certeza qué era.
–¿Pero y qué pasó…? –preguntó Nairobi al no oír nada. Micaela estaba recogiendo losa y ella aprovechó para sellar el corte de mero y servir el último plato de la noche.
Nairobi estaba terminando de adornar el plato más costoso y difícil del menú: mero en salsa de uchuvas y gulupas. Micaela volvió con toda la losa y distrajo a su amiga cuando más concentrada y cansada estaba.
–Nairobi…
–¿Dime?
–Fuimos con Konstantín al cine… –dejó la losa en el lavaplatos y alistó una bandeja.
–¡Con Konstantín! –respondió Nairobi regando la salsa por fuera del plato.
–No sé si es bobo o solo no habla bien español –Micaela caminó hacia ella y limpió la salsa del piso–. Primero me miró a los ojos temblando. Se puso todo nervioso y trató de decirme algo por entre las sillas, pero yo no le entendí nada. Don Ilia me tradujo, fue algo así como que si yo sabía dónde conseguir un tubo para el baño. Le dije que en la ferretería, pero yo creo que en verdad me estaba preguntando otra cosa –agregó convencida–. Usted me ha dicho, es cuestión de sentir; y yo sentí que me dijo algo diferente, algo muy bonito porque estaba todo rojo y acalorado, ¿se imagina si hubiera bruma en el día y hubiéramos tenido las máscaras puestas? –Nairobi puso el plato sobre la bandeja. Micaela alistó los acompañamientos y los jugos de fruta–. Se hubiera ahogado –añadió riendo–. Luego don Ilia nos dejó en la plaza y nos mandó a comprar las frutas para la semana, mientras él iba por lo del baño. Acabamos temprano y yo le dije que fuéramos a cine.
–¿Y él no se vio la película ya?
–Ay, sí, Nai, pero es que es muy buena… Habla de todo, de todo lo que pasó, de lo que está pasando y en serio que no sería raro que hable también hasta de lo que va a pasar más adelante. Además, fíjese que al medio día es más barato. Yo invité el helado y él la boleta y el taxi hasta acá.
–¿Y te dejó sola?
–Sí. Se tuvo que llevar las frutas a la casa, porque ninguno de los dos tenía llaves.
–¡Qué estupidez!
Micaela sonrió mirando al piso y salió con la última bandeja de comida, mientras que Nairobi comenzó a lavar los platos y a arreglar la cocina.
Afuera, Ilia se había quedado dormido en la hamaca, después de la tercera cerveza y porque la bruma no parecía estar cerca. Sin embargo, un ataque de tos seca lo tiró al piso y la oscuridad lo nubló todo. La espesa bruma había aparecido súbita e impredecible, venenosa y mortífera sin que él se diera cuenta.
Micaela había sellado el lugar por precaución, olvidándose de su jefe y saltó del susto apenas oyó golpes desesperados en la puerta. Era Konstantín con una linterna, sin máscara y con su papá en los hombros. Golpeó afanado y Micaela despresurizó la puerta para abrir. Ilia se arrastró con la máscara de su hijo puesta y Konstantín entró atrás de él soltando la respiración.
–¿Qué pasó? –preguntó Micaela preocupada.
–Apuesto a que se volvió a quedar dormido –dijo Konstantín refiriéndose a su padre. Ilia empezó a recuperar el color y a normalizar la respiración lentamente.
–¿Cómo está la bruma? –preguntó Micaela auxiliando a Konstantín.
–Más espesa y llegó de un momento a otro.
–Menos mal llegaste, hijo… Maldita bruma. Cuando me quedé dormido el cielo estaba despejado, el aire estaba limpio y no se veía ni una puta nube –inhaló Ilia, quitándose la máscara–. ¿Qué horas son?
Eran un poco más de las 11 de la noche. Los últimos clientes pagaron la cuenta, se pusieron las máscaras y salieron con linternas de emergencia en la mano. Micaela cerró el lugar atrás de ellos y vio cómo su figura era absorbida por la oscuridad a pocos metros. Ilia se quedó recostado en un rincón y Konstantín le ayudó a ordenar el lugar a Micaela. Nairobi terminó de arreglar la cocina y entró a donde los demás con el delantal en la mano. Vio a don Ivanovich tirado en un rincón y prefirió no preguntar. Saludó a Konstantín y fue a la ventana para ver cómo estaba la noche, preocupada por sus hijos.
–¿Nada que baja la bruma? –preguntó con un frío en el corazón.
–¡Acabó de aparecer y está más espesa! –respondió Micaela con miedo, señalando a Ivanovich y mirando a Konstantín.
–Nos vamos juntos –afirmó Nairobi temerosa.
–Sí –respondió Konstantín.
–No veo la luna… –respondió Nairobi preocupada–. Hoy es luna llena.
En ese momento, de entre la oscuridad, aparecieron nadando dos pequeños peces mariposa, como los que existieron por millones hacía años –exhaló Nairobi–; se reflejaron a través de la ventana y empezaron a llegar más, hasta formar un pequeño grupo de peces limpiadores de colores iguales y con franjas neolíticas en el cuerpo.
–¿Ustedes también los ven? –preguntó Nairobi creyendo ser la única que veía los peces.
–¡Sí! –gritó don Ivanovich afónico desde el piso y mirando los peces.
Todos los veían y todos tuvieron un mal presentimiento, una sensación extraña en todo el cuerpo. Nairobi sintió un hormigueo helado desde los pies hasta la cabeza y a Micaela le pareció ver la figura de Palomino caminar por entre la niebla. Nairobi se quedó pensando que afuera debía haber caballitos de mar y quién sabe qué más cosas, pero todos los peces desaparecieron al mismo tiempo y las dos mujeres se miraron la una a la otra, apenas cayó la gran ola, con todo el peso del océano, sobre el pequeño bar de rusos en la costa Caribeña.
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El presente cuento hace parte de la tesis de Maestría en Escritura Creativa que el autor se encuentra realizando actualmente en la Universidad Nacional de Colombia.
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* Martín Villamil Montero. Es Literato de la Universidad de los Andes con énfasis en Estudios teatrales y Escritura creativa. Se graduó con una novela corta, Tu sombra en la maleza (2012), que está en la base de datos y en los recursos virtuales de la biblioteca de la universidad de los Andes. Actualmente es canditado de la décima corte de la Maestría en Escritura creativa, en el área de narrativa, de la Universidad Nacional de Colombia y escribe como tesis un libro de cuentos fantásticos del cual hace parte el Último atardecer. Hizo parte del documental Conectando raíces (que recibió reconocimiento por le Ministerio del Valle del Cauca), el cual realizó en el Nuevo colegio Bertrand Russell. Ha adaptado, dirigido y actuado obras de teatro universal en la universidad e independientemente (a mediados de 2016 actuó en una corta temporada de La inundación, de Gunter Grass, en el Teatro Varasanta). Ha sido profesor de español, literatura, teatro y también es corrector de estilo. Actualmente trabaja en Fundalectura como promotor de lectura para Primera Infancia.