Literatura Cronopio

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EL DIOS

Por Francisco León*

UNA COMPRA

El sol caía a pleno sobre el mercado San Pedro del Cusco, ex capital del más grande imperio que tuvo América del Sur: el Inca. El ruido de la febril actividad comercial, no deshecha ni siquiera por la conquista del Tawantinsuyo a mano de los hispanos, embotó mis sentidos poco acostumbrados a aquella orgía de impaciencias. Tras siete u ocho puestos coloridos, repletos de carnes, chullos, cuyes, ponchos, tambores, frutas deliciosas e inexplicables para alguien foráneo como yo, pude ver al Dios. Y no cualquiera, ni ninguna representación absurda. No.

Fueron cinco soles los que pagué, tras mucho regatear.

La figurilla, de cinco centímetros, estaba trabajada sobre la roca con alguna tosca herramienta. El horror afianzado en aquellos ojos inmensos, en relación al cuerpo, sólo los recordaba haber visto en los rostros de algunos drogadictos, en los oscuros callejones de Alë Fatwa, en mi patria.

—Estas piedras las traen de arriba, del Macchu Picchu —me aseguró la vendedora.

La puso en mi palma y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Nunca había sentido substancia tan fría, glacial. Miré la callosa mano que me la extendió y pensé: es muy raro que no le afecte.

Rememoré antiguas disquisiciones en el templo, allá en Rameshwaram, durante mis tiempos de bhakta [1].

—¿Cuál es el grado de pureza necesario para hallar una Salagrama Sila? [2] —preguntó el Gurú y ningún estudiante se atrevió a responder, para no despertar la matutina furia del maestro—. ¿Cuál?, si son incontables los cantos rodados que duermen en el lecho de ríos incontables también.

El ídolo tenía la nariz recta, pómulos cuadrados. Esa nariz hacía que le encontrase parecido a mi amigo Fer Cass As-Maruk, el poeta. Los ojos situados a ambos lados de la cara le otorgaban una visión periférica, anti humana, mucho más emparentada con los reptiles. Los dientes de su boca, afilados y triangulares, me recordaron a los de la mandíbula de aquella bestia que, alguna vez, vi en el camarote del capitán de un carguero chino.

—Es de un tiburón —le dijo al aún joven inexperto que yo era.

El sexo, o lo que pretendieron señalarle como tal, era indescifrable, hermafrodita y monstruoso a la vez.

Allí habrían de llorar muchas vírgenes —pensé.

La primera noche, tras haberla adquirido, la tuve olvidada en el bolsillo superior derecho de mi casaca impermeable. Llegué tarde al hotel. Mi único pensamiento era cómo trasladar los datos recabados para un nuevo libro de investigación. Busqué el paquete de cigarrillos Malboro. Palpé, entonces, algo hizo rebotar mi mano. Sí, esa es la palabra exacta, rebotar. Traté de calmarme.

Debe ser el celular… pero ¿en qué momento lo cambié a modo vibrador?

No fue necesario esperar ni un segundo. A fuerza de voluntad volví la mano al mismo lugar: el bolsillo superior derecho de mi casaca. El tacto reconoció el paquetito de papel periódico. Lo abrí. Los ojos del Dios se clavaron en los míos. Casi podría jurar que se juntaron, para atravesarme con decisión, con odio. Lo coloqué al borde de la mesita de centro y me dediqué a observarlo. Algo en él me desconcertó. Una palabra de singular traducción se colocó, sola, en mi cerebro. El guía la refirió en relación a algunas prácticas no muy claras de ciertos sacerdotes, una cualidad, que la figura del dios poseía, a mi parecer.

 

—Es la Amuyt´aña [3]…

EL VIAJE

El terminal terrestre era pequeño, insignificante en comparación a los puertos mitológicos que te conducían a las otras de las maravillas del mundo.

Crestas de cerro, coronadas de nieve, parecían el cuello de un cóndor, que vigilaba la serpenteante carretera. El bus casi iba sobre las nubes, que ardían como el fuego en el lomo de aquel cielo azul, de seguro helado.

¿Cómo impedir que anochezca, la llegada del reino de la oscuridad?

Suave, pero perceptible, pude «sentir» el mensaje, claro hasta el final del bus, casi podía tocarlo en la pantalla frente a mi rostro. Se deslizó a través del pasillo, como la «serpiente» Kundalini [4], pero hecha de sonido, sin ningún otra substancia más que el sonido.

—S A R I R O M —apareció en todos los televisores apagados.

Mi compañera de asiento dormía. El enrarecido ambiente olía a comida. A los pasajeros les envolvía el sueño. Nadie se percató de las señales… O quizá sólo yo las veía.

Debía hacerlo. El sudor me corría por el rostro. Hace sólo instantes había vomitado mi interior en una bolsa de plástico, bilis, amarga, quizá hiel. El mensaje escrito, como en un vidrio empeñado, en los televisores penetró en mi mente. Impedía cualquier escape.

Mi vejiga a punto de explotar. No podía aguantar más. Lo sabía. Ganglios inflamados impedían que recostara la cabeza. Tenía la urgencia de ir al baño, situado en la primera planta del bus, a pesar del terror, el frío, mareo y movimiento. Avancé tambaleándome por el pasillo.

Abrí la puerta. Al correr el cerrojo se activó el aire acondicionado, helado en exceso para mi piel transpirada. Empecé a orinar. En eso… Los ojos del Dios aparecieron en la pequeña ventana. Parecía que un párpado lumínico, pues el foco se prendía y apagaba, se hubiese asentado en aquellas redondeces macabras, desquiciadas.

Debí gritar, de seguro lo hice, alguien tocó.

—TOC TOC TOC.

—¿Se encuentra bien, señor?

No, en realidad no me sentía nada bien. Tenía los pantalones mojados. Abrí con desesperación y tropecé con el bien intencionado. Subí las escaleras. Enrumbé hacia mi asiento, aunque de poco sirviera. Pero es la tendencia, la necesidad humana, de apropiarse de pequeños espacios para fijarse en la nada, como si significaran algún alivio, alguna esperanza.

¿Cuán elástico puede ser el tiempo? Existiría en realidad, o era como decía mi amigo el inglés Fuller: sólo desgaste y movimiento perpetuos. Palpé el bolsillo de la casaca, pues sentí algo. En efecto: el Dios había desaparecido. Dormí.

La falta de oxígeno me despertó, o creí que lo hice. Encendí un fósforo, que alumbró sólo unos segundos. Lo suficiente para entender mi situación. Conocía ese lugar, de muchos años ha. Las paredes subterráneas de la habitación, estaban al borde del colapso. Olía a humedad, a humus, hasta la asfixia casi. Encontré un túnel, excavado en una pared lateral, por un ser que no quería ni imaginar. Al medio, entre montículos de tierra removida, hallé una llave de válvula. En su marcador, intuí la cuenta pormenorizada del bombeo de sangre a mi cuerpo. Alcé la mano, el techo era de fierro, pensé en una tapa, sí.

El Dios logró ponerme allí. No obstante, para encerrarme hacía falta otro esfuerzo y el que yo creyese en mi prisión, terminase de crearla, brindarle detalles, percepciones, a base del lenguaje que sin cesar fluía por mi atormentado cerebro. Pero no caería en la trampa. Esa «cárcel» recibía los juguetes que yo solía arrojarle de niño. La conocía demasiado bien. Nunca la creería como real para mí. Ante este pensamiento, exacto, desperté, bañado en sudor helado. Despierto al fin. Otra vez… La voz de las hidroeléctricas, desfiladeros, árboles escuálidos crecían, tercos, en los bordes de la carretera. Requería algo que aliviara mis tragedias. Una pastilla, Alprazolam, que sólo hace lo suyo, fue lo necesario.

INFORME

Lo primero que hice al llegar a Lima, fue telefonear al doctor Rosales, un amigo peruano, antropólogo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

—Hola, Raúl. Sí, soy yo, el doctor Ramananda, necesito verte.

Nos encontramos en un cafetín de mala muerte, situado cerca de su trabajo, en un ministerio. Le conté sobre la estatuilla, no todo, pero sí le brindé algunos detalles.

—¿Qué quieres saber? —me dijo.

Le dibujé el rostro, imborrable en mi memoria, en una servilleta.

—Esto es, el rostro, me parece haberlo visto en otro lugar, es… como decirlo, atemporal, pre humano incluso… Ya te diré el resto, pero debo saber a quién o qué representa.

—O puede tratarse de una vulgar hechura en serie, que repite patrones aprendidos, milenarios.

—Que quizá transportan algo olvidado, como bien dices, pero que creo aún pervive. Discúlpame si crees que esto es absurdo…

—No te preocupes, yo creo que el espíritu del «absurdo» debe habitar los libros, de la llamada «ciencia» inclusive, como habita el juego de los niños. Ahí está la magia, la creación verdadera.

Le pasé un sobre con un dibujo más detallado, de cuerpo entero, desde diferentes ángulos.

Nos despedimos.

—¿Dónde estás alojado?

Le di la dirección de la posada ubicada en el apacible distrito de Jesús María.

—Ok. Te llamo si averiguo cualquier cosa.

Los días transcurrieron y en vano aguardé la llamada. Una noche abrí mi correo electrónico, y apareció un único mensaje en la bandeja de entrada. Esperé unos instantes, no me decidía a abrirlo. El encabezado decía de manera escueta: Informe, urgente. Algo podía intuir. Cerré los ojos y presioné el botón derecho de mi mause dos veces. El texto apareció en la pantalla:

No he podido comunicarme, ni visitarte, me han sucedido cosas de lo más extrañas. Casi me mato… o me matan. Al acabar de redactar tu informe, me senté a tomar una cerveza en la terraza. De pronto, escucho que me llaman, como un susurro, desde la primera planta, (sabrás que yo vivo solo). Busqué algo con qué defenderme, pero no hallé nada. Me quité los zapatos para no hacer ruido y decidí bajar las escaleras. A cada peldaño descendido, se hacía más intensa una respiración. A sólo cuatro peldaños del final me detuve, la respiración cesó. «Eso», lo que fuera, me intuía, pensé. Subí las escaleras a toda velocidad, sentí pasos detrás de mí. El vello de los brazos se me erizó. Me detuve en la terraza, intenté voltear, despacio. Sólo logré girar la cabeza unos centímetros, cuando una fuerza terrible me empujó, a la altura de los riñones, arrojándome al vacío. Desperté en una camilla de hospital. Los vecinos me encontraron en un charco de sangre. Creyeron que había intentado suicidarme. Cosa poco probable de intentar desde un segundo piso… He decidido poner en venta la casa. Mañana tomo un avión con destino a Francia, a casa de mi ex esposa. Mis hijos también piensan que es cierto eso del intento de suicidio, y bueno, necesito alejarme cuanto pueda de aquí. No me siento seguro.

Lo que te escribo sé que te va a sonar raro, pues no encontré ningún dato en los textos «oficiales», y tuve que echar mano a los otros. Sin embargo lo hallado calzó como anillo al dedo. Te pego el informe:

Los ojos enormes, tienen, no sé si te diste cuenta, un punto al medio, desgastado en el lado derecho, según el libro de Churchward [5], cada uno es el símbolo del «ahau», el primero sin segundo, el Aham de los Vedas, el Yo soy, que se puede ligar en el mismo sentido con la Biblia. Representa al gran dios, pero al funcionar como ojo, encontramos la duplicidad, uno se antepone al otro, funciona como una negación, ¿de qué? Pues del primer concepto, entonces sería: el antecesor del Uno. El real, el primero.

Puede ser también una negación (inversión) de funciones, es decir, de la potencia creadora de Dios, lo que nos daría algo como Siva [6] en su faceta de destructor del universo, mediante su danza. En el pecho eso que te parecía un sexo hermafrodita, es casi una T lemúrica [7], que simboliza tanto la inmersión como la resurrección, de algo quizá muerto, o dormido en las aguas. En relación a esto, te hago una cita del Necronomicón [8] que se guarda en la Biblioteca Colonial del convento de San Francisco:

En su Mansión de R’lyeh el Difunto Cthulhu espera soñando, pero Él se levantará y su reino cubrirá la Tierra.

No sé qué podrás hacer, o si te servirá de algo esta información. Pero es necesario que te deshagas de esa maldita estatuilla.

Espero que nos volvamos a encontrar.
Hasta siempre.
Raúl.

RETORNO

—Señores pasajeros, por favor sírvanse abordar el vuelo número 2684 de Lan, con destino a la ciudad de Bombay, en la puerta de embarque número 23. Gracias.

—Dear passengers, please take your flight number 2684 for Lan, bound for the city of Bombay, in the gate number 23. Thanks.

Estábamos en el café Indra, el mejor de Bombay. Las tazas de porcelana inglesa eran llevadas de un lugar a otro por diligentes mozos. La charla se prolongaba demasiado. Es una manía común ese querer ser oídos que tienen los poetas, como si estuviesen ellos enamorados del sonido de su voz. Fer Cass As-Maruk me alcanzó una hoja de papel manuscrita.

—Es lo último que he escrito.

A decir verdad, el poema no me pareció gran cosa, pues conocía lo mejor de su obra. Pero entendí el mensaje, una predicción de muerte, de su propia muerte.

No hubo peregrinaciones
Fueron apuñalados
Díscolos, sus restos alumbran
largas carretas
Amaron la carne,
el perfil de sus huesos astillados…

 

—¿Piensas hacerlo? —pregunté sin rodeos.

—Sí —fue la única respuesta. Tomó sus libros, y se despidió. Lo vi alejarse, ser uno más entre los sofisticados parroquianos del café Indra. Me dediqué a releer el texto.

Transcurrieron cuatro días desde mi llegada. En aquel tiempo, e incluso durante el viaje, no sufrí ningún «incidente» con el Dios. Parecía incluso haberse olvidado de mí. En el correo no tenía mensajes de mi amigo el doctor Rosales. De seguro estaría recuperándose junto a los suyos.

Los días pasaron, sin prisa. Como en la calma que antecede a la tormenta. Los soldados del Ejército de la Fe, sólo esperaban el momento oportuno de cometer el primer atentado, que volaría también a Fer Cass As-Maruk por los aires. Sonó el teléfono. Eran las 7 y 45 de la mañana. Me levanté para contestar. Un mareo me hizo sentarme. El ring incesante.

—¿Aló?

—Hola, soy yo, sólo quería decirte que llegó el momento.

—No, pero qué dices hombre, ¿dónde estás? ¿Por favor, contesta?

Silencio al otro lado de la línea. Agudicé el oído, una frase conocida se filtró por el auricular.

En ningún otro sitio vendían aquella substancia prohibida.

Salí apresurado.

 

LOS CALLEJONES

Cualquier lugar para conservarse puro, o al menos un poco, necesita tener su contraparte. Un espacio donde poder vaciar lo peor del ser humano. O sólo lo que su libertad le mande. Quizá eso le faltó al paraíso terrenal de los cristianos. Algún tipo de vertedero. Eso era Alë Fatwa: un conjunto de viviendas interconectadas por tabiques, paredes sin terrajar, cortinas y muebles encimados, que creaban un verdadero laberinto. Cualquier esfuerzo de las autoridades para poner orden allí se veía, de antemano, condenado al fracaso. Y en realidad, ¿no tenía ya su propio orden? Los grandes fumaderos se encontraban al medio, a su alrededor, como si fuese el cuerpo de un arácnido se extendían las callejas. Era muy fácil «perderse» allí, en el mejor sentido de la palabra. La policía no solía ingresar a menudo, sólo a recibir su cupo semanal. Lo paradójico era la ubicación de aquel barrio: en la zona de las embajadas. Creció como un tumor a su costado en realidad. De a pocos, con paciencia, hasta que fue imposible extirparlo. A los Maharajas [9] no se le ocurrió mejor idea que cercarlo con altos muros, a partir de los cuales nacían los pasadizos. Sólo se le conocía una entrada. Mencionar el nombre de Fer Cass As-Maruk no me sirvió, pues nadie lo conocía. Así que pregunté por la substancia. Los guardianes sonrieron con sus escasos dientes. Me dieron algunas indicaciones e ingresé. Caminé algunas horas entre manos de vagabundos, travestis, adictos y mujerzuelas. Parecía que la fiebre se apoderó de mi cuerpo, de improviso. Me sentí mareado otra vez. Decidí sentarme a pesar de las ratas enormes que corrían por doquier. Entonces, en la pared que cerraba esa calle sin salida, vi la cara del Dios, pintada en la pared. No puede ser me dije, no puede ser. Tomé mi cabeza que parecía a punto de explotar. Intenté ponerme de pie, di unos pasos y caí. La calle empezó a dar vueltas. La pared con el rostro del Dios, se me empezó a acercar. La sentía respirar encima de mí, como si fuese una sábana inflada por el viento. Luego me desmayé.

Al despertar me encontré en un camastro, vigilado por dos hombres. Era un milagro que estuviese vivo, o al menos eso pensé en aquel momento. Privarse allí era una condena segura. El tráfico de órganos, la venta como esclavo sexual, o como transporte de droga, (tras asesinarte, sacaban tus órganos y en el cuerpo vacío ponían la droga), hacían pensar en lo afortunado de mi situación. Sin embargo, aún no podía cantar victoria, a pesar de los rostros poco agresivos de mis anfitriones.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?

—Tranquilo, nosotros somos amigos.

Uno de ellos sacó un revolver antiguo y me lo entregó.

—¿Y esto?

—Ya sabes lo que tienes que hacer. Tú mismo planeaste la operación.

—¿De qué hablan? No entiendo. Se miraron desconcertados. Luego, me encontré, sin saber cómo, otra vez por las calles. Anduve aturdido por las risas desdentadas que parecían burlarse de mí. A través de un tendedero repleto de sábanas percudidas divisé a mi amigo el poeta, sin saber por qué, le disparé. Sé que anduve un rato más, el delirio de la fiebre me llevó a sentarme, con un grupo de adictos. Me ofrecieron la substancia. Parecían reconocerme, y yo no sentía temor a su compañía. Palmearon mi espalda una y otra vez, como felicitándome. Fumé con ellos hasta perder el sentido del tiempo y el espacio. Lo último que recuerdo es estar en el piso; una rata cruzó por mi campo visual. Levanté un poco la vista, y allí la pared otra vez, el maligno rostro del Dios parecía sonreír.

RAMESHWARAM

No recuerdo cómo, pero de alguna manera pude volver a mi departamento con la ropa hecha jirones. A lo mejor sí había asesinado a mi amigo. Tenía el cuerpo ardiente por la fiebre. Me tiré a descansar. Miles de imágenes boicotearon mi sueño, llevándome al reino de la pesadilla. Hasta que al fin, pude.

Su Divina Gracia Gauradeva Swami precedía la ceremonia de puja, como nunca lo hacía en realidad, pues ese trabajo correspondía a los brahmanas [10]. No obstante, desde el descubrimiento de la nueva deidad parecía rejuvenecido. Luego de comer los 505 potajes ofrecidos a la Sila, empezamos con los mantras. Al caer la tarde, mi gurú me llamó a un apartado.

—¿Cuál es el grado de pureza necesario para hallar una Salagrama Sila? ¿Cuál?, si son incontables los cantos rodados que duermen en el lecho de ríos incontables también. ¿Lo sabes, acaso, Ramananda?

Empecé a responderle con un cúmulo de frases hechas, citas exactas de las escrituras, aprendidas de memoria. Del Sri Isopanishad, de los Puranas, etc. Sin embargo, mi voz era como un eco a la distancia, alejado de aquellas «verdades». Gauradeva Swami me oía con los ojos entrecerrados, daba muestras de su beneplácito con movimientos aprobatorios de cabeza.

En cierto momento, me miró con fijeza.

—Lo que dices es la verdad. Y tú encontraste la Sila. Sin embargo que eso no te confunda. No dejes penetrar el demonio de la soberbia. Esto es una prueba.

Me alejé de mi gurú con una reverencia tipo dandavat (vara) en el suelo. Al llegar a la habitación comunitaria, intenté dormir, pero no pude. La imagen de esa deidad encontrada en el río, disfrazada de una simple piedra, no me dejó en paz. Las palabras de mi maestro, ¿cuál es el grado de pureza?, sonaron en mi cerebro.

Si sólo yo pude hallarla, por algo será —era una Sila de Jagahnatha que según las escrituras sólo aparecía una por cada Kalpa [11].

Aún no había amanecido. Los ritos comenzaban a las tres de la madrugada. Los brahmanas pujaris [12] dormían. En el templo, sólo inciensos encendidos. Hice una reverencia al ingresar. Me acerqué al altar. Corrí despacio la cortina, y allí mi deidad. Sólo yo pude encontrarla. La cubrí en el dhoti [13] y hui.

Atravesé ríos sagrados, montañas, nada parecía detener mi fuga. El objetivo era cruzar la frontera. Pensé llegar al Himalaya y meditar en alguna cueva; dedicado a la adoración de la deidad. El camino de la salvación tiene una forma no definida, me dijo muchas veces el gurú, recién pude comprobarlo.

En un pueblo de pastores saqué la Sila y la contemplé absorto durante mucho tiempo. Creí que nadie me vería, pero después de casi un mes de escapar mi apariencia ya no era la de un monje. El cabello y la barba, a pesar de la vestimenta, que no se me ocurrió cambiar, me hacían muy sospechoso. Un guardia que pasó, de casualidad, por allí, me miró con desconfianza. Guardé mi tesoro y avancé a prisa. El guardia a caballo me siguió lento. Apuré el paso.

—¡ALTO! —me ordenó.

Corrí. Cuando sentí el peso brutal de su garrote de madera en la cabeza, supe que no tenía salvación.

Desperté por mi propio grito. Era de noche. Estaba en mi departamento. Fui al baño en busca de un vaso con agua. Al volver, la estatuilla me observó desde el marco de la ventana ahora abierta de par en par. Empezó a llover.

OPCIONES

He pretendido narrar, seguro con omisiones, y fallas, lo inverosímil de mi situación. La decisión tardé demasiado en tomarla. El vaso lleno de agua y la estricnina están a mi costado. No tengo apuro. Es imposible saber qué me espera, en qué cuerpo pagaré este nuevo pecado. Tras mucho meditarlo, me parece necesario exponer algunas reflexiones que me torturan. Paso a enumerarlas. Aunque de seguro quien las lea creerá que estoy loco.

1-Todo es producto de la culpa. Soy miembro del grupo terrorista Ejército de la Fe. Me arrepentí y asesiné a mi amigo el poeta Fer Cass As-Maruk. Por eso la cara del Dios se me hace conocida y no deja de aparecer en mi mente.

2- Soy un drogadicto en Alë Fatwa, esa red de callejones inmundos, de los que es imposible salir. El rostro del dios es sólo una mancha en la pared, la cual contemplo en mi alucinación, antes de llegar a una sobredosis.

3-Soy en realidad Ramananda un destacado antropólogo que ha realizado un descubrimiento que va a costarle algo más que la vida.

4-Soy un bhakta obsesionado, que tras robar una estatuilla del templo, va a ser ejecutado por herejía. Y esto es un sueño.

5-Soy un juguete en las manos de un Dios sádico, todas las opciones son infinitas y creadas por él, como en una rueda del Samsara [14] interminable, sólo para su diversión.

Podría intentar algunas explicaciones más, pero ya para qué…

NOTAS

[1] Dícese del practicante del servicio devocional. Uno de los primeros grados de aquel sendero. Novicio.

[2] Deidad que se manifiesta en la forma de una piedra. Está relacionada con la adoración de Lord Jagannātha o Yáganat. Nombre sánscrito que designa al dios Krisna como «señor» (nātha) del «universo» (yagat).

[3] Idioma Aymara al parecer, que indica pensamiento, reflexión, acto del pensar.

[4] La «serpiente» del Kundalini es una forma energética que une los distintos Chacras (centros de energía) del ser humano a través de la columna vertebral.

[5] CHURCHWARD James, El Continente Perdido de Mú, edición digital.

[6] Uno de los tres integrantes del Trimurti de la cosmovisión Hindú, conformado por Vishnú, Brahma y Siva. Representan las potencias, creador, de creación, conservación y destrucción del universo.

[7] TOUCHARD Michel Claude, La Arqueología Misteriosa, p.25, Albatrós editores, 1978.

[8] El título original era Al-Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. Escrito por Abdul Al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. Historia del Necronomicón – Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

[9] Maha = gran, raja = rey. Los grandes reyes, nombre dado también a los príncipes y opulentos miembros de la clase oligarca y dirigente en la India.

[10] Devotos que han recibido segunda iniciación. Designa también a los miembros de la casta sacerdotal de la India.

[11] Enormes periodos de tiempo según la cosmovisión Hindú.

[12] Sacerdotes cuya principal función es realizar el Puja o adoración a las deidades.

[13] Prenda típica para los hombres en India. Consiste en una pieza rectangular de algodón que puede llegar a medir 5 metros de largo por 1,20 de ancho y se anuda como un pantalón.

[14] El eterno ciclo de nacimientos y muertes, producto de la reencarnación en las cosmovisiones Hindúes y budistas.

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* Francisco León (8 de mayo de 1975). Escritor, poeta, editor, historiador. Cursó estudios de literatura en la UBA (Universidad de Buenos Aires). Presidente de la asociación cultural Red Artística Sudamericana, promotor cultural. Publicó la novela corta «Resplandor Púrpura» (Lima, 2004). El año 2005 obtuvo mención honrosa a nivel nacional en el concurso de Poesía Iberoamericano, Cuento y Dramaturgia 500VL, organizado por el Boulevard de la Cultura de Quilca y la Municipalidad de Lima. Aparece su primer poemario titulado «Ad Gloriam» (2006, Arteidea editores). Publica además con su propio sello editorial (grupo editorial RAS) el trabajo de investigación: «La historia de Salamanca de Monterrico tomo I» (2006), «La historia de Salamanca de Monterrico tomo II» (2008). Obtiene 2 mención honrosa en el concurso mundial de poesía erótica «Bendito sea tu Cuerpo» (2008). Aparece en el compilatorio del mismo nombre. Aparece su plaquette Sandra, con Maribelina editores (2009). Publica su poemario temático «Summer Screams» (2009, Hipocampo editores). El 2012 presenta «La historia de Salamanca de Monterrico tomo III» editado por el Municipio, en la presentación fue nombrado Ciudadano Ilustre del Distrito. Edita el compilatorio de nueva poesía ecuatoriana ¡Y quién dijo silencio! De Cristian López. Publica «Historia de Sangallaya» (2012). El año (2013) publica con Altazor editores su segunda novela «Tigres de Papel». Este año publica la II edición de su novela Resplandor Púrpura, editada por G4eneration, sello de la escritora Silvia Elena Vernengo Prack, en Buenos Aires. Publica el 2014 Salamanca Sixties Un estudio sobre el rock en la Clase Media de Lima (Editorial Selección Gallera). Acaba de publicar su plaquette titulada El Dios (cuento aparecido en formato digital en la revista El Hablador de Francisco Ángeles) A fines de septiembre editará Wanka Rock, historia del rock en Huancayo de 1959-1979. Ha aparecido en 20 compilados de poesía a nivel mundial, incluye traducciones al francés y portugués de su obra. Es columnista del diario Extra, y del Diario Del País, además de la revista digital Punto de Encuentro y Main Neim y editor de la revista Open Cusco magazine político cultural de dicha ciudad.

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