Literatura Cronopio

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Poesía

LA POESÍA, MUCHO MÁS QUE VERSOS

Por José Zuleta Ortiz*

El desarrollo de la humanidad y la formación educativa que se nos ha procurado durante los últimos siglos, y que hoy se imparte a los niños y a los jóvenes del mundo, está cimentada sobre discursos lógicos. Somos hijos de la cuántica, de la demostración lógica, del discurso de la ciencia.

El concepto de «progreso», al cual obedecemos y acatamos, y en el que ponemos más fe que corazón, proviene, en gran parte de la capacidad de intervenir la naturaleza a partir de técnicas que permiten a la especie humana modificar, trasformar y dar diversos usos a los elementos naturales que nos rodean.

Esa intervención sistemática y acumulada ha exigido muchos siglos de experimentación, de ensayo y error, de cálculo y verificación, y ha producido un ser pragmático y lógico, un ser formado en la racionalidad científica que avanza en la dirección unilateral, y a veces arbitraria de la tecnología, en la búsqueda de mejores resultados prácticos; mayor velocidad, menor esfuerzo, mayor cantidad, menor costo.

En ese frenesí de la ciencia y el comercio ha ido surgiendo un mundo, un sistema de sociedades donde los rasgos culturales de los pueblos se desdibujan y donde todos nos aplicamos a la tarea pragmática y obediente de los resultados.

La gran montaña rusa que es la vida moderna toma a los niños y los sube a un aparato del que casi ninguno puede escapar. Desde muy jóvenes ya sabemos lo que hay que hacer: Tener. Ser propietarios es la misión a que nos lanza la lógica del capital y es la ideología y el credo que pregonan los comerciantes. Y allí, en la búsqueda de ese espejismo, nos atamos a la cadena perpetua e invisible del crédito. Obedeciendo a los estereotipos de belleza, de bienestar, de poder, de éxito, de reconocimiento y de ascenso, hipotecamos la potencia de la juventud y la vida toda, al sistema financiero.

La diversidad humana se desvanece ante la uniforme y aplastante globalización del capital y su lógica de vértigo, razón, cifras y utilidades.

Sin embargo el éxito de la ciencia y el frenesí de la tecnología no producen sociedades felices. El aspecto más tiranizado de la vida en este tiempo es el tiempo mismo. La tecnología ha creado posibilidades reales de ejecutar más rápida y eficazmente muchas tareas prácticas. En esa perspectiva logró reemplazar el trabajo de millones de personas y, por consiguiente, contribuye fundamentalmente a proporcionar más utilidades a los industriales y empresarios. Las renovaciones tecnológicas crean cada año millones de nuevos desempleados.

Este tiempo es el tiempo de las nuevas religiones, de las nuevas creencias; y si en algo confía ciegamente el planeta hoy es en la tecnología. La Internet da la sensación de certidumbre, de verdad, pero mucha de la información que circula en la red es falsa, o es publicidad, que es otra forma de la simulación y de la falsedad. Pero los consumidores de Internet creen ciegamente en ella. Y se ha construido un mundo paralelo y brutalmente adictivo: el mundo virtual.

Hay quienes dicen que el que no está en Internet no existe. Eso es una afirmación tiránica y una nueva manera de excluir, porque se excluye al que no consume y la Internet es una gran vitrina y, en últimas, una monstruosa caja registradora.

Creeríamos que los juguetes tecnológicos a que podemos acceder nos proporcionarán más tiempo libre, más tiempo para el ocio y la felicidad. Pero es todo lo contrario: Ahora debemos hacer muchas más cosas al mismo tiempo, y no podemos permitirnos un instante para mirar las estrellas, para sentir las pausas, para conversar en un parque con los amigos. Ahora hasta los amigos los podemos hacer con tecnología, al mismo tiempo que trabajamos para pagar las cuotas de los créditos con que la compramos.

Hace poco escuché que estaba en proceso una marcha virtual a la que se habían sumado ya 200.000 personas que marchaban para pedir cadena perpetua a los violadores y abusadores de niños y en esa marcha nadie dio un solo paso, nadie esgrimió un solo argumento, nadie vio las hojas de los árboles rodando por la calle.

Cada día sabemos de amores y de vidas que ocurren en la red; amores sin tacto y sin olor, sin caricias, amores sin aliento. Hay miles de novios y novias que se bajan a cada instante de Internet. Cada vez es menos necesario ver a otra persona o visitar a la familia. Ya es posible viajar a cualquier lugar del mundo de manera virtual. Podemos en pocos segundos estar en la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra, sin haber leído siquiera aquel verso desesperado que dice: «puedo escribir los versos más tristes esta noche», verso que, como están las cosas de la tecnología, no necesita un amigo o un librero que lo recomiende: solo tienes que digitar seis letras en un buscador y ya estará en tu pantalla y puedes, si no puedes aguardar a que llegue la noche, ver en la misma pantalla, «cómo tiritan azules los astros a lo lejos».

Creemos pues en la tecnología, asociamos esa palabra con bienestar, con eficacia, con éxito. Venimos de muchos siglos de religión cuántica, de progreso asociado a la productividad de las máquinas y de los seres humanos como operarios de esas máquinas. Hemos llegado a un punto en el cual la belleza humana es posible por medio de la tecnología. Y lo más inquietante del asunto es que es la tecnología   nos dicta qué es belleza y que no. Si alguien desea mejorarse respecto de los patrones de belleza establecidos, sólo tiene que acudir a la tecnología; y si no tiene los recursos para hacerlo, el sistema financiero le puede otorgar un crédito automático para ser bellos; y si no califica para el crédito, estará condenado a la fealdad, que es como estar condenado al destierro, a la vergüenza y a la soledad.

Pero en medio del imperio de la técnica y de las utilidades, en el apogeo del la cibernética y su democratización, prevalece una sociedad deprimente, una abúlica y descreída raza humana que marcha hipnotizada hacia felicidades artificiales, dictadas por los medios de comunicación, y asociadas al consumo  que proporcionará el crédito al cual se accede mediante una auto condena a cadena perpetua.

En el serpentín de felicidad que nos ofrece el mercado hay algo que no pueden explicar los discursos, ni las disciplinas de la razón y la lógica, algo simple: la realidad, los lenguajes de la razón, no consiguen decir sobre lo más profundo de los seres, no explican el mundo de las sensaciones ni el de los sentimientos, y no dicen sobre asuntos que nos conciernen a todos, asuntos como la casualidad, o la alegría, no alcanzan a entender el azar, y mucho menos la belleza, o lo que producen en nosotros la música, la luz de las estrellas, la risa de los hijos, la canción del agua.

El ser humano parece alejarse cada vez más de si mismo. La ingeniería molecular, la lógica pura, el cálculo infinitesimal, la cibernética poco tienen que decir sobre el milagro del amor de dos muchachos, y menos sobre la felicidad de unos ojos al ser alcanzados por la luz de otros ojos.

El amor parece haber pasado de moda, la amistad también, nuestras relaciones humanas están cimentadas sobre intereses pragmáticos, cada vez somos menos solidarios, menos singulares, más utilitaristas y uniformes. Sentimos desdén y apatía por todo lo que no produzca utilidad, la velocidad se apoderó de nosotros y en ella no hay pausa, comenzamos a actuar al ritmo de los megas y de los gigas, soportamos una poderosa revolución del tiempo.

Si bien somos tiempo y la vida es un poco de tiempo, que se nos ha concedido para estar aquí, y además es una cantidad de tiempo cuya duración no conocemos previamente. A pesar de la tecnología y de la ciencia, no sabemos cuándo se agotará la dádiva de la vida. Lo que hacemos con nuestro tiempo, en las grandes ciudades y en la vida moderna, es venderlo, alquilarlo, para poder vivir. La velocidad que permite la tecnología imprime el ritmo y crea un estilo, una forma de relación con el tiempo, esa relación vertiginosa y simultánea conduce, obliga, a la superficialidad.

He oído a la salida del cine decir: «qué película tan lenta». En los colegios la palabra lento es un insulto. Es una forma de afirmar que la velocidad es mejor que la lentitud. Tal vez sea una consecuencia de los miles de años en los que la especie humana ha estado trabajando por ser más productiva, por ir más rápido, por ganar más, en menos tiempo. Hay un culto al frenesí de la velocidad, hay un servilismo con las máquinas. Nos han domesticado los electrodomésticos, no podemos decir que paren el carro de la velocidad para bajamos, porque queremos saber adónde y contra qué nos estrellaremos.

En el arte, es la lentitud la que proporciona la profundidad. Quien se detiene, es el que puede ver, olfatear, sentir los sabores, observar y encontrar la felicidad de comprender, de penetrar en la esencia del mundo que nos rodea.

Aventuremos decir que a la poesía le ha sido dada otra indagación del mundo. Que fuimos formados para ser eficaces y productivos y ello nos aleja de la poesía y en esa medida nos alejamos de nosotros mismos.

Que vivimos en un mundo donde la poesía no es útil, donde los poetas somos extraterrestres porque nos detenemos donde ya nadie se detiene, porque somos lentos y podemos saborear lo que otros velozmente engullen.

Los muchachos crean tribus y buscan estar fuera del sistema, de los modelos, de la maqueta que nos prepararon para funcionar en la aldea global de silicio e información.

Tal vez podríamos decir que contra los bancos, las bancas. El día que los jóvenes renuncien al crédito se vendría abajo toda la estantería del sistema. Sería la más eficaz de las revoluciones y no habría que dispara ni un solo tiro.

La palabra consumo se usa para todo, incluso para el arte, la cultura es confundida con el entretenimiento; entretener es algo así como embolatar a alguien en los ratos en que no está produciendo.

Parecería que, en importancia, la poesía es más poderosa que la ciencia, que la técnica, y que la lógica cuántica.

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* José Zuleta Ortiz nació en Bogotá en 1960, vive en Cali desde 1969. Cofundador de la revista literaria Luciérnaga en 1981. Es codirector de la Revista de Poesía Clave (www.revistadepoesiaclave.com) y de la revista Odradek el cuento (www.odradekelcuento.com). Director por 20 años de la Fundación Estanislao Zuleta. Director del Festival Internacional de Poesía de Cali desde 2005. Coordinador del área de literatura de Proartes. Coordina también el programa Libertad bajo palabra en 15 cárceles de Colombia. Distinciones: Primer premio nacional de poesía «Carlos Héctor Trejos», Riosucio, Caldas, 2002, con el libro «Las Alas del Súbdito». Premio Nacional de Poesía «Descanse en Paz la Guerra» con la obra «Música Para Desplazados», convocado por la Casa de Poesía Silva de Bogotá en mayo 23 de 2003. Premio «Si los leones pudieran hablar» de la Casa de Poesía Silva 2008. Premio Nacional de Literatura al libro de cuentos inédito, Ministerio de Cultura 2009, con la obra: Ladrón de olvidos. Obras Publicadas: Las Alas del Súbdito 2002, Gobernación de Caldas. La Línea de Menta, 2005, colección Escala de Jacob, Universidad del Valle. Mirar Otro Mar, 2006, Hombre Nuevo Editores, Medellín. La sonrisa trocada (cuentos), 2008, Hombre Nuevo Editores, Medellín. Emprender la noche, Antología 2008, Común Presencia Editores, Bogotá. Las manos de la noche, colección Viernes de Poesía, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, marzo 2009. Todos somos amigos de lo ajeno (Cuentos), Editorial Alfaguara, 2010.

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