Literatura Cronopio

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«EL ENTENADO»: MITO Y ETERNIDAD A TRAVÉS DE LA ESCRITURA

Por Diana Ramírez*

«Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto
y difícil de situar en un punto preciso del tiempo
y del espacio, para mí, que vengo de la nada,
su realidad es mucho más problemática».
(Juan José Saer)

La novela de Juan José Saer, El entenado es la crónica del viaje de un anónimo grumete quien por azar visita el mundo de los colastiné, unos indios caníbales que le permiten sobrevivir dentro de su tribu durante diez años. Es una narración que atañe a las observaciones del grumete sobre la vida, costumbres y el lenguaje de esos indios.

La obra saeriana se caracteriza por su establecimiento geográfico-mítico dentro de «la zona», y esta novela no es la excepción. Los colastiné, tribu que debe su nombre al río cuya ubicación real se halla en Santa Fe, son los protagonistas de este relato, anónimos, en colectividad y sólo diferentes en algún matiz o peculiaridad, al igual que las estrellas en el cielo, tal como lo plantea el narrador, sin cuyo testimonio la existencia de la tribu, la suya propia y la de la escritura no ofrecen sentido alguno.

En el presente escrito se establece un seguimiento de los temas principales de la novela: la manifestación del eterno retorno, la escritura como forma de conformar una realidad y el lenguaje como explicación de la existencia. El viaje a un territorio inexplorado se plantea como una metáfora de la creación de la literatura y ésta, al usar la memoria del único recuerdo que llena la vida del narrador-protagonista, es una aventura que conlleva al viajero a perderse, a tratar de formular con palabras lo que ha visto y vivido. Saer, yendo aún más lejos, decide a través del entenado, un anónimo forastero en tierras exóticas, replantear la idea de formar la totalidad de una existencia a partir de las palabras, trascender con ellas; trascender en la memoria individual y colectiva con el lenguaje y plantear a la escritura como único modo de preservar, comprender las vivencias y con ello, obtener de algún modo una evidencia, ya no digamos una certeza, de que fue parte de una realidad.

El entenado nos presenta una serie de planteamientos que aparecen a lo largo de la obra saeriana, tales como la creación de la literatura, el viaje circular a través de la existencia, la historia de una historia y por supuesto, el cuestionamiento de la realidad por medio de la enunciación. Esta novela posee varios intertextos, además de estar interrelacionada con la obra del autor a través de sus temas y la llamada «zona saeriana». Julio Premat en su estudio «El eslabón perdido. El entenado en la obra de Juan José Saer» (1996) menciona dos de los intertextos más importantes: el relato de Francisco del Puerto —referente histórico— y «El informe de Brodie», de Jorge Luis Borges.

En este escrito no nos detendremos en la anécdota de Francisco del Puerto, pero sí nos ocuparemos de la relación con el cuento de Borges, ya que ambos poseen conexiones, que no sólo se enfocan en el intertexto originario, sino que buscan profundizar en su reflexión sobre el lenguaje y con ello sobre la naturaleza del hombre, su organización y estructura social. Las ideas que ambos relatos plantean sobre la cualidad metafísica del lenguaje, la creación de éste y cómo al nombrar aparece la magia o la imposibilidad de la realidad son los temas que ambos autores tratan en sus relatos. Saer, a través de la construcción del lenguaje de los indios, la vincula con la idea de cómo el lenguaje busca afianzar al hombre a un determinado momento, cómo se persigue la trascendencia y por supuesto, cómo este hace al hombre, y cómo el ser humano busca apropiarse de la realidad afanosamente a partir de repetir, ya sea en lenguaje o actos, las situaciones que le rodean y parecen aportarle un poco de sentido a su existencia en medio de una naturaleza dentro de la cual él se sabe diminuto y perecedero.

EL MITO DEL ETERNO RETORNO EN LA NARRACIÓN

El entenado es el relato de la historia de un desarraigado en el final de su vida contando un viaje que marcara su juventud y a partir de la narración de ésta vuelve una y otra vez a la misma experiencia originaria, puesto que el personaje narrador encuentra en ella su sentido, es un viaje eterno en la memoria del grumete al caserío, es la vuelta al río, a ser nuevamente el testigo, el narrador que revive a través de su recuerdo a los indios una y otra vez, de modo tan necesario que lleva a pensar que el destino de la obra que leemos es precisamente conferir vida, recuperar los instantes de todo lo que concedió la oportunidad de un momento entre la vida, de tener un modo familiar de realidad, ya que el protagonista no es sólo un solitario, es un individuo que se describe en una situación de desamparo que lo convierte en el ser prefecto para esta narración: «Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia». (1983, p.35).

Testigo, narrador, protagonista, escritor, crítico de su propia obra, un individuo que asume una identidad a partir de los papeles que va desempeñando, pero que sugiere en cada uno de ellos un retorno, tanto a su orfandad, como a ese encuentro que ha de marcarlo y determinarlo. De esta manera, Saer muestra el mito del eterno retorno que nos hace vivir la literatura: asistimos a un relato destinado a ser imperecedero siempre y cuando sea leído, a existencias que se despliegan con la condición de que la escritura sea recibida.

En El entenado destaca que el personaje es un huérfano perdido en la inmensidad de una aventura que le supera, solitario en su lenguaje y en la función que se le concede dentro de los colastiné. Cabe recordar que la palabra entenado hace referencia a adoptado, a un hijo de un matrimonio previo, a un arrimado. Y este es el término más apropiado para el narrador-protagonista, tanto por su orfandad, como por su posición desarraigada en todo aspecto. Foráneo, totalmente aislado en medio de una tribu de la cual no sabe muy bien qué esperar, el grumete se convierte en la imagen del extranjero perdido no sólo en tierra extraña, sino en la propia búsqueda de sentido, en la inmensidad de la soledad que implica el aislamiento de quedarse con sus pensamientos y su lenguaje, con su modo de configurar la realidad y a partir de ello, tratar de entender la lengua ajena.

La pérdida de su lengua materna acentúa aún más su condición de orfandad, ya que la alegoría de la relación con una patria, cultura o lenguaje en común es otro modo de desvincular al narrador-testigo, de tal modo que a lo largo de toda la novela y de su existencia lo único que ha de poseer es su memoria y a partir de ella se arraiga a la única realidad concreta que ha de acompañarle: la escritura. Mediante escribir esos recuerdos, el entenado vive nuevamente entre los indios, retornando a ese tiempo, ya que su vida transcurre a lo largo de todo lo que conlleva la aventura primordial de sus días entre los colastiné:

Si lo que manda, periódica, la memoria, logra agrietar este espesor, una vez que lo que se ha filtrado va a depositarse, reseco, como escoria, en la hoja, la persistencia espesa del presente se recompone y se vuelve otra vez muda y lisa, como si ninguna imagen venida de otros parajes la hubiese atravesado. Son esos otros parajes, inciertos, fantasmales, no más palpables que el aire que respiro, lo que debiera ser mi vida. Y sin embargo, por momentos, esas imágenes crecen, adentro, con tanta fuerza, que el espesor se borra y yo me siento como en vaivén entre dos mundos. (1983, p. 58).

En esa condición de oscilación entre los dos mundos ha de transcurrir la vida del entenado, por ello es que la escritura, el reaprehender la palabra y a moldear con ella las imágenes de su memoria se convierte en el fundamento de su existencia. La vuelta, el eterno retorno a la memoria, al flujo de las imágenes de los años entre los indios, la inquietud de las reflexiones con las que el entenado trata de explicar y de explicarse la concepción de la realidad, lo vuelven no sólo el testigo, sino el partícipe, el asimilador de una búsqueda de realidad que le supera, si bien su contribución se reduce, una vez más de vuelta al ciclo, a relatar desde su memoria lo que ha vivido entre los indios.

Mircea Eliade en El mito del eterno retorno explica cómo es el proceso en que la realidad sólo se aprende al ser repetida, y en el sentido metafísico en el cual se desarrolla El entenado, partiendo de la premisa de la existencia de un observador externo, que trata de explicar el mundo ajeno, ya que sólo a partir de éste él ha tenido una historia. Los recursos que emplea para hablarnos del ciclo son una serie de determinados rituales demarcados por actos y palabras para sostener no sólo la existencia individual sino también la colectiva. María Cristina Pons en «El lenguaje del caos» (2011) identifica este proceso con el surgimiento del lenguaje, ella lo propone como parte del caos y de sus ordenaciones, dejando a un lado el carácter paródico o irónico de la novela e interesándose «de un modo más borgeano por lo poéticamente exacto que por lo históricamente verdadero» (2011, p.97):

La memoria y la escritura son para el entenado los únicos medios con que cuenta para llevar a cabo el único acto que justifica su vida, dar testimonio de la tribu aniquilada […] Pero se trata de una realidad donde lo real y la apariencia, los sueños y los recuerdos, se confunden. […] Se pueden vincular los conceptos de memoria, esperanza y deseo, que son frecuentes en el texto de Saer, a la dimensión mítica del caos y de la creación. (2011, p. 108).

La noción de realidad que va creando el entenado es mediante el recuerdo y la necesidad de cohesionar esa memoria. La importancia o lo definitivo de la escritura funcionan como mecanismos de estructura existencial. Mediante la repetición del recuerdo la vida, la aventura en el caserío de los colastiné se vuelve perceptible, real; primero, al ser narrada para el padre Quesada, luego en la comedia con los actores itinerantes, después, y a modo de legado, en su relato escrito.

En esta historia, la reflexión acerca de narrar es el sentido de la existencia, si bien María Cristina Pons y Julio Premat lo señalan en sus respectivos artículos sobre este texto, en este escrito sólo cabe agregar que la novela de Saer plantea la interesante cuestión de contar una sola historia determinante para definir una existencia, un relato único que marca y cuestiona a cerca de la función que se desempeña en éste –aunque parezca que sólo se puede ser un observador– la propia metáfora del lenguaje y las palabras usadas por los colastiné contribuyen a crear el significado e importancia que cobra esa determinada existencia, como se verá más adelante.

Mircea Eliade, uno de los principales estudiosos sobre la mitología y sus ciclos, al hablar del hombre y del mito del eterno retorno, hace hincapié en la necesidad de realidad del ser humano como ser social, ya que a partir de ésta, el hombre puede observar su propia esencia: «La conciencia social del hombre depende de un doble acto, de identificación y de discriminación. El hombre no puede encontrarse a sí mismo, ni percatarse de su individualidad si no a través del medio [sic] de la vida social». (2008, p. 327) Tal afirmación viene a colación porque el entenado es un individuo cuya consciencia social sólo se construye a partir de la vida entre los indios, y su ser siempre llevará la esencia de éstos en la búsqueda de sentido sobre sí mismo que emprende con el acto de narrar.

En cuanto al tema de pertenencia social, es notable que el texto incide sobre la necesidad de los colastiné de ser colectividad, de no distinguirse demasiado, de ser todos anónimos, lo cual destaca la notable ausencia de nombres (exceptuando al padre Quesada, personaje creado para pervivir, para ser llamado por su nombre), y tal situación podría asumirse como una búsqueda de semejanza por parte del entenado; al ser todos anónimos, él continúa participando de su papel asignado en la tribu.

El narrador testigo, a quien por su anonimato, condición y circunstancia le viene perfecto ser nombrado como entenado, remata la propuesta de verse a sí mismo como buscando apegarse a esa familia, a ser parte de ellos de algún modo, si bien él mismo sabe que no puede pertenecer a ellos. De allí su afán por hallar el sentido de todo lo visto, tratando de entender tiempo y ser, colocando a los colastiné y a sí mismo como parte de una cadena metafísica, y por supuesto, organizando el relato en una dimensión mítica a partir del acto de narrar, tal como plantea Eliade: «Los varios modos de expresión constituyen una nueva esfera, poseen una vida propia, una especie de eternidad mediante la cual sobreviven a la existencia individual y efímera del hombre». (2008, p. 328).

Y lo anterior se entiende no sólo asumiendo al mito como historia con un tiempo eterno, sino también como el relato que proporciona sustrato de sentido para la existencia. Cabe siempre tener presente que el entenado es un sujeto aislado, en situación de orfandad total, buscando pertenecer a una realidad y es a través de su aventura que la experiencia con los indios lo sostiene, lo hace transcurrir y sobrellevar lo que será el resto de su vida a partir de que los indios lo mandan con lo que ellos creen que es su tribu. Pero esta situación implica un ciclo mítico que contiene el apocalipsis para los indios, tal como afirma Julio Premat:

El grumete, por el hecho de ingresar en el universo de los indios, está trayendo consigo la destrucción; su llegada no se integra en los ciclos que rigen la vida de la tribu; su presencia, consecuentemente, prepara y sugiere los fundamentos de una cronología y de un relato. La imposibilidad de los colastiné de devolver el adolescente a su tribu de origen, y por ello, su larga estadía en el caserío […] el grumete no produce solamente muerte y destrucción, sino que también, y sin saberlo, introduce en la circularidad las huellas de lo definitivo: es decir el relato que luego crea, y el medio usado para lograrlo: la escritura. (1996, p.82).

La presencia del entenado es la introducción a la mitología para los colastiné, de la cual ellos parecen ser conscientes, ya que siempre dejan a alguien vivo para que sea el testigo del ritual: a través de un narrador, su mundo, sus costumbres y sus ciclos se convierten en relato, poseen una realidad al ser observados. Y he aquí uno de los planteamientos centrales del texto: la existencia del entenado se sustenta en el hecho de haber estado entre los indios, de ser el que atestiguaba, moldeando a la par el sentido y la realidad de su propia presencia en esa historia que le regala el propósito de su existir y, sin ser consciente de ello, él introduce la destrucción de ese mundo, tal como señala Premat. En compensación, la nueva esfera que ha de construirse, que implica memoria y existencia es, por supuesto, la literatura.

La escritura resulta construcción y destrucción, génesis y apocalipsis. El entenado es un personaje sostenido a través de su escritura. Saer crea un narrador perfecto que existe por y para el lenguaje. Su función asignada entre los colastiné es el sentido de su vida, es, como en todo relato de aventuras, una misión que en un principio no resulta del todo clara, por más que se esforzara por entenderlos:

Que algo les faltaba era seguro, pero yo no alcanzaba, viéndolos desde fuera, a saber qué. Espiaban el día vacío, el cielo abierto, la costa luminosa, con la esperanza de recibir, del aire que cabrilleaba, un llamado o una visión. Como sin centro y sin fuerzas derivaban, esperando. […] parecían presentir la falta de algo sin llegar a nombrarlo, como si buscaran sin saber qué buscaban ni qué se les había perdido. (1983, p. 75).

A lo largo de la observación de los ciclos y del aprendizaje del lenguaje, el entenado asimila, por repetición, en esos diez años de análisis de esos hombres que le resultan tan ajenos como él mismo, que sólo a fuerza de repetirse es para él un comienzo, un contacto que le hace poco a poco entrar en la propia dimensión cíclica de los colastiné:

El regreso de los acontecimientos, en un orden idéntico, era todavía más asombroso si se tiene en cuenta que no parecía provenir de ninguna premeditación, que ninguna organización planeada de antemano los determinaba, y que los días medidos, grises y sin alegría de esos indios, los iban llevando poco a poco, y sin que ellos mismos se diesen cuenta, hasta ese nudo ardiente que era su única fiesta, de la que muchos salían maltrechos y a duras penas, y en la que algunos quedaban enredados por toda la eternidad. Era como si bailaran a un ritmo que los gobernara –un ritmo mudo, cuya existencia los hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real pero indeterminada, como la de un dios. (1983, p. 79)

En el sentido de la novela, relacionado de modo profundo con rituales, ciclos y mitos, cabe recordar a Mircea Eliade al afirmar: «Si nos tomamos la molestia de penetrar en el significado auténtico de un mito o de un símbolo arcaico, nos veremos en la obligación de comprobar que esta significación revela la toma de conciencia de una cierta situación en el cosmos y que, en consecuencia, implica una posición metafísica» (2008, pp.13-14). Esta es una de las premisas de construcción existencial del entenado, tanto del texto como del personaje-narrador, ya que nosotros como lectores asistimos a su toma de conciencia, nos convertimos en los testigos de su historia, vemos el mito y las ordenaciones de la existencia de los colastiné realizada a partir de ser escrita, y todo ello cobra forma a través de la memoria.

El planteamiento metafísico que hace Saer comienza con la evocación, las imágenes que persisten en el viejo narrador que escribe; que escribe para ser leído, para dar cuenta de su memoria y al mismo tiempo, se escribe puesto que en esa historia va el hito de su existencia, sin tiempo, perteneciente a la mitología que le confiere sentido a toda su vida.

El flujo de memoria, un hilo atemporal que circula a través de la narración, es un tópico que busca ahondar en el sentido de la existencia no sólo del entenado, sino de una percepción de la misma, heredada a él a través de su observación de los indios, del aprendizaje de su lengua, de sus diez años como testigo. El mito que Saer despliega en la novela no concierne sólo a la ficción en el tema de la figuración nemotécnica, sino también al lenguaje como sentido de realidad, ya que a través de la formación de una idea, proveniente de una palabra, o en este caso, de la escritura, todo vuelve una y otra vez, la imagen misma de lectura es un eterno retorno. A decir de Eliade:

Pero descubrimos al mismo tiempo la estructura cíclica del tiempo, que se regenera a cada nuevo «nacimiento», cualquiera que sea el plano que se produzca. Ese «eterno retorno» delata una ontología no contaminada por el tiempo y el devenir […] el devenir de las cosas que vuelven sin cesar en el mismo estado es por consiguiente implícitamente anulado y hasta puede afirmarse que «el mundo queda en su lugar» […]. Todo recomienza por su principio a cada instante. El pasado no es sino la prefiguración del futuro. Ningún acontecimiento es irreversible y ninguna transformación es definitiva (2008, p. 90).

La intención de colocar a un extranjero entre los indios funciona de manera magistral en El entenado: un forastero en tierra extraña cuya obligación es aprender la lengua y la realidad cultural que ese lenguaje implica, para poder acceder a una posible comprensión de la realidad, tal como ese grupo social la concibe. La cruda metáfora de la que parte Saer, para esta lectura, es devorar al otro. Los colastiné engullen la carne de los otros, el entenado los devora a ellos en una narración.

MEMORIA, LENGUAJE: LITERATURA Y ETERNIDAD

La temática metafísica que plantea El entenado concierne al lenguaje. Gracias a la relación metalingüística de las reflexiones, análisis y búsquedas que emprende el discurso del narrador, se accede a los planteamientos que realiza el autor a partir de la novela. Este hecho es recurrente en la obra saeriana, siendo evidente el tema de la memoria y la narración en Cicatrices (1969), El limonero real (1974) o en el modo en que la literatura emplea el lenguaje, como en La pesquisa (1994) o Nadie nada nunca (1980).

Dado que no me detendré en la metaintertextualidad de la obra saeriana, sí quiero destacar la intertextualidad que posee El entenado con «El informe de Brodie» (1974), de Jorge Luis Borges, tema abordado tanto por María Cristina Pons como por Julio Premat. No se trata solamente del tema de la historia de un hombre perdido entre salvajes, sino que ambos argentinos problematizan la concepción metafísica de la realidad a partir del lenguaje usado por los nativos. En el caso de Borges, él describe algo como un idioma ideográfico-conceptual, plurisignificativo y contextual:

El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas. (2015, pp.166-167)

La descripción que se hace de la lengua de los Yahoos da cuenta de una complejidad que implica problematizar el modo de crear las ideas, por supuesto, un modo laberíntico, dado que idea y realidad van siempre de la mano en los tópicos borgesianos, rematando en «El informe de Brodie» con la reflexión sobre la abstracción de la escritura:

La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral. (2015, p.167)

Este laberinto lingüístico destaca porque la idea sólo se hila de modo oral y el cuento la rompe al materializarla en la escritura, haciendo que a través de otro lenguaje, circule la noción del idioma Yahoo, pero ahora inmerso en un nuevo sistema, que es el literario. Desde mi propuesta de lectura, quiero observar este intertexto como reflexión acerca de la creación de la realidad, a la lengua como sustrato de sentido y por ende, como generadora de mitos. Asimismo destaca cómo desde el lenguaje y la palabra operan desde el eterno retorno, específicamente para el caso de la novela de Saer, que habla sobre el lenguaje, el significado de las palabras y la realidad de éstas, aún en conceptos tan concretos y simultáneamente abstractos como la muerte:

Un observador esporádico hubiese podido pensar que ese idioma iba construyéndose según el capricho del que lo hablaba. Más tarde comprendí que aun hasta al capricho nuestro entendimiento le inflige leyes que le dan la ilusión del conocer e incluso en eso la vida de los indios contrastaba con la de los otros hombres entre los que había vivido y viviría. Esa vida me dejó —y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación— un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza. (1983, p. 85)

La relación intertextual no acaba con el idioma; otro de los guiños es el canibalismo. La diferencia estriba en el tratamiento metafísico del tema. Lo que para Borges es degeneración, para Saer va más allá, ya que se equipara a la idea de realidad y se vuelve parte de la armonía de los ciclos, del eterno retorno y por ende, de la noción de sentido de la tribu: «Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el objeto de comerse a sí mismos». (1983, p. 130)

La concepción cíclica de creación y destrucción a través del acto de devorar, de engullir la carne y de tener un testigo viene a rematar la idea de pervivencia, de afán de trascendencia colectiva que parece buscarse en todos los actos y costumbres de la tribu. El destruir y construir al otro, que es comerlo con la idea de comerse a sí mismos en una orgía que Saer narra de modo detallado y que posee toda clase de excesos en cuanto a consumo. Esa orgía es un ritual que debe llevarlos a extremos, aún a la muerte, como si los indios no pudieran probar que morirían, así como no podían probar su existencia sino mediante el observador, el testigo, cuya presencia, en el lenguaje de los colastiné, es plurisignificativa y ambigua, al igual que todo su idioma. El ejemplo de ello, es el modo en que lo nombran:

Def-ghi significaba a la vez muchas cosas dispares y contradictorias. Def-ghi se le decía a las personas que estaban ausentes o dormidas; a los indiscretos, a los que durante una visita, en lugar de permanecer en casa ajena un tiempo prudente, se demoraban con exceso; def-ghi se le decía también a un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde que a veces domesticaban y que los hacía reír porque repetía algunas palabras que le enseñaban, como si hubiese hablado […] le decían def-ghi al reflejo de las cosas en el agua […] Llamaban def-ghi a todo eso y a muchas otras cosas. (1983, p. 133)

Todas las cosas nombradas e identificadas bajo el mismo concepto tienen rasgos comunes: coinciden con la descripción de la oscura existencia del entenado, confunden y al mismo tiempo, parecen ser una parodia de todas las funciones transitorias por las que ha de transcurrir la existencia de éste.

Todos los nombres son transitorios, no conservan una especial individualidad y parecen integrarlos dentro de la tribu. Los indios en sí mismos contienen un conocimiento que les permite ser una personificación del eterno retorno dado que la tribu parece conocer la esencia de la naturaleza humana, la va representando de modo dramático y alegórico a lo largo de todo su ciclo anual y culmina con el devoramiento. Durkheim sostiene que: «No es la naturaleza, sino la sociedad el verdadero modelo del mito» (Apud E. Cassirer, 1977, p. 327), y dadas las condiciones del relato del entenado, el lector entra en una dimensión mítica que se vuelve completamente literaria al ser narrada por escrito (intención perfectamente observable), mostrando cómo el universo literario a la par que destruye el mundo de los colastiné, les concede una trascendencia distinta.

El entenado es una figura cuyo oscuro puesto encierra también el eterno retorno; al mito, a la palabra, a la memoria; es tan anónimo como cada uno de los indios, pero su legado persigue trascendencia. Al final, al momento de la escritura, el narrador hila su destino, en cada palabra revive sus memorias y reorganiza el caótico eterno retorno que fluye en ella sólo a través del acto de la literatura. El narrador conjura todo lo que ha testificado mediante palabras, tiene la honestidad de conservar a todos anónimos porque al final, aún en su memoria, los indios, la realidad y él mismo poseen lo inabarcable, pueden ser narrados, descritos a profundidad, pero la esencia y la naturaleza de las cosas conserva su cualidad inabarcable; la naturaleza humana es precaria y, al igual que las estrellas, el universo, puede ser factible de nombrarse, pero resulta imposible preservarlo, si bien el deseo del hombre por saberlo real es siempre persistente.

REFERENCIAS

Borges, Jorge Luis. El informe de Brodie, 2015, Sudamericana/Debolsillo, Barcelona.

Cassirer, Ernst. Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, trad. Eugenio Ímaz, 1977, Fondo de Cultura Económica, México.

Eliade, Mircea. El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición, trad. de Ricardo Anaya, 2008, Alianza Editorial, Buenos Aires.

Pons, María Cristina. «El lenguaje del caos en El entenado de Juan José Saer». Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 2011, Año 37, No. 74 (2011), pp. 93-110. Centro de Estudios Antonio Cornejo Polar https://www.jstor.org/stable/41940839?seq=5#page_scan_tab_contents

Premat, Julio. «El eslabón perdido. El entenado en la obra de Juan José Saer», Caravelle, n°66, 1996. pp. 75-93. Tolousse. https://www.persee.fr/doc/carav_1147-6753_1996_num_66_1_2686

Saer, Juan José. El entenado, 1983, Ediciones Folios, México

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* Diana Ramírez. Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México, Maestra en Humanidades: Estudios Literarios por la Universidad Autónoma del Estado de México, misma institución en la cual estudió la Licenciatura en Letras Latinoamericanas. Su trabajo crítico se enfoca al estudio la teoría del mito y del símbolo aplicados a la literatura latinoamericana contemporánea. Ha publicado artículos críticos sobre Julio Cortázar, Juan José Saer, Roberto Ampuero y Alberto Chimal en revistas especializadas nacionales e internacionales (Castálida, E-ScriptaRomanica, Romanica Olomucensia, Kañina: Revista de Artes y Letras de la Universidad de Costa Rica, entre otras). Es autora del ensayo crítico Un puente para el Hombre Nuevo: la obra de Julio Cortázar bajo una perspectiva mitocrítica, publicado en 2017 por la Secretaría de Cultura del Estado de México.

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