Literatura Cronopio

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LA MUERTE DEL PRINCIPITO

Por Alejandro Castillejo Cuéllar*

Para Sara, Felipe
y Antoine, in absentia.

Lo conocí en una ocasión, en una vía frente al océano, de camino a Dakar.

Recuerdo mucho los parajes y los habitantes de aquel lugar: el beduino caminante de morados profundos que emergía de la nada como un fantasma en medio de la carretera, la arena finísima que se colaba por los zapatos, la sensación honda de estar allá, en un lugar que no lograba entender pero que sentía cerca. Iba para el sitio donde los esclavos habían sido embarcados, un pequeño islote frente a las costas de la ciudad. Era otro viaje más a uno de esos lugares donde la humanidad había demostrado su creatividad para la crueldad.

De las tierras de donde provengo (y no sé de donde provengo con certeza), lo que prima es el verde, el verde insaciable y explosivo, el verde de mil verdes.

Para mí, el desierto era una inmensidad que apenas había leído en las metáforas del Libro de las Preguntas y sus recovecos letrados. Allá, frente a las costas de Cabo Verde, me contaron historias de ancianas nómadas que con nostalgia observaban los recuerdos de su hogar al verlo secuestrado por el mundo moderno y sus ruidos intestinales: pero, ¿cómo se puede sentir melancolía de ese basto sinfin, de ese calor abrazador, de esa sequedad interminable?

¿Qué sentido tiene retornar al lugar donde nunca se ha estado, pero del cuál jamás he salido?

Para mí el desierto es sinónimo de ansiedad, incluso de miedo. Sólo figuras míticas se han atrevido a enfrentarse con sus monstruos y demonios en busca de lo sagrado. Me contaron incluso historias de grandes dunas que se arrastraban cientos de kilómetros, de los miles de pálidos amarillos que las constituyen y que sirven, una vez reconocidas sus tonalidades difusas, como señales en esa cartografía imaginaria. Los conocedores y los viajeros, como los curacas y sabedores de la Selva Amazónica, saben por dónde caminar sin ser devorados por la arena o por la manigua, perdidos en la «nada». Los unos diferencian decenas de tipos de arenas, de texturas y durezas, mientras los otros de pardos y tierras.

Por la carretera, a un costado, aparece de pronto ese gigante del desierto. Un jardín de baobabs exuberantes, solitarios. A la distancia, la vista se pierde y la precisión ocular se desfigura en formas que carecen de contornos por efectos del calor. Más cerca, enormes troncos, de cafés brillantes como pieles de serpiente, se convertían en ramas monumentales, casi sin hojas. El árbol parecía al revés. El tronco enterrado en el piso y sus raíces alargadas, como si estuvieran sembradas en el aire. Es una criatura estelar, proveniente de un mundo que no existe, de un universo bocarriba.

Cuando veía su grosor, me preguntaba cuántos años han testificado su existencia en esta tierra. Cuántas caravanas del desierto, cuántos esclavos habrán visto de camino al islote aquel.

Jamás los había visto. Fue infinitamente emocionante, telúrico.

Aquella noche, en medio de ese jardín, descubrí las estrellas y los baobabs, juntos.

Entendí su presencia en este mundo, su trasegar, y la relación mágica entre los astros y las hojas. Últimamente, hablando de un árbol dolido que conocí en el Caribe, he leído mucho sobre ellos. De su vida social, de su vida amorosa, de sus dolores, de sus fragilidades. Sobreviven gracias al lazo primigenio que hongos y membranas tienen al unir sus raíces en una infinita red de intercambios.

He oído de cuidadores de ruinas ya muertos y troncos abandonados protegidos por la espesura de este tejido subterráneo.

De pronto, un día llega a mis manos esta apabullante noticia: los Baobabs más antiguos del continente africano están muriendo por efectos climáticos. Árboles que incluso algunos sostienen, tienen más de mil años de antigüedad.

Quedé estupefacto de desesperanza.

Poco después, un recorte de periódico con visos de abandono y colgado secretamente sobre una puerta nos increpa sin expectativa: más del sesenta por ciento de la humanidad actual jamás ha visto estrellas. En el mejor de los casos, alcanzamos a ver los últimos haces de luz emitidos por astros muertos a miles de años luz.

Estamos viendo lo que ya no está. Las reverberaciones de la ausencia.

Y en el peor, la capa lumínica de las ciudades nos impide ver la bóveda celeste en la noche. Pareciera que hubiéramos remplazado, con un patético orgullo, nuestra experiencia sensible de las estrellas con la imaginación del astronauta. Una abstracción tecnológica a la cual esperamos huir cuando nuestro mundo ya no aguante más con nuestra vanidad.

Se dice incluso, en las reuniones de la logia científica, que los peces de los ríos–ciudad ya no distinguen el día de la noche, y mueren envejecidos y agotados en un vórtice sin fin.

Como nosotros.

Si había pensado en un mundo cataclísmico (y no sé si exista esta palabra), era este. Un mundo sin baobabs y sin estrellas, un mundo poblado de criaturas enanas y deformes.

Me imaginé entonces todas las historias que no se podrían contar, de lo irrelevantes que se harían. No pude concebir mi infancia sin ellas. Fue como si de un momento a otro el sonido dejara de brotar de las flores, justo en el instante que las campanas continuaban sonando.

¿Qué cuentos les contaremos a los niños ahora que no hay estrellas ni baobabs?

Acaso, ¿que nuestro mundo es una ficción de luces y oscuros, de bits y recuadros incandescentes?

Y descubrí lo aparentemente imposible: que quizás El Principito (porque siempre lo conocí con ese nombre) sería un libro–niño sin sentido, que podría hacerse incomprensible sencillamente porque los seres y los objetos de los que habla ya no están. ¿Qué sería de nuestro mundo sin una boa que parece un sombrero, sin el reyezuelo que exige admiración, o sin su enigmático zorro?

Me enfrenté entonces a un mundo completamente otro.

Innombrable.

___________

* Alejandro Castillejo Cuéllar es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, profesor asociado del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Es doctor en Filosofía y Antropología de la New School University (EE UU) y magister en artes de la misma universidad.

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