Literatura Cronopio

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Ilana yace desnuda sobre el tronco. El filo de un haz del amanecer, violando la oscuridad, cae vertical y se clava en el centro de los anillos del tronco, su clítoris percibe el roce de sus partículas de luz. En un gesto ungido de beatitud, uno por uno, se va levantando, se detiene ante el tronco y ofrenda su reverencia. El haz ilumina su coronilla y sus labios con los de Ilana sellan una cruz de comisuras. Se levanta en la aspiración de extraer su esencia inextinguible. Retrocede, hace de nuevo la reverencia, se da vuelta, cruza el Rosetón de Hefestos.

«Spring». El señor de la chaza hace resonar la aldaba en todo Maldobar para informar a los derretidos del patio trasero que ya es medio día, que trae cigarrillos por si les provoca. El resto ya se debe haber confundido entre las poses, los oficios y demás variaciones tediosas que se han inventado para gastar sus vidas.

¡QUIERO MI CUBÍCULO!

Una vez más, el ruidoso alboroto obedecía a otra de las peleas conyugales en las que ninguna de las partes se decidía a infligirse un daño que pusiera fin, fuera como fuera y, de una vez por todas, a la rutinaria pataleta: en un movimiento angélico de excepcional coordinación, encapuchados–1 lanzan sus jabalinas haciéndoles describir un movimiento parabólico que termina con la transformación de éstas en sombrillas que despiden luces de bengala por el botoncito de sus techos.

En un gesto de maquinal estupefacción, encapuchados–2 sacan sus abanicos de vidrio y se cubren del chisporroteo; agradecen el cumplido con una venia y antes de corresponderlo se toman tiempo para un bostezo. Un tanto más sofisticados y no tan pirotécnicos como su contraparte, prefieren enviar un gas de efecto trinitario que propulsan con juguetes israelíes importados especialmente para la ocasión.

Tres efectos distintos y un solo gas verdadero: no más desciende sobre encapuchados–1 estos rompen en una súbita carcajada que en algunos se acompaña de lágrimas y en otros llega a ser tal la hilaridad que experimentan un reflujo vomitivo. Una vez más, el ingenio bélico de encapuchados–2 marca la retirada de sus contrincantes que, entre risas, lágrimas y vómitos se dirigen hacia sus hogares donde con comida y ropa lista para la próxima jornada de Escuelita, los esperan sus mamás.

Pero un pito suena deteniendo el alejamiento de la ola: todos se dan vuelta y observan cómo del otro lado de la reja, alguien saca la mano por la ventanilla de una camioneta blindada y les hace «V». Congraciados con el gesto que interpretan como «Love and Peace», cuchichean entre ellos para definir la forma más adecuada de responder al amistoso ademán. No se han decidido cuando vuelve a sonar el pito y los dos dedos les hacen el movimiento de «¡Vengan!». Rápidamente, encapuchados–1 organiza un comité para delegar a los dos que habrán de ir al encuentro con el respetable desconocido.

—Súbanse.

—Claro, cómo no.

—Desde luego.

La camioneta se alejó escoltada por el contingente de encapuchados–2. Nadie pronunció palabra hasta llegar a la mansión.

—Muchachos…, muchachos, decidme qué es lo que os ocurre, qué es lo que está pasando.

Aunque se veía un poco diferente a como aparecía en la televisión, pudieron reconocer que les hablaba el gobernador.

—Señor gobernador —suspira—, en la comunidad que ante usted hoy nosotros dos representamos, nos embarga el angustiante temor de quedarnos sin nuestro cubículo en este cruel mundo. Yo… ¡Quiero mi cubículo!, ¡Quiero mi cubículo! —dice casi rompiendo en llanto.

Su compañero le aplaude tres veces rematando con un nasal «¡fa fa fa!».

—Ah…, era eso —dice el gobernador con un aire de descanso—. Pobrecillos mis muchachos, hubierais dicho antes, pues habréis de saber que todo tiene solución en esta vida, todo se puede hablar. Pero decidme, decidme primero, ¿qué estudiáis vosotros en la Escuelita?

—Yo estoy en el último año de filosofía —«Y yo en el de artes», agregó seguidamente la joven.

—¡Pero vaya!, si son dos amiguillos muy cercanos a mis preocupaciones, yo estudié Poesía allí mismo, ¡Venga esa mano!

Su apretón sacudió calurosamente a cada saludado.

—¡Pero qué maravilla! —exclamó la cuasi artista—, creo que ahora sí nos vamos a entender.

—Soy de igual opinión, pues la diferencia entre un gobernador Poeta y uno que no lo sea es radical —agregó el cuasi filósofo con aire reflexivo.

—Dejémonos de formalismos —¿qué queréis tomar?—, aquí nos vamos a llamar cada uno por lo que en el fondo es: tú filósofo, tú artista y yo Poeta, ¿os ha quedao claro?

Hizo señal para que trajeran un ‘Remy Martin’ para la artista, un ‘Blended’ escocés al filósofo y para él, una copita de ‘Dom Perignon’. Llegaron además con pistachos y rodajitas de baguette con huevas de esturión. Se tumbaron en el mueble y con algo más de confianza y con un aire ya más coloquial, el Poeta se estiró de pies y tomando con sus dedos el tallo de la copa de cristal, moviéndola circularmente, dijo: ya veo…, así que queréis vuestro cubículo.

—Sí señor gob… —«¡Poeta, Po–e–ta, os he dicho!» —saltó a corregirle—. Sí, señor Poeta —continuó con aire grave el filósofo—, como le decía, nosotros representamos el clamor de todas las demás almas que luchan con nosotros por un cubículo que valide nuestras existencias, que nos dé firmeza en este mundo.

—Señor Poeta, mire, pues acontece que lo que nos moviliza y prende nuestros ánimos de la manera como quizá usted ya pudo haber visto, es el terror a quedarnos sin un cubículo, que así fuera de 2×2, bajaría nuestra efervescencia y calmaría nuestras preocupaciones.

—Veneradísimos estandartes de nuestra sabiduría contemporánea, la preocupación que ha embargado siempre mi tan agitado corazón, no es otra que la de garantizaros, precisamente, lo que hoy os causa tanta aflicción ante mí. Pero, habréis de saber que el azar constantemente hace dar traspiés al curso fluido de nuestros anhelos y he allí donde hallaréis la causa del descuido en vuestro desvelo; descuido, oídme bien, pues mi séquito y yo hemos tenido que atender otros asuntos no de menor importancia, más no olvido, puesto que aquí me tenéis…; vamos, más bien decidme, ponedme a fantasear, contadme cómo es que soñáis ese cubículo que con tanta ansia solicitáis.

El filósofo tomó un trago, se cruzó de piernas y sobando su barbilla comenzó:

—La necesidad de confort es constituyente inmanente de la condición del hombre —«Y de la mujer», le añade la artista, «Sabes a qué me refiero», le replica el filósofo— y nosotros, a la vez vástagos y estandartes de nuestro tiempo no hemos querido, ni podido, escapar a semejante designio de nuestra naturaleza. Así que, a nosotros, valga de nuevo la salvedad, no se nos ha de ver como los adalides de un capricho sino…

—Bah!, déjate de tanta cháchara, yo le explico llanamente estimado Poeta. Nadie podría alegar que carecemos de una causa concreta que nos movilice, la conocemos, y muy bien: se llama Cubículo y siempre andamos con sus especificaciones —se dispone a dar lectura a una hoja arrugada que saca del bolsillo—: «por pequeño y bajito que sea ha de tener una puerta y una ventana de vidrio bien limpio con una persiana que podamos abrir para que vean que sí trabajamos quienes por allí pasan y que podamos cerrar ante ellos mismos dándoles a entender que nos sumergimos en tareas confidenciales que exigen gran concentración…»

—Tened mucho cuidado en ese punto —intervino atento el Poeta—, eso es lo que deben pensar, pero en la práctica es muchísimo mejor: apenas habéis cerrado la persiana os podéis estirar y hablar largo y tendido por teléfono olvidando —notad que no he dicho descuidando— la fila que afuera os espera y que deberá ajustar su tiempo al día siguiente o cuando le dé la gana, a vuestros inciertos accesos de distensión.

—¡Uf!, ¿No le digo?, gracias por la precisión —dice mientras apunta en la hoja— por eso es que siempre es bueno hablar con alguien que sepa más.

—Es que así fuera bien reducido, no importa, lo importante es que uno pueda medio moverse entre los dos escritorios dispuestos en L, donde uno tenga al lado un ventilador que lo siga cuando impulsa las rodachinas de la silla reclinable; con un pocillo con café al lado del ordenador, un armario donde uno pueda depositar los papeles organizados y poner a un lado en un montoncito los pendientes. Como ella lo anotaba —dice dedicando una mirada a la artista—, si estuviéramos expuestos a las miradas de un público mucho mejor, imagínese: podría uno erguir la cabeza mientras mira a la pantalla —pues sabrán ustedes que este ademán expresa concentración—, fruncir el ceño y ya por último subirse un poquito las gafas. Todo esto para dar la impresión de interesantes, de una soberbia fina, elegante, de modo que quienes lleguen a solicitar nuestros servicios, con solo vernos, sientan que la Fortuna, a diferencia de ellos, nos ha reservado para fines superiores en la Tierra.

El poeta, algo abstraído, conjunta en su mirada una mezcla de satisfacción y de sorpresa por las palabras escuchadas.

—¡Bravo!, ¡Bravo!, vosotros si sabéis lo que queréis.

—Ay! —suspira la artista con una alegre esperanza que brilla en sus ojos—, y con un tablerito dónde pegar el orden del día y las noticas y tarjetas que le regalen a una los compañeros de trabajo en esas fechas especiales cuando una se siente tan única. ¡Ay! —exclama como con miedo a dejar pasar algo que le acaba de venir a la mente—, y con una planta bien bonita que ahuyente con su oxigeno cualquier indicio en el aire de tornarse rutinario. Y lo mejor: la decoración de las paredes: un Miró a mis espaldas y un Kandinski y un Monet a cada lado y, enfrente, un reloj de madera que tengo en la casa: todo esto imprimirá un toque culto a nuestro espacio, pues es vital que quien entre, se haga una idea de nuestra cultura y se informe de nuestro buen gusto, el mismo que no le hará olvidar antes de salir, un culto «con su permiso».

—¿Y acaso pintáis? —le pregunta el Poeta, con cierta expectación.

—Puro abstracto —responde la artista, parca.

—Qué bien…, vosotros me comenzáis a interesar; de llegar a algún acuerdo, podría contactaros con algunos amigos especializados en consagrar nuevos artistas en el difícil mercado del arte.

El filósofo parece esculcarse buscando algo para contribuir al ofrecimiento que acaban de hacer a la artista, sin pensarlo mucho, le dice:

—Pu… pu–es yo… yo, yo podría colaborar con críticas a tu obra, no sé… tú sabes…, sobre cómo la deben leer, sobre los planos, sobre la atmósfera, la fusión de lo abstracto y lo concreto, la danza de las formas y colores, las geometrías…; en fin, tú creas la obra y yo le monto el concepto, pues tú sabes que si una obra no se sostiene en un concepto…

—¡Ahí está!, sólo tendríais que dejar que mis amigos compren tus cuadros a altísimos precios, ellos los venden luego en sus propias galerías, y así, por mágicos efectos monetarios, habréis pasado de lo poco rentable de tener nombre a gozar de los privilegios del Renombre. Cuenta de lo que digo puede daros el discípulo de este pintor mexicano…, ¿cómo es que se llama…?, el que también esculpía voluminosos… ¡Cuevas!, sí. Pues bien, miradlo hoy: insignia nacional y vivo ejemplo de los infalibles funambulismos artístico–pecuniarios. Gran amigo mío.

La artista se lleva sus manos a la boca, emocionada, no puede creer lo que escucha; pero, haciendo a un lado sus ilusiones personales y, reconociendo que su causa no es individual, trata de reanudar la lectura de su hoja arrugada:

—«Tareas confidenciales… concentración…» aquí está, ya: «y comodidad, condiciones propiciadas, en gran medida, por la cuña para descansar los pies: esta suerte de escabel, al conferirnos cierto dejo en el sentado y la sensación de que desde nuestro escritorio regimos el mundo con total desparpajo y siempre dueños de la situación, nos permitirá cumplir con ritmo inalterado el derrotero diario». Lo que sigue, creo que de alguna manera ya todos hemos hecho alguna alusión.

—Lo que sigue es placer, gozo. Os espera una vida en el paraíso: restaurantes gourmet para almorzar cada día, cocteles, un coche, sitios nocturnos cada fin de semana, finca, museos, apartamento, teatros, mascotas, Círculos de elogios, vacaciones…, ¡hmm!, pues ni para qué os digo. Creo que podemos ir firmando el contrato, ¿qué os parece, ah?

La artista y el filósofo se miran entre sí en una dicha silente, el brillo de sus miradas asiente por ellos. El Poeta hace la señal para que le traigan los documentos, continúa:

—Todo cobrará más color cuando vengan los hijos… —el filósofo hace un 1 con el índice y le susurra «Simón»—, ¿ah sí?, pues enhorabuena —felicita al filósofo por su primogénito con gesto algo dubitativo, como si hubiera recordado algo—. Mirad cómo son las cosas —continúa—, por estos días estamos necesitados de un tratado de ética para jovencitos, podríais escribir uno pensando en Simón y nosotros lo publicamos y distribuimos en todas nuestras escuelas. ¿Ah, que pensáis?

—¡Enchanté!

—Eso sí, debéis hacer énfasis en que en ningún ámbito de la vida social nos interesan los Héctores.

Trajeron los documentos. Por concentrar la esencia de toda una lucha, prefirieron firmar el papel de la artista. Se dieron la mano, se abrazaron. Llegó la ola a la mansión para gritar la victoria. Habiendo vencido, quedaron sin una razón para morir.

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* Felipe González Hernández, nacido en 1988, es estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Viajero por vocación. Tiene también estudios de ingeniería, literatura y teatro. Uno de sus cuentos, «Los nómadas», fue premiado y publicado en el Primer concurso nacional de cuento ‘Casa, hábitat y palabra’ (2009).

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