RELATO NÚMERO 4
Por Juan Carlos Giraldo Arévalo*
De esos sueños rarísimos a los que una persona se enfrenta. Cierto es que uno sabe cuándo sueña y cuando no, pero, ¿uno sabe si los sueños nos dicen algo, o es mera casualidad por ejemplo que uno sueñe con animales que hablan? Ha sido el primer —y espero que sea el último— sueño en donde los personajes no mudan. Al comienzo de mis sueños siempre aparezco solo, asimismo aparezco dirigiéndome hacia a algo o alguien, esta vez era hacia una selva (no es superfluo aclarar que lo que sueño siempre es en blanco y negro, estilo televisión antigua) la panorámica tenía, de derecha a izquierda, un terreno de sucesión primaria, un bosque virgen, y por último un lugar inhóspito donde al parecer el bosque fue talado. Fui selectivo e irrumpí en el bosque virgen, claro, siempre he preferido los lugares no antropológicos. Para acceder primero tuve que arañar un enredo de bejucos, siendo supersticioso diría que la enredadera no quería permitirme entrar. Logrando cruzar sin conseguir evitar algunos roces en mis brazos y cara, como si me hubiesen dado latigazos, me entretuve con el sonido apacible de un arroyo que cruzaba el denso lugar, un susurro tranquilo, suave; justo aquello que jamás podrá imitarlo el hombre, las cosas creadas por aquello que algunos llaman Dios nunca podrá reemplazarlas el hombre, aquel que lo ha intentado se ha enfrentado, si no es a la muerte, entonces a la locura; y no podría definir cuál de las dos es peor. El sueño se tornó bonito (lo cual es un milagro celestial), me senté en uno de esos tantos troncos huecos que uno puede encontrar en un bosque, y dispuse toda mi atención al sonido agradable de la naturaleza: pájaros, corriente de agua, grillos. La música necesita toda mi atención.
Desde hace mucho no soñaba bonito, bueno, a decir verdad desde hace nunca. Es esa la razón por la que entré en conflicto conmigo mismo, y con aquel que se encarga de construir cada sueño, de encajar cada detalle, desconfié de él; en seguida se escuchó un grito, como si la desconfianza que tenía de aquel titiritero lo hubiese llevado a enseñarme el verdadero motivo por el que estaba allí; el grito provenía de lo incierto, dentro, muy dentro de aquel espacio frondoso. Acepto que debí correr alejándome de allí, o, pude quedarme allí sentado sin importarme quién o qué gritaba. Pero era un sueño, así que, maniobrado por aquel sujeto, proseguí a averiguar qué ocurría. Salí entonces a una carretera, parecía una carretera principal, estaba en muy buenas condiciones —por aquí las carreteras no principales están olvidadas— y se veía un rastro de sangre, no pude evitar pensar que ahora me iba a enfrentar a caníbales que cazan a sus visitantes, o a un tipo loco que decapitó a su mujer —los cuales son los temas favoritos de mis sueños—, me imaginaba lo peor, y así fue. Escuché acercándose algo con agitación, se sacudían lo que bien podían llamarse arbustos, y yo, solo esperaba a que me atacase. No fue así (qué infortunio). Era un jaguar, una jaguar, para ser más preciso, y me habló: —Se han llevado a mi hijo, acompáñame a salvarlo. —Bueno, bueno, yo voy pero, ¿por qué mierda has hablado?
Lo que uno piense o deje de pensar es lo que menos interesa en los sueños, ellos buscan llevarte al clímax, rápido. En un acto extraño corrí a la par con la jaguar, sé que es ilógico, pero ¿acaso en los sueños uno no realiza acciones extrañas, como saltar de una montaña a otra, o volar por el espacio exterior, o encontrarse en un llano frente a una iglesia tenebrosa mientras arriba en el cielo hay una cara satánica hablándote sin voz alguna? ¿No? ¿Soy el único al que le pasa? No lo creo. De repente irrumpimos en un bosque que ya no estaba, los troncos que se podían apreciar dejaban claro que hace poco una motosierra les dejó su marca, el humo se evaporaba del suelo extinguido, y a lo lejos se asomaban aun las llamas; había un carro también, les dicen campero. Delante del parabrisas, sobre el motor, se encontraba un jaguarcito… muerto. Le habían disparado en el hocico, los bigotes estaban ensangrentados, sus huellas se esfumaban. —¡Me lo han matado! —lloraba la jaguar— me lo han matado como a su padre; sólo buscan vender su piel. ¿Cómo pueden sentirse orgullosos de vestirse como un animal? ¿¡Como!? —por primera vez sentí lástima en uno de mis sueños, por primera y última— Necesitamos su ayuda, mira, aún siguen destrozando todo. Miré alrededor, sentí que mi corazón se quebró, los árboles caían de golpe, como si tumbasen las columnas de una casa; una destripadora se encontraba esperando a algunos animales, estos iban en una de esas cintas mecánica que funcionan en las fábricas, en sus rostros se veían gestos de tristeza y de resignación, de nobleza, de ingenuidad; un mono araña se dirigía allí mientras unos globos se elevaban hasta cierto punto y explotaban; así debe ser el sonido de la extinción. El arroyo se secó, y arriba, a lo lejos, se veía una maquinaria extrayendo oro y petróleo. La vida se iba. —Pobre de tu hijo— le dije. —pobres todos— reprochó. —Ustedes también podrán ser mejor, ¡podrían serlo! ¿Para qué el exceso? ¿Para qué el derroche? Esto es una relación, ecosistema y hombre, ustedes razonan, les han dado la oportunidad de razonar, es un don, el razonamiento ¡El razonamiento!
De repente enflaqueció, y luego, solo fue pellejo y huesos. Me senté en algo, no estoy seguro en qué, pero quede frente a una tierra desolada, inhóspita, infernal. La vegetación tenía una apariencia marchita y moribunda. La tierra árida, las montañas rocosas, un paisaje que se asemeja a lo desierto; miré al cielo y no había ni una nube blanca, ni un cielo azul, no había firmamento. Sentí desesperación y levanté mis manos, logrando ser vistas por mi óptica. Rápidamente mis manos se enflacaron y, al igual que todo lo que me rodeaba, solo quedó el pellejo y los huesos.
___________
* Juan Carlos Giraldo Arévalo es estudiante de Tecnología en Protección y Recuperación de Ecosistemas Forestales del IDEAD (Instituto de Educación a Distancia) de la Universidad del Tolima (Colombia). Ha publicado un libro con la página Freeditorial.com.