Literatura Cronopio

0
301

Blanca

BORDADOS

Por Nora Arango Díez*

BLANCA

Escuchaba a sus pacientes en silencio. Con su oído de psicoanalista, intervenía tan solo en el momento oportuno, con escasez de palabras. No obstante, una vez concluida su jornada, Blanca no callaba.

En el cuarto piso de un edificio pequeño, situado en un sector comercial que ardía de día y moría de noche, tras dejar con llave la puerta de su consultorio, Blanca abordaba a la primera persona que encontrara.

Esa compulsión suya de hablar sin parar había llevado a que los profesionales de las oficinas vecinas tomaran precauciones para evitarla. La hora era fatal. Tanto los integrantes del bufete de abogados de la 402 como los comisionistas de bolsa de la oficina del frente, por ningún motivo querían, al caer la tarde, retrasar la salida del edificio que, de algún modo, significaba «libertad ganada».

Pero la psicoanalista no se iba a varar por eso, menos ahora que su marido no estaría en casa cuando ella llegara. Había cogido la costumbre de alargar su estadía, quedándose en la portería. Allí pasaba las primeras horas de la noche, conversándole a Víctor, el vigilante nocturno que estaba hasta el amanecer, cuando lo relevaba el portero del turno diurno. Con la intención de no llegar temprano a casa, en un principio Blanca había manifestado temor de conducir su auto mientras llovía en aquellas tardes grises, de esa época del año. Esperaría a que «la lluvia amainara».

Y así lo hizo varias noches seguidas, al punto que, semanas después, a Teresa, la encargada del aseo, última en dejar su sitio de trabajo, le resultaba natural ver a Blanca en el banquito que mantenía Víctor en el reducido cubículo de la entrada.

Allí sentada, la psicoanalista hablaba y hablaba. El portero ya estaba enterado de sus planes: su esposo, el doctor Lorenzetti, que había trabajado siempre en la 401, donde ahora tenía ella su consultorio, se había regresado a su tierra, Italia, país en el que no había vivido desde que se habían casado, hacía treinta y cuatro años. Esperaba recibir allí a Blanca, donde iniciarían su vida de retiro, tan pronto ella lograra concluir su trabajo. «Sus pacientes no deberían correr riesgos debidos a la interrupción del tratamiento, ni sentirse obligados a pasar abruptamente a otras manos», le había explicado, en uno de esos pasos del día a la noche, la psicoanalista al portero. Entretanto, su esposo le había cedido ese local de su propiedad, para que Blanca diera término con tranquilidad a su vida profesional, sin el peso del alquiler del consultorio donde había ejercido hasta antes de que él viajara.

En ese edifico permanecían, desde su inauguración, los mismos tres empleados: Teresa y los dos porteros. En las oficinas laboraban sus propietarios, quienes, aparte de reunirse en la asamblea general una vez al año, y de saludarse esporádicamente cuando se cruzaban en las escalas, no tenían otro tipo de contacto. En contraposición, los tres trabajadores se la llevaban bien entre ellos y mantenían una cierta familiaridad con las personas que, en distintas materias, allí trabajaban. Es más, a veces ocurría que esos profesionales les prestaran algún servicio de su competencia, cuando alguno de los tres lo solicitaba.

En virtud de aquella usanza, Teresa, que desde hacía un tiempo le notaba una tristeza enquistada a Víctor, le había insistido a éste, a raíz de la llegada de Blanca, que le consultara acerca de ese desánimo, pues ella había oído decir que la psicoanalista se ocupaba de solucionar esos casos.

Pero Víctor no lo hacía. Sin control alguno sobre su timidez y su mirada esquiva, vivió el crepúsculo de muchas tardes con la misma actitud frente a ella; la escuchaba. Le oía decir una y otra vez, que le tenía miedo al avión, que nunca había hecho un viaje tan largo, que si pudiera viajar de otra manera…

—¿Usted nunca ha sentido miedo? —le preguntó Blanca en una ocasión, como raramente lo hacía. Víctor desvió la mirada del rostro de ella, y contestó:

—…Yo no soy egoísta, señora, le digo la verdad, tuve mucho miedo durante el atraco de hace dos años.

Ella medio sonrió y recordó el suceso que su marido, recién sucedido el hecho, le había comentado. Pero no se dio cuenta de la manera como él había empezado su frase. ¿Se deja de lado el egoísmo, al admitir las debilidades humanas? Tal vez Víctor, a juzgar por sus palabras, había tasado la dosis de generosidad que conlleva el ser sincero. Ahora bien, en esas reuniones, ¿habría querido el portero «no ser egoísta» también con otros temas?

Una noche, sentada en el banquito, cerca ya de la hora de irse, tras una brevísima pausa, alcanzó a ver una especie de maleta de viaje, propia de estudiantes de los años setenta y de pasajeros de bus en tiempos actuales, medio escondida debajo del escritorio. Víctor dijo que estaba haciendo «un ensayo». Y luego agregó, sin ganas de ser muy convincente:

—Contiene ropa para la venta.

A Blanca, que acto seguido concluyó con su perorata, ni siquiera se le hizo raro aquello de «un ensayo». Sin preguntar al respecto, tras despedirse, salió para su casa. Se quedó sin saber que decomisando ese maletín, Víctor intentaba acabar con los viajes de su señora a vender ropa en otros pueblos, ocasiones en las que, según personas de confianza, aprovechaba para «jugársela» con otro paisano, conocido suyo.

Por su parte Víctor, tras tantos anocheceres juntos, al cabo de unas semanas sabía ya muchas cosas de la vida de Blanca. Ella le había contado que había vivido como hija única, con todas las comodidades. Se había casado con el ingeniero Albertino Lorenzetti cuando tenía treinta años, edad límite en su época para ser catalogada como solterona. Le había dado temor tener hijos. Había sido muy apegada a su madre, quien no dejaba de preocuparla, especialmente ahora que la dejaba por motivos de su viaje. Quería comprarle, antes de salir del país, la última novedad en silla de ruedas. La anciana casi ciega quedaría en un prestigioso hogar para ancianos: «Tardes primaverales».

¿Pero qué pensaría Víctor de las preocupaciones de Blanca? ¿Pondría a consideración sus motivos, al cotejarlos con las dificultades de su vida? Él llevaba ya muchos años, por sus condiciones laborales, imposibilitado de pasar las noches con su señora; tampoco podía estar despierto mientras sus hijos estaban en casa, ni mucho menos acompañar a sus amigos en las veladas de farra.

En pocas palabras, estaba obligado a sentirse fuera del andar del mundo, que transitaba en un horario contrario al suyo, y lo mantenía aislado viendo llegar el frío del alba.

Visto así, habría razones para que Víctor hubiera dado lugar a que Blanca se explayara en palabras. Antes de que ella llegara al edificio, en esas noches lluviosas, él se sumía más temprano en el silencio oscuro de aquella cuadra vacía.

Desde la portería, tan solo se escuchaba, de cuando en cuando, el singular ruidito, entre juguetón y triste, del agua salpicada por los carros cuando pisaban charcos. Siempre el mismo sonido: primero al paso de una llanta, luego al paso de la otra.

De cierta manera, Blanca lo entretendría contándole sus proyectos con lujo de detalles. Llegó a enterarse, incluso, de qué iba a hacer con sus libros. Se los regalaría a una paciente suya, estudiante de psicoanálisis, a quien consideraba con talento para esa disciplina del alma.

En uno de esos finales de tarde, a Blanca se le había ocurrido explicarle mejor a Víctor por qué tenía miedo de viajar. Quería mostrarle, con un dibujo, dónde se encontraba Italia, la distancia que estaba obligada a atravesar volando.

Víctor abrió su cajón del escritorio, con la intención de sacar un lápiz. Blanca preguntó en seguida, con espontáneo asombro:

—¿Y esa pistola?

Ella estaba enterada por su esposo de que, en ese edificio, por decisión de asamblea de propietarios no se dejaba portar armas a los vigilantes.

Víctor, tras un brevísimo silencio, acató a decir:

—Es de juguete.

Era un objeto pequeño, la explicación parecía válida. Seguidamente, Blanca poco hábil para el dibujo, se defendió con unos cuantos garabatos, que bautizó con los nombres de los continentes; procurando, sí, que Italia le quedara en forma de bota.

Pasado un tiempo, al oscurecer de una de esas noches de invierno, tras haber soportado el día entero sin decírselo a nadie, le dijo Blanca, a Víctor: «Ahora sí es verdad, ya aquí no tengo ni techo». Para demostrarle a su marido que sí había puesto empeño en vender la casa, le comentó que una pareja que esperaba un bebé, la quería alquilar. «Y para mi sorpresa, me dijo: ‘Concrétalos, ¡que pongan ellos la fecha!’ Y ¿qué me tocó hacer? Pues contactarlos, ¿y qué contestaron? Que cuanto antes. Mañana me va a llamar Albertino al amanecer de aquí para comprar el tiquete por Internet, dice que podríamos conseguir uno para esta semana. Menos mal que no me toca madrugar para venir mañana, pero sí al otro día temprano. El último paciente que me queda, me pidió que le cambiara la cita de la tarde, lo que no sabe es que será la despedida…».

Ella acudió a tiempo a esa última cita, pero no su paciente. No se le hizo extraño, él no era particularmente cumplido. Ya había pasado un cuarto de hora, veinte minutos. Aprovechó para organizar papeles, resultaban tantas cosas por hacer antes de un viaje. Al rato llegó, por fin.

—Disculpe, no sé si está enterada, hay una conmoción en la entrada que explica mi retardo. Está la policía, me pareció ver a la señora del aseo, parece que un trabajador tuvo un accidente… —dijo, mientras se recostaba en el diván.

«Viniendo de quien viene, no se me hace rara la excusa», se dijo en silencio Blanca. Su paciente solía traer historias de ese tipo. En otra sesión, le había contado que venía de ver llorar a una pobre mujer, a quien regañaba un policía en la calle. La humilde señora secaba sus lágrimas en la faldita del vestido de la niña que llevaba cargada. Su paciente solía arrimarse con curiosidad a los corrillos, sobre todo cuando había guardias. Luego venía a relatar esos hechos frente a su psicoanalista, de la forma más dramática. «Pero cómo así que un accidente. ¿En el edificio?». Blanca hubiera querido preguntar abiertamente, pero se abstuvo, estaba en plena consulta. Se limitó a pronunciar, ante el momentáneo silencio del paciente:

—¿Y?

Tras un breve instante, desde el diván, la voz masculina repitió la explicación que daban a quienes, en la entrada, preguntaban qué pasaba.

Pero Víctor no se había caído de la puerta de atrás de ningún bus, le dijo Teresa sollozando a Blanca, más tarde. Aquella era la versión de la familia. La verdad era que Víctor había salido del edificio ese amanecer lluvioso y, en el parquecito de la esquina de su casa, sentado en una de las bancas, se había bogado una botella de aguardiente. Luego, casi enseguida, con la pistolita «de juguete» se atravesó de un tiro su último pensamiento desde la sien izquierda. «Era zurdo», recordó, con evidente pesar, su compañera de trabajo.

Blanca bajó la cabeza, no dijo nada. Abandonó el edificio, no se supo dónde estuvo en la tarde. Pasó una noche extraña: no sabría decir si había estado dormida o despierta. Tampoco sabía si estaba enferma, triste o preocupada. Tenía una imagen fija (¿un sonido?), que no se le apartaba de su cabeza, le parecía que seguía lloviendo, tal como había transcurrido la noche anterior, la última de Víctor, en la que por primera vez, después de muchas otras, no habían visto juntos cómo llegaba el ocaso. Esa noche, a ella le había parecido que ni un segundo había escampado.

Sin embargo, no había llegado a su mente la frase que él había dicho alguna vez, no sin sentimiento:

—De noche, en esta cuadra, la soledad se ve…

Semanas después, llegó el doctor Lorenzetti por las pertenencias de Blanca, a su antigua oficina. Se cruzó con Teresa. A ella no se le hizo extraña su presencia, pero sí conmovedora; ya estaba al corriente de que Blanca no había alcanzado a llegar a Italia.

—Me hubiera gustado saber por qué estaba dilatando tanto el viaje… le falló su corazón —dijo él. Teresa lo interrumpió antes de que el diera una explicación médica: «Infarto fulminante».

En voz baja, casi para sus adentros, ella puso en palabras, de una manera mejor, lo que había pasado:

—Murió de repente… —expresión que deja intacto el enigma de la muerte, denota distancia, respeto y, por los mismos motivos, al menos en el caso de Blanca, resulta más diciente.

LOURDES

Entre las teorías que pululan intentando explicar la razón por la cual venimos a este mundo, hay una que argumenta una tal misión que nos ha sido asignada desde antes de nacer por un Ser superior, o determinada —es igual— por la posición en que se encontraban los astros en el momento en que nacíamos. Sin embargo, cuando se indaga de dónde está pegada dicha teoría, uno se da cuenta de que no la sostiene nada; y cae. Pero cae no por su propio peso, precisamente no tiene peso, simplemente por vacía, cae.

Por ejemplo, ¿a qué vino mi amiga Lourdes al mundo? Vamos a ver. Para empezar, que se sepa, no hizo nada «trascendental». Podríamos entonces contar con la posibilidad de que no alcanzó —murió relativamente joven— a cumplir su misión, y en ese caso nos correspondería echar un vistazo a lo que al parecer se le quedó pendiente.

A ese respecto, resuena en mis oídos la frase tantas veces pronunciada por ella estando aliviada y también enferma: «Yo me sueño con tener las tardes libres… salir a tomar el algo con las amigas… conversar…». Y, entonces, ¿eso es importante? ¿Ésa era su misión?

¡Yo qué sé! El caso es que no llegó a la época deseada, cuando el quehacer de la tarde se reduciría a una buena charla de amigas con un cafecito y un par de galletas dulces, en un lugar sabroso y propio para hablar, reír y fantasear.

Sin embargo, por suerte, yo pasé uno de esos ratos soñados por ella sin salir de su casa porque su deteriorado estado de salud no lo permitía, pero sí entre amigas. Y para mi sorpresa tuve ese día una revelación: advertí lo entretenida que era, lo bien dotada que estaba para contar cuentos, el brillo que emanaba producto de su deleite al poner la vida en palabras, en historias, paso a paso. Y la sentí grandiosa. Hacía de su vida, de sus momentos, sin duda muchos de ellos dolorosos, un relato completo con humor, construido con palabras sencillas, con mímica fina, con sonrisas.

Pocos días después, se fue definitivamente… y no dejó nada, ni hijos, ni marido, ni libros, ni inventos, ni jardines, ni costuras, ni canciones, ni recetas de cocina…

¿Y en cuanto a salir a tomar el algo con sus amigas? Ésa es ya una posibilidad que no es que haya quedado atrás. Es que simplemente ya no está ni atrás ni adelante. Tampoco la oportunidad de contar historias. Aunque, viéndolo bien, nuestra cultura da por entendido que, después de esta vida, no vuelve a pasar nada susceptible de relatar.

Pero recordando que aquella tarde, cuando la dejamos, sin hacer esfuerzos de nuestra parte, hablar a sus anchas sin interrupción, insisto, con complacencia por parte de nosotras, y se sentó en la palabra y habló todo lo que quiso, podría asegurar que, al menos hasta ahí, estaba al día con todos sus episodios vueltos buenos cuentos.

Pero, ¿qué pasó con lo último que vivió, a quién le contó cómo, muy despacio, por muy buen rato se fue mermando, disminuyendo lentamente, con insistencia, sin pausa, rítmicamente, hasta que la vimos alcanzar la muerte…?

Vuelvo a pensar en que esa noche le dije a la amiga que me acompañaba, en voz baja: «Que bueno sería estar trasnochando por otro motivo».

—¿Cómo así? —repuso ella, a igual volumen.

—Pues que se trasnocha por muchas razones: porque se va a tomar un avión, por rumbear, por ver un eclipse, por vivir el amor, por escribir en la tranquilidad de la noche, por ver desovar las tortugas en la playa, para esperar el amanecer… pero, no. Nosotras estamos oyendo lloviznar a oscuras, esperando a que Lourdes muera… Estamos con ella, y no estamos. Estamos aquí sin saber nada, ni qué esta pensando… ni siquiera si está pensando…

Mi compañera no dijo nada, se quedó mirando a Lourdes, al parecer, haciéndose también preguntas.

Así las cosas, sólo me resta esperar que una vez dado el significativo paso entre vivir y morir, no llegará a ocurrir que persistan las ganas de contar cómo fue cuando uno se estuvo muriendo.

Aunque pensándolo mejor, el relato en primera persona del último tramo de la vida seguido por la muerte, muy seguramente, tampoco tendría nada de trascendente.

__________

* Nora Arango Díez es escritora colombiana, nacida en Medellín. Estudió Historia del Arte en L’Institut Royal d’Histoire de l’Art et d’Archéologie de Bruxelles, en Bélgica, donde vivió cinco años. A su regreso, se graduó en Medellín como Comunicadora Social y Periodista en la Universidad de Antioquia. Durante varios años, participó como guionista en la realización de películas de cine y programas de televisión.

La presente selección de cuentos hace parte de su libro «Bordados» publicado dentro de la Colección Becas a la Creación de la Alcaldía de Medellín, editado por Sílaba Editores y presentado en la pasada Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín 2011.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.