CAMUS Y DOSTOIEVSKI, LA METAMORFOSIS DE LOS ESCRITORES A TRAVÉS DEL NIHILISMO
Por Ramiro Urgilés Córdova*
Una de las influencias capitales en el pensamiento de Albert Camus, y muy en especial en el libro que hoy nos ocupa, es la obra del escritor ruso Fiodor Dostoievski, cumbre de la novela rusa junto a Turgenev y Tolstoi, por el que Camus sentía especial predilección, hasta el punto de adaptar al teatro su novela Los endemoniados, novela que por otra parte será una de las fuentes primordiales del Mito de Sísifo, y que en el capítulo que nosotros analizaremos, el titulado «Kirilov», es el centro de interés.
En efecto, Kirilov es uno de los muchos personajes de esta excepcional novela escrita por Dostoievski en 1872, acaso la más contundente y desoladora de las suyas, emergiendo en cualquier caso como una de las obras maestras absolutas de la novela rusa. Pero, ¿qué llevó a Dostoievski a escribirla? La versión oficial nos dice que la causa está en el crimen ocurrido en Moscú, el 21 de noviembre de 1869, en la persona del estudiante Ivanov a manos del grupo de cinco personas comandado por Sergei Nechayev, discípulo del líder anarquista revolucionario Bakunin, crimen cuya descripción omitiremos en beneficio de lo que aquí nos interesa, que es el personaje de Kirilov, al que al margen de sus relaciones con los demás personajes y hechos que recorren la novela, estudiaremos como una entidad aislada, sin que ello limite o torne menos comprensible su pensamiento.
La agudeza con la que Camus analiza a Kirilov, y por tanto a Dostoievski, no sería posible sin un profundo conocimiento de la obra de éste. La primera frase del capítulo no deja lugar a dudas: «Todos los personajes de Dostoievski se interrogan sobre el sentido de la vida». Con particular clarividencia, Camus ha logrado aclarar de entrada la cuestión de fondo que caracteriza la obra del ruso, explicando así su modernidad. Líneas más abajo, apunta: «En las novelas de Dostoievski la cuestión se plantea con tal intensidad que no admite sino soluciones extremas». Segunda cualidad por la que nuestro novelista, en cuanto ilustra sus ideas por medio de las últimas consecuencias que éstas provocan, es algo más que un novelista de su tiempo al trascender la novela de tesis por medio del hábil empleo de los más variados recursos estilísticos. La última de estas consecuencias es el llamado suicidio lógico, que tiene en Kirilov su más conseguida plasmación, pero que como Camus indica, ya había tratado en el Diario de un escritor, así como también, aunque de forma más dispersa, en sus anteriores novelas. De hecho, antes de pasar a hablar del suicidio lógico, de definirlo, habrá que diferenciarlo del suicidio convencional, que sin dejar de tener su lógica absurda, podríamos denominarlo «suicidio por desesperación», es decir el tipo de suicidio que comúnmente impulsa al individuo a la autodestrucción. Como en este ensayo de Camus, el problema del suicidio o de la tentativa de suicidio es una constante en la obra de Dostoievski. Pondremos un ejemplo. En el Diario, y como réplica a uno de sus superficiales críticos, el señor N. P, Dostoievski, respecto a un suicidio algo más sutil de lo habitual, escribe:
«Me gustaría hacer referencia a un asunto. En el número de octubre, informaba del suicidio de la hija de un emigrante: ‘Empapó un algodón en cloroformo, se lo llevó a la cara y se acostó en la cama. Así murió. Antes de morir escribió una nota: “Me apresto a emprender un largo viaje. Si el intento no sale bien, que se reúnan para celebrar mi resurrección con copas de Clicquot. Si sale bien, ruego que no me entierren hasta que esté muerta del todo, pues resulta muy desagradable despertarse en un ataúd bajo tierra. ¡No es nada chic!”»
El señor N. P., lleno de arrogancia, se enfada con esa suicida «frívola» y saca la conclusión de que su acto «no es digno de la menor atención». De buenas a primeras añade: «Me atrevería a afirmar que una persona que desea festejar su vuelta a la vida con una copa de champán en la mano, no ha sufrido mucho en esta vida, cuando la retoma de manera tan solemne, sin alterar sus costumbres y sin pensar siquiera en ellas».
¡Qué idea y qué razonamiento tan ridículos! Lo que más le ha fascinado es el champán. No obstante, si le hubiera gustado tanto el champán, habría seguido viviendo para beberlo, pero lo que hizo fue referirse a él antes de morir, antes de morir de verdad, sabiendo muy bien que seguramente iba a morir. No podía tener mucha confianza en sus posibilidades de volver a la vida, y además esa eventualidad no le ofrecía ningún atractivo, porque en su caso volver a la vida significaba enfrentarse a un nuevo intento de suicidio. Aquí el champán no significa nada; seguramente no tenía la menor intención de beberlo… ¿De verdad es necesario explicarlo? Mencionó el champán porque, antes de morir, deseaba permitirse una extravagancia abyecta y repugnante. Eligió el champán porque no pudo encontrar un cuadro más abyecto y repugnante que una borrachera para celebrar su «resurrección de entre los muertos». Necesitaba escribir algo así para cubrir de barro todo lo que dejaba en el mundo, para maldecir la tierra y su propia vida, para escupir sobre ellas y dejar constancia de ese escupitajo a sus deudos, a quienes abandonaba. ¿Cómo explicar tanto rencor en una muchacha de diecisiete años? ¿Y contra quién iba dirigido ese rencor? Nadie la había ofendido, no tenía necesidad de nada; se diría que murió también sin ningún motivo. Pero es precisamente esa nota, es precisamente el hecho de que en un momento semejante estuviera tan interesada en permitirse una extravagancia tan abyecta y repugnante, es precisamente todo eso lo que lleva a pensar que su vida había sido incomparablemente más pura de lo que sugiere esa ocurrencia abominable, y que el rencor, la inmensa amargura de su ocurrencia, testimonian, por el contrario, los sufrimientos y las torturas a que estaba sometida su alma, así como la desesperación del momento postrero de su vida. Si se hubiera dado muerte llevada de cierto apático hastío, sin saber muy bien por qué, no se habría entregado a esa extravagancia. Para analizar esa disposición de espíritu es necesario adoptar una actitud más humana. En este caso, el sufrimiento es evidente, y no cabe duda de que murió de angustia espiritual, después de muchos tormentos. ¿Cómo pudo atormentarse tanto una criatura de sólo diecisiete años? Pero ésa es la terrible cuestión de nuestro tiempo. He avanzado la hipótesis de que murió de angustia (una angustia demasiado precoz) y del convencimiento de que su vida carecía de sentido… y que ambas afecciones eran consecuencia exclusiva de la depravada educación que recibió en casa de sus padres, una educación basada en un concepto erróneo del sentido supremo y los objetos de la vida, que destruyó deliberadamente en su alma cualquier fe en su inmortalidad. Todo eso no pasa de ser una hipótesis personal, pero lo cierto es que no pudo quitarse la vida con la única intención de dejar esa miserable nota y asombrar a la gente, como parece sugerir el señor N. P.
Como vemos, la forma de este suicidio parece negar su fondo, pero Dostoievski, consumado estudioso de la contradictoria naturaleza humana, ha logrado interpretar el hecho sin caer en la burda explicación del señor N. P. y con él la del común de los espectadores pasivos que al tener noticia de algún suicidio lo interpretan de similar manera. Sin estar ante un suicidio lógico, el suicidio de la muchacha tiene algunos puntos de contacto con el de Kirilov. Su suicidio, siendo un acto de desesperación, está tratado con una calculada premeditación acentuada por la presunta nota cómica de la copa. Pero este dato, por su grotesco sentido último, termina de volver más escabroso el hecho. Puesto que tarde o temprano, probablemente, la muchacha se hubiera terminado matando, el apunte del champán, aunque accesorio (en cuanto que podría haber sido cualquier otra cosa descontextualizada), revela el sentido último de este suicidio, en absoluto espontáneo. El suicidio lógico, por el contrario, no es un suicidio por desesperación, aunque sí está ligado al sentimiento de angustia. Y Dios es la causa de ello. Camus resume perfectamente esta idea en la siguiente afirmación dada al referirse a Kirilov:
«Siente que Dios es necesario y que es preciso que exista. Pero sabe que no existe ni puede existir. ‘¿Cómo no comprendes —exclama— que ésa es razón suficiente para matarse?’».
Líneas más abajo, Camus expone el razonamiento en estos términos:
«Si Dios no existe, Kirilov es Dios. Si Dios no existe, Kirilov debe matarse, Kirilov debe matarse entonces para ser dios».
Estamos ante un razonamiento muy oscuro, pero de una lógica interna implacable. Para introducirnos en él, haremos escala en los dos personajes germinales de esta idea: los protagonistas de Memorias del subsuelo y El idiota. El hombre sin nombre de la primera y el príncipe Myshkin de la segunda son los precedentes indirectos de Kirilov, la ilustración de dos estados de conciencia tan opuestos como sensibles a su problema vital. El primero es un funcionario de unos cuarenta años que confiesa que no sabe vivir porque la vida apenas le ha trasmitido algo. En apariencia, su gran mal es la escalada burocrática y el absurdo de ésta, algo que guarda no pocos parangones con Kafka, pero Dostoievski va más allá del estudio del funcionario como víctima y verdugo. Este hombre anónimo de Memorias del subsuelo, a diferencia de los seres mediocres que le rodean, responderá a su problema por medio de una pregunta que es la clave para descifrar la novela: «¿Qué ocurriría si se diera el caso de que alguna vez la ventaja para el hombre no sólo pudiera, sino que debiera consistir en desear para uno mismo no ya algo ventajoso, sino algo que incluso fuera malo?». La respuesta a esta pregunta será ilustrada en la persona del príncipe Myshkin, el idiota del título de la segunda novela, personaje que por lo demás de idiota nada tiene, tratándose en realidad de una especie de traslación a nuestro tiempo de la figura de Jesús de Nazaret. Ninguno de estos personajes, ni el hombre anónimo ni el príncipe, se suicidará al final de su historia, pero ambos quedarán devastados, sobre todo el segundo. Para Dostoievski, la conciencia no sólo es la enfermedad del hombre civilizado, sino que mata la vida: «El incremento de conciencia viene a ser proporcional a la pérdida de la capacidad vital». Kirilov, en su extremo grado de lucidez, es el punto culminante de esta idea, y de esta idea Camus se hace eco cuando escribe:
«El ingeniero Kirilov declara en alguna parte que quiere quitarse la vida porque ‘ésa es su idea’. Está claro que hay que tomar la frase en su sentido propio. Se dispone a morir por una idea, por un pensamiento. Ése es el suicidio superior».
Pero acudamos al fragmento al que Camus nos remite. Está situado en el primer capítulo de la segunda parte. Se trata de un diálogo entre el protagonista de la novela, Nikolai Stavrogin, quien resuelve ir a casa de Kirilov para pedirle unas pistolas con las que batirse en un duelo. La pluma de Dostoievski lo expone así:
«— ¿Pero no ha decidido pegarse un tiro?» le pregunta Nikolai a Kirilov, prosiguiendo el diálogo de este modo:
«— ¿Y eso qué tiene que ver?» Responde Kirilov. «¿Por qué juntar lo uno con lo otro? La vida es una cosa y eso es otra. La vida existe, pero la muerte no existe en absoluto.
«— ¿Cree usted en una futura vida eterna?» añade Nikolai.
—No. No en una vida futura eterna, sino en una vida presente eterna. Hay momentos especiales, se llega a uno de esos momentos, de pronto se para el tiempo y se convierte en eternidad.
—¿Espera usted llegar a uno de esos momentos?
—Sí.
—Eso es apenas posible en nuestro tiempo —declaró Nikolai, sin asomo de ironía, lenta y reflexivamente–—. En el Apocalipsis, el ángel jura que ya no existirá el tiempo.
—Lo sé. Lo que allá se dice es verdad. Cuando la humanidad entera alcance la felicidad no existirá el tiempo, porque ya no será necesario. Es un pensamiento muy verdadero.
—¿Dónde lo meterán?
—No lo meterán en ningún sitio. El tiempo no es un objeto, sino una idea. Desaparecerá de la mente.
—Los viejos lugares comunes de la filosofía. Han sido los mismos desde el principio de los siglos —murmuró Nikolai en tono de desdeñosa lástima.
—¡Los mismos de siempre! ¡Los mismos desde el principio de los siglos y nunca habrá otros! —confirmó Kirilov con ojos brillantes, como si tal idea fuera su prueba victoriosa.
—Usted, a lo que parece, es muy feliz, Kirilov.
—Sí, muy feliz —contestó éste, como si diera la respuesta más ordinaria. —Efectivamente, esa idea es el tiempo, y sólo Dios está por encima de él. Para que Kirilov pueda convertirse en Dios deberá acabar antes con el tiempo.
A la pregunta de Nikolai «¿Cree usted en una futura vida eterna?», Kirilov responde:
«No. No en una vida futura eterna, sino en una vida presente eterna. Hay momentos especiales, se llega a uno de esos momentos, de pronto se para el tiempo y se convierte en eternidad». En una parte del capítulo del ensayo, Camus escribe la que bien pudiera ser la coda a esta idea: «Convertirse en dios es solamente ser libre en esta tierra, no servir a un ser inmortal. Es sobre todo, por supuesto, sacar todas las consecuencias de esta dolorosa independencia. Si Dios existe, todo depende de él y contra su voluntad nada podemos. Si no existe, todo depende de nosotros».
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* Ramiro Urgilés Córdova es escritor ecuatoriano de 19 años. Ha publicado artículos en las revistas Veritas (2015 y 2016) y Gaceta Cultural de República Sur (2018). En 2016 participó en el Taller literario sin fronteras. En 2012 recibió la Mención de honor en el IX encuentro literario juvenil. En 2017 obtuvo el quinto puesto en el II concurso de micro ensayo «Hacia nuevos rumbos».