Literatura Cronopio

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Chica

TEMA DE LA CHICA Y EL HÉROE

Por Alberto Gómez Vaquero*

Al terminar la película, la chica no se había ido con el héroe. Y aquel pequeño cambio en el guión había provocado una terrible conmoción en el país. Los críticos, sentados ante sus ordenadores, se habían quedado sin palabras, incapaces de usar para describir aquella película ninguno de los términos a los que tan habituados estaban. Los partidos de la oposición se presentaron en el Parlamento pidiendo explicaciones. Las feministas señalaron la libertad de la chica para elegir con quien irse, pero, al mismo tiempo, intuyeron que había algo machista detrás de aquella elección extraña. «A lo mejor» dijo su portavoz «pretenden señalar que la chica no es lo suficientemente buena para el héroe».

También la Iglesia se mostró contraria a aquella nueva forma de hacer cine que, sin duda, no era si no un signo más de la decadencia moral del siglo y de la llegada cercana e ineludible del Apocalipsis. Hasta la Real Academia de la Lengua del país se mostró contraria a lo que, pese a entrar dentro de la libertad del creador, iba contra todo lo que significaba el buen gusto y el decoro. «Es» dijo el egregio presidente de la academia «como si un día alguien volviera a escribir “Bartleby, el escribiente”, pero en esa nueva versión Bartleby, en vez de decir su famosa frase “preferiría no hacerlo”, hiciera todo cuanto le mandan sin rechistar. O como si el Quijote, en vez de en un lugar de la mancha cuyo nombre nunca podremos saber, comenzara con unas coordenadas geográficas que permitieran localizar, no ya el pueblo de donde partió el quijote, sino hasta el barrio y la calle. Una vergüenza, en suma».

Por todo ello, el director de la obra y el guionista se vieron obligados a dar una rueda de prensa en la que contaron que no era su intención, ni mucho menos, atentar contra la noble tradición del país que establecía que la chica debía irse con el héroe, sino, al contrario, establecer, mediante la puesta en escena de una opción distinta, que si la chica casi siempre —pues el siempre había quedado anulado gracias a ellos— se iba con el héroe, no era por obligación, sino porque así se lo permitía su libre albedrío y porque entendía, en suma, que irse con el héroe era lo mejor que podía hacer.

Tras esta rueda de prensa, la primera en manifestarse fue la Iglesia. Reunida en cónclave, dispuso que no había pruebas fehacientes de que el libre albedrío —que no sin arduas discusiones se había aceptado apenas unos siglos atrás para las personas— fuese aplicable también a los personajes del cine. Más bien al contrario. Estos personajes se desenvolvían en escenarios que mejoraban la obra humana y acercaban a la divina y, por lo tanto, aunque en teoría podrían tener libre albedrío —en cuanto que representaciones humanas— en la práctica estaban obligados a comportarse como seres humanos perfectos, es decir, más cercanos a Dios. Y en tales circunstancias no cabía imaginar que la chica no se fuera con el héroe.

Alguien filtró a los medios de comunicación que, durante el cónclave, un humilde cura se había manifestado a favor de permitir que la chica no se fuera con el héroe, aduciendo, que si bien era impensable para el entender humano que Dios deseara que la chica no se fuera con el héroe, los caminos del señor eran misteriosos, y pudiera ser que en su infinita sabiduría —y en sus inefables planes— se contemplase la posibilidad contraria, es decir, que la chica se quedara sola y mandara al héroe a hacer puñetas. Además, añadió, para que la chica pueda decidir libremente irse con el héroe, también tiene que existir la posibilidad —aunque sea teórica y absurda a los ojos de cualquier persona sensata— de elegir lo contrario. Ya que si sólo hay una opción, no se puede hablar de elección y si hay varias pero tiene que elegir una obligatoriamente, porque así lo quiere Dios, estaríamos, señaló el cura, hablando de determinismo.

La Iglesia negó que esa discrepancia interna hubiera existido, aunque no supo explicar adecuadamente por qué al día siguiente un humilde cura había sido excomulgado después de ser obligado a copiar cien veces en una pizarra: «Ego nequeo exercere liberum arbitrium meum».

También el gobierno —que hasta entonces había mantenido un prudencial silencio— manifestó que las explicaciones del director y el guionista no sólo eran insuficientes, sino que contribuían a crear más polémica e incertidumbre —perjudicando la imagen del país ante sus vecinos y antes los mercados financieros— al introducir una noción como la de libre albedrío, que nada tenía que ver con el propósito último del cine —distraer a las personas de los pesares de una vida azarosa y dura—, sino con el de la filosofía. Disciplina que, por lo demás, había sido apartada hacía años de las Universidades por ser continua fuente de problemas y por su escaso aporte a la productividad nacional.

La oposición, al ver cómo el gobierno se le adelantaba en las críticas al director y al guionista de la película, decidió ir un paso más allá y pedir que se sacara adelante una ley en el Parlamento que impidiera que se rodara o proyectara en el país película alguna en la que, al final, la chica no se marchara con el héroe.

Algún periodista de una gacetilla local señaló que aquella propuesta iba contra uno de los fundamentos básicos de todo arte: la libertad. Pero en seguida fue silenciado por las decenas de columnas de opinión, las cientos de cartas al director y los miles de comentarios en Twitter que pedían que tal ley fuese tramitada con carácter de urgencia y que todo aquel político que plantease enmienda o mostrase alguna duda respecto a la conveniencia de tal ley, fuese apartado inmediatamente de su cargo.

Hubo quien, incluso, pidió que las sesiones de negociación de la ley entre los distintos grupos no fueran, como era habitual, secretas, sino que se llevaran a cabo ante las cámaras, a fin de evitar que nadie aprovechara el anonimato o la falta de vigilancia para criticar una ley que, sin duda, contaba con el apoyo unánime del pueblo, siendo, por lo tanto, indiscutible e infalible.

No se llegó a tanto, pero el periodista de la gacetilla local que ya había levantado la voz anteriormente, fue despedido por señalar que acaso bastara con obligar a los cineastas a devolver el dinero al público si al final de sus películas la chica no se iba con el héroe. «Nuestro periódico no paga por verter opiniones subversivas», explicó, ufano, el director.

Durante aquellos días también logró cierta relevancia un panfleto —que había tenido su origen en un pequeño círculo de filósofos underground— que se preguntaba qué pasaría en el caso de que, al final de la película, el héroe muriese. ¿Podría entonces quedarse sola la chica? ¿O habría de buscarse un nuevo héroe? Una versión posterior iba, incluso, más allá y se preguntaba qué pasaría en caso de que la que muriese al final de la película fuera la chica.

Aunque hubo quien se lo tomó en serio y se escandalizó ante tales propuestas, en este caso, ninguna autoridad tuvo que intervenir con mucha dureza, ya que la mayoría de los ciudadanos tomó a guasa el panfleto, ya que no concebían que ningún cineasta cuerdo pudiera terminar sus películas matando al héroe o a la chica. Sería, comentó alguien, casi tan estúpido como terminarla matando a ambos. Pese a todo, el gobierno dio orden a la policía de aumentar la vigilancia sobre los círculos de filósofos y también de pinchar el teléfono de quien había tenido la osadía de proponer —aunque fuera a modo de chanza— una posibilidad tan descabellada, y casi terrorista, como la muerte de la chica y el héroe al final de la película. «Si puede imaginar tal barbaridad, también puede cometerla», sentenció, muy serio, el presidente del Gobierno, mientras pensaba para sí que iba siendo hora de lanzar nuevas medidas educativas que ayudaran a contener el desarrollo de la imaginación.

Finalmente, la ley fue aprobada y celebrada con manifestaciones espontáneas en todas las plazas de las grandes capitales. Las Iglesia realizó un Te Deum en honor de una norma que garantizaba la continuidad de las buenas tradiciones y evitaba a sus fieles la innecesaria —y violentísima— experiencia de ver cómo al final de una película, la chica decide no irse con el héroe.

Varios intelectuales manifestaron también su concordancia con los principios que motivaban la ley, señalando —y esta parte iba subrayada en la nota de prensa que enviaron a los medios— que cualquier otro final posible de una película, aunque posible, era contrario al buen gusto y a los valores propios del arte.

(La Iglesia —días después— mandaría una carta a los intelectuales quejándose por el hecho de que admitieran que había otros finales posibles y les recordó —indirecta, pero claramente— lo que le había pasado a aquel humilde cura que había tenido la ocurrencia de comentar algo parecido durante un cónclave no muy lejano en el tiempo: «Ego nequeo exercere liberum arbitrium meum»).

Las redes sociales y los foros de Internet también se llenaron de loas a la ley, aunque un pequeño grupo de radicales comenzó a reivindicar que el director y el guionista que habían originado la polémica fueran expatriados. Hubo quien, incluso, pronunció la palabra cárcel. Y en ciertos ambientes —siempre en privado, pero más frecuentemente de lo que muchos quisieran admitir— se pronunció la palabra inquisición.

Desde luego, no se llegó a tanto. El director y el guionista tan sólo fueron inhabilitados de por vida, prohibiéndoseles no sólo filmar películas, sino también escribir libros, pintar —tanto cuadros figurativos como abstractos—, realizar esculturas o dedicarse a la enseñanza. Esta última prohibición fue impuesta a última hora debido a las presiones del lobby de maestros de enseñanza primaria, que manifestaron estar francamente preocupados por el daño que podría causar en los niños, en caso de dedicarse a la enseñanza, alguien tan perturbado como para realizar una película en la que, al final, la chica no se va con el héroe.

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* Alberto Gómez Vaquero nació en Valladolid (España) en 1984. En 2006 se licenció como periodista por la Universidad Complutense de Madrid. Desde entonces ha desarrollado diversos trabajos en el mundo de la comunicación, tanto como periodista, como consultor para empresas. Además, ha realizado diversos trabajos como editor y está preparando la que será su primera traducción: un libro de poemas de un reconocido autor estadounidense que se editará a finales de 2011. Como escritor, debutó en 2010 con la novela corta «Entre dioses y peones» (Ed. Amaniel), que recibió el premio del Grupo Editorial Pérez–Ayala a la mejor novela. La novela tuvo una segunda edición corregida y ampliada en 2011.  También en 2011 publicó el que fue su primer libro de poemas, «Manual sobre cosas irreparables» (Ed. Poesía eres tú).

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