EL CRISTO DE PLATA
Por Eduardo Delgado Ortiz*
A Fabio
Desperté y al abrir los ojos vi a Ofelia en el umbral de la puerta, recortada por la luz del crepúsculo nocturno como ave maligna. Su figura descarnada, con su nariz de garfio y su cabellera canosa, daba la sensación de estar frente a una bruja, y la verdad era que Ofelia practicaba estas artes. Se sabía que en noches de luna llena, cuando daban las doce, se deslizaba al huerto que había en la parte de atrás del caserón, prendía una fogata donde echaba yerbas traídas del Putumayo, azúcar y el pellejo de un sapo; mascaba tabaco con aguardiente y echaba los buches al fuego; luego empezaba a convulsionar, a invocar al demonio y a hacerle encargos.
Las otras empleadas contaban que alguna vez la vieron en el huerto, a altas horas de la noche, copular con un ser repugnante con cara de bestia. Al canto del gallo, Ofelia se volvía una sombra, pero al regresar al cuarto la encontraban acostada, arropada con su cobija de lana, como si nada hubiese pasado. Papá, por ser un escéptico, no le daba importancia a estos bochinches. «Son patrañas de su imaginación», decía, y la protegía, tal vez porque ella había sido su nodriza, llevaba muchos años a su servicio y era una especie de matrona de su entera confianza. Mamá, por el contrario, afirmaba que Ofelia tenía ‘ligado’ a papá. «De seguro tiene su foto clavada con agujas, envuelta con tierra de cementerio y con algún calzoncillo de ella, para protegerla tanto —decía—. Algo habrá en el fondo, sabiendo que esa mujer es el demonio de la perversidad; claro está, —rectificaba—, gracias a ella todo funciona bien».
La casa, ubicada en la parte céntrica de la ciudad, a una cuadra del parque Nariño, guardaba su misterio; era un caserón típico con alero de teja, zaguanes, patios, corredores y múltiples alcobas que se repiten, una tras otra, cobijadas por ese halo colonial con olor a flores, a musgo, a adobe calcinado, como si algo trashumante habitara en esas alcobas abandonadas con chécheres, baúles, estantes con libros carcomidos por la polilla, y en uno de esos rincones dormía un piano destartalado que en noches de tormenta dejaba escapar un sonido lastimero.
¿Quién no se va a estremecer en ese caserón, encontrándose de frente con la figura de Ofelia parada en medio de la oscuridad, como el mismo demonio?
Pero ella, toda cariñosa, forzó una sonrisa indefinida. Cerró la puerta a su espalda y su imagen se hizo más nítida. Sin pronunciar palabra se acercó a la cama y encendió una vela que puso en la mesa de noche. En las manos traía una taza con un brebaje caliente, el cual me hizo beber con lentitud, mientras iba rezando una oración sombría de donde escapaban palabras obscenas. Hablaba de sangre, de una loba devorando un hombre, del placer y de la orgía, de la elevación y la felicidad, con cierto sentido místico y a la vez profano.
La infusión tenía sabor a yerbas y era repugnante. Pensé que era para mi mal de bronquios, para la fiebre. Casi de inmediato sentí una sensación de tranquilidad; un bienestar agradable se fue apoderando de mi cuerpo, y alguna sustancia corrió por el torrente sanguíneo que me trastornó como si me zambullera, de manera relajada, en un viaje a otra dimensión. En seguida procedió a quitarme la cobija. Ese día estaba cumpliendo quince años, era un chico introvertido, lleno de dudas, con una fuerte formación católica, por lo que obedecí y no atiné a decir nada. En un brasero que había en el suelo para calentar la alcoba, echó semillas y yerbas, las cuales al quemarse despidieron un olor a selva húmeda y dejaron ver una llama verdosa con la forma de un animal espeluznante. Estos inciensos hechizantes, al quemarse, envolvieron con su humo a Ofelia y a un cristo de plata que había en la pared, que despidió un brillo singular. Entonces ella pronunció una oración que apenas alcancé a entender. Eran palabras recitadas con una lujuria sacrílega que invocaban algo maligno y llamaban al placer del cuerpo, en donde apenas pude sentir el espasmo de la muerte. En medio del discurso nombró a Dolores; extrajo de un frasco las entrañas de una gallina, las apretó en sus manos y untó la sangre en la boca, luego hizo un llamado a los animales que habitan en la oscuridad, sin dejar de repetir: «Dolores, ven a nuestro lado; ven dolores, ven». Luego se untó el rostro con la misma sangre y mirándome a los ojos dijo: «Hoy, en tu día, Dolores será tuya». Palabras que me produjeron un escalofrío lleno de placer.
Dolores había llegado del campo a trabajar en casa unos seis meses atrás. Era una muchacha con las virtudes de una joven impúber y, por ser ella hija de un campesino hacendado, amigo de mi padre, se la consideraba con mucho respeto, como de la casa, por lo que mi madre la cuidaba con celo. Yo le había puesto el ojo, arrancando, en mi perversa imaginación, ciertas placenteras masturbaciones.
De seguro Ofelia había olfateado mi infantil deseo carnal por Dolores, y las invocaciones no sé si era para traerla a mi lado a satisfacer mi primitivo antojo, o guardaba otros propósitos. Lo cierto es que el brebaje y los conjuros de Ofelia empezaron a surtir su efecto muy rápido, ya que mi cuerpo se desdobló y empezó a elevarse en un deleite misterioso. Embriagado, me sentí volando por un trigal dorado, y después pasé a un mundo lleno de estrellas. Al abrir los ojos vi a Dolores atravesando el umbral de la puerta. ¿Era ella arrastrada por las invocaciones de Ofelia? ¿O era una alucinación? Como sea, en medio de la confusión de mi estado, la visión no era clara. Traía puesto un vestido de muselina azul con flores y una chalina. Su cabellera de un negro azabache estaba suelta y su boca transpiraba sedienta. Cerré los ojos llevado por un extraño delirio febril.
Acto seguido sentí que me quitó el pantalón de la pijama, el calzoncillo, y una mano cálida empezó a ungir mi cuerpo con un aceite que olía a yerbas. Pensé que esos inciensos y ese ungüento eran los cotidianos bálsamos caseros para aliviar mi malestar. Me relajé y me dejé llevar por el torbellino. Sentí que me succionaban el dedo gordo de mi pie, y una boca besó mi pantorrilla y empezó a trepar por la pierna, por la ingle, por el estómago, mordisqueando siempre la piel hasta llegar a la tetilla, y una mano suave cogió el miembro. Intenté abrir los ojos pero no pude, los párpados estaban adheridos y mi ser trastornado de deseo. Sólo sentí unas manos febriles acariciando mi cuerpo. Después de ciertas maniobras, cuando el miembro estuvo erecto, se lo introdujo en la boca y lo chupó; con la lengua acarició mis testículos. Por fin pude abrir los ojos y en medio de la oscuridad, con la débil llama de la vela y con el fuego del bracero, vi a Dolores de rodillas frente a mi cama. Se puso de pie, se quitó la chalina, el vestido, y cuando quedó desnuda sufrí un vértigo, un trastorno. La que tenía al frente era una mujer decrépita. Las tetas le caían como un pliego más y su cuerpo cadavérico mostraba las cicatrices del paso de los años; rezumaba un olor pernicioso, algo parecido a carne chamuscada, que invadió la alcoba. Era una loción extraña que excitaba la imaginación de manera voraz.
Una vez desnuda, subió sobre mi pequeño cuerpo, introdujo mi miembro en su vulva y empezó a moverse con un ritmo placentero. Sólo entonces sentí en el cuerpo y en el miembro el efecto del ungüento que me había untado y una llama de locura me abrazó. Había llegado a un estado de excitación indescriptible. Era todo tan delicioso y terrorífico. Mi cabeza estaba nublada por el placer.
¿Era Ofelia la que estaba encima de mí? Sentí cierta contracción de sus músculos vaginales que succionó mi miembro como si se lo quisiera tragar. Luego se desmontó, puso su trasero en mi cara, y boca abajo, me lo empezó a chupar. Montada en esa posición, me llevé una sorpresa: su vulva, cubierta con una capa de vellos, era grande y jugosa. ¿Era Dolores la que estaba conmigo, la que me llenaba de placer? Cuando procedí a abrir su agujero, me sorprendí: era pulcro, introduje el dedo y de seguro ella sintió que mi miembro se irrigó de sangre y sin más ella se volvió a trepar y su vulva lo apretó succionándolo.
Mientras yo me elevaba en un indescriptible clímax, pude sentir entre el terror y lo sublime, un fuerte olor a azufre. Al abrir los ojos, hechizado por el deleite, vi una sombra que me puso boca abajo y se trepó en mi cuerpo. ¿Era Ofelia la que me cogía con su lengua y después con su pequeña cresta? ¡O era un demonio! En medio del placer y el dolor giré el cuerpo, y trastornado por la lujuria, vi a Dolores que me cabalgaba. Sí, era ella la que echaba fuego por los ojos como un decrépito demonio. Me senté y arrastrado por una violencia carnal incontenible, mientras la volvía a penetrar, vi resplandecer el cristo de plata que me habían regalado en mi Primera Comunión. Era un brillo muy intenso el que despedía el cristo. Entonces cerré los ojos y girando el rostro al otro lado, me aferré al cuerpo con fuerza perdiéndome en las tinieblas de un sublime orgasmo.
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* Eduardo Delgado Ortiz, nació en Pasto (Nariño), Colombia. Reside en Cali desde hace treinta y ocho años. Cofundador de Cali–Teatro, del grupo el Zair y de la revista Metáfora, ganadora del premio Colcultura, de la cual es jefe de redacción. Sus ensayos de autores vallecaucanos, sobre el cuento norteamericano, latinoamericano, y la novela negra, han sido publicados en suplementos literarios y en revistas. Eduardo Delgado hace parte de la antología Cuento colombiano al borde del siglo XX1, Veinte asedios al amor y a la muerte, Ministerio de Cultura, 1998; de la antología Cuentos sin Cuenta, Universidad del Valle, 2003; y de la antología bilingüe (Colombo-francesa) Calí-grafías, La ciudad literaria, Programa Editorial Universidad del Valle y Revista Vericuetos, de Francia, 2008. Antología El hombre y la maquina, 20 años. Universidad Autónoma de Occidente, 2008. Ha publicado los libros de cuentos Como tinta de sangre en el paladar, Minotauro Editores, 1999; La experiencia interior, Orbe Editores, Barcelona, España 2008. Las novelas Por los senderos del sur, Programa editorial Universidad del Valle, 2004 y Dionisia, Metáfora ediciones, 2010. El libro de ensayos La geometría del crimen, Minotauro Editores, 2007.
Nuestro correo es cronopiorevista@gmail.com
Que me remitan el correo de Cronopios, que lo perdí para enviar un material.
Un abrazo Eduardo Delgado Ortiz. CC 317 428 32 33 310 373 32 19
Estimado Eduardo: Un cuento lleno de imaginación y erotismo. Y a seguir soñando se ha dicho. Un abrazo, Chente.