Literatura Cronopio

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ASFIXIA

Por Natalia Barriga Gómez*

Era jueves y el reloj marcaba las 2:00 am. María despertó, como de un golpe. Tenía los ojos muy abiertos por culpa de un fuerte ronquido que venía del cuerpo que también ocupaba su cama desde hace 23 años: un bulto gordo hecho cobijas que subían y bajaban con su respiración, un bulto que amenazaba acabar con el escaso oxígeno de la habitación. Arrinconada en el pobre espacio que ocupaba su cuerpo delgado, se preguntaba qué hacía todavía allí, con él.

Como si los ronquidos fueran un presagio, a las 2:02 María supo qué hacer. Se iría la noche siguiente, en pijama, sin maletas ni pertenencias para evitar las sospechas de su esposo y las pocas preguntas que tal vez, de forma no muy interesada, harían sus hijos. Llamaría para que un carro la esperase dos calles atrás y conducirían toda la noche, para que al amanecer no encontraran rastro de ella. Los primeros días seguramente se alarmarían ante lo extraño, llamarían a la policía para buscarla, y luego, a las semanas quizá, como sucede con todo lo que ya se ha empezado a descuidar y que ha perdido valor de a poco, la olvidarían.

Al día siguiente, el rostro de María estaba distinto, delatba cierta cosa, no sería preciso decir que era regocijo o goce, era más bien la expresión que usan las mujeres cuando saben que han hecho una conquista digna de alarde, pero que deben callar. Con pausa tendió la cama, que ocupaba un espacio pequeño en esa habitación grande y matrimonial, atiborrada de cosas innecesarias, mientras recordaba aquellos años de soltería en que ésta era el único objeto que había en el lugar oscuro y estrecho en el que, a pesar de todo, vivía a placer.

Esa mañana la madre acarició con ternura el cabello de sus hijos, castaño y suave, delicadamente peinado hacia al lado derecho: imitando al de su adorado padre. Aunque no era domingo, en el desayuno hubo huevos con maicitos, queso, chocolate y pan. Gordo e insípido, el esposo se sentó en la mesa sin pronunciar palabra, sin probar bocado. Al otro lado de la frontera ella lo recorría con la mirada de pies a cabeza, apuntó unos segundos a esa masa colgante que era su barriga, la mirada escaló hasta su papada, franqueó el resto y cayó, como en una trinchera de los vencidos, en sus ojos opacos y sombríos.

La esposa esperó a que todos se levantaran de la mesa y comenzó a recorrer con serenidad la casa. Con la yema de sus dedos rosaba todo aquello por donde el tiempo había pasado: las paredes sucias, los muebles roídos, las plantas secas. Tenían que verla: parecía bailar lento, como si fuera al ritmo de un suave y tenue bolero, danzaba en esa playa con brisa esquivando los objetos domésticos, hasta que en la esquina que separa el baño de la sala de estar, chocó con el cuerpo de su esposo. Ya no había brisa, solo las preguntas que en silencio le hacía él con una mirada entre irritante e inquisitiva.

El bolero quedó a medias.

2:00 p.m. El esposo sale de casa para el trabajo. A las 2:01 ya estaba refunfuñando, recordando aquella mirada de su esposa, aceleraba, frenaba, gritaba, ¡¿era acaso un reclamo lo que le hacía María? ¿podría ser tan cínica, tan descarada?! A las 2:02 el pito estridente de otro carro que le reclamaba haberse pasado un semáforo en rojo, lo sacó del letargo de odio, al tiempo que supo lo que tendría que hacer. Horas después inventó una excusa trivial y salió temprano del trabajo. Se encontró con un viejo amigo que rápidamente le entregó un objeto y desapareció. Lo guardó con cuidado en un maletín, miró hacia todas las direcciones para asegurarse que no había testigos del encuentro y se marchó.

Llegó a casa a las 5:30. Los reunió a todos en la sala, y pidió a sus hijos que se hicieran cada uno al lado de su madre, porque en unos minutos ella tendría algo que explicarles.

La esposa lo miraba como siempre, como en los últimos años: como si fuera un gran sapo café, gordo y con verrugas en medio de una sala de baile francés. Él se demoró, es cierto, en darse cuenta de ello, la ceguera del hábito, quizá. Fue esa mirada alimentada con los años lo que le llegó de súbito en el carro. Al verla inmutable en el sillón cerró el puño con rabia y dolor, sus venas se comenzaron a brotar y sus ojos, teñidos de rojo, parecían gritar. Llegó el conflicto: quiso decir algo de lo mucho que había ensayado, pero su mano gruesa, temblorosa y velluda se le adelantó sacando el objeto que guardaba en el maletín. Apuntó. Primero se escuchó un quejido y luego el estruendo de un disparo acompañado por incontables chillidos. El cuerpo cayó al suelo. La bala le había perforado la garganta. La muerte había sido inmediata, solo el dedo gordo de la mano derecha cabeceó agonizante. Los hijos lloraban, temblaban, cerraban los ojos tratando de esquivar de su mirada el cuerpo en el suelo, rodeado de la amorosa sangre oscura y espesa que amenazaba en deslizarse hasta sus pies blancos, descalzos y fríos. Las manecillas del reloj no dejaban de girar, por fin uno de los hijos pudo romper la agonía que los tenía inmóviles, llamó a la policía. La casa se llenó de personas que inspeccionaban el lugar, tomaban fotografías y hacían preguntas que ellos no sabían cómo responder, preguntas que morirían, como muchas cosas esa noche, en el eco de las habitaciones vacías.

El rostro pálido de la mujer tenía la misma expresión con la que se había despertado esa mañana: una mueca que escondía una leve sonrisa, pero su mirada parecía perdida en algún lugar lejano al que no se podía llegar. A las 8:30 se escuchó el sonido de la puerta al cerrar. El charco de sangre, el cuerpo y los agentes de ley, no estaban ya. La mujer se fue a su habitación. A las 9:02, después de sonreír frente al espejo, respiró amplia y profundamente, como recobrando el aire que le había sido robado durante media vida. Con suavidad se extendió en el centro de la cama, como queriendo abarcar todo el espacio, como un cuerpo que lleva horas buscando el mar para poder flotar.

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* Natalia Barriga Gómez es estudiante de Comunicación Social–Periodismo de la Universidad del Quindío (Colombia). Ha publicado algunos cuentos y crónicas en la Revista El Rollo. Colaboró en el proyecto de una edición cartonera, que recoge relatos y crónicas de mujeres del Quindío, allí escribió cuatro textos. También fue la editora del periódico de la Red de Bibliotecas Públicas del Quindío, «Quindío Lee». Actualmente hace parte de la revista universitaria Vía Alterna, y de la Revista El Rollo y su programa radial «El Rollazo». Con un grupo de compañeros amigos ganó en la categoría radial como Mejor informativo, en los premios de periodismo universitario Corte Final, de la Universidad Católica de Pereira. También el texto de ficción «Asfixia», quedó postulado como Mejor texto de ficción.

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