MENDOZA
Por José Pacheco*
El rumor de la ciénaga repleta de pescados se regó por el caserío como una mala noticia. Danilo Pinto, dijo que un hombre negro sacó en su atarraya 25 sábalos de cinco libras. La noticia los tomó de sorpresa. Mendoza tomaba café mirando por encima de su cerca hacia el río. Los perros habían sacado dos puntales, lo notó en ese momento, pero su mente estaba en otro lado. Pensó que estaba muy calmado ese día. Recordó su primer día de pesca. Su papá lo llevó a Blas Anillo, un pozo enorme que había sido el criadero personal de un afamado mafioso. Siempre se reía del incidente con la atarraya. Camilo, un hombre blanco de pelo rojo y una espesa barba del mismo color, entró por la puerta del patio. El irlandés, como conocían a Camilo Toro, era el piloto más famoso del caserío. No había un hombre más ágil que él en el agua y con el canalete en la mano.
El irlandés lucía desesperado. Había corrido por casi quince minutos. Los perros de la tienda le ladraron. La corrida era lo de menos, las habladurías de los pescadores en la ciénaga lo inquietaron sobremanera. Mendoza era un pescador de raza. Con su padre iban de pueblo en pueblo siguiendo el rastro del pescado. Siete departamentos, noventa municipios, treinta caseríos, fueron testigos de aquellas tardes en las que con atarraya al hombro y canalete en mano, desafiaban la furia del río en busca del rebelde, enorme y temido por los pescadores, Bagre Rayado. Él lo sabía, por eso pensó en invitarlo a pescar. Mendoza no se negaría y de hecho no lo hizo.
Pinto dice que hay sábalos de cinco libras. Dijo Toro. Mendoza le dio un taburete y le hizo señas con la mirada, este se sentó. Le dio un pocillo con café y le echó unos granos de maíz a un gallo giro, que tenía en un guacal. ¿Sabes dónde queda? —le preguntó— El viejo Juan dice que está como a dos días río arriba. Podemos hacer el cruce en Doña Jerónima y coger algo de comida en Blas Anillo. Mendoza miró a su pequeño hijo, le revolvió el pelo con su mano izquierda y el infante le respondió con una sonora carcajada de felicidad. Tres años tiene le dijo. Cuando grande será tan buen atarrayero como yo. Salimos a las cinco —exclamó su amigo—, lleva comida y la atarraya grande. Nos vamos en la canoa de mi abuelo. Te espero en la tienda —le gritó cuando cerraba el portón—. Hecho esto, se perdió por entre las casas de bareque.
Mendoza, se paró frente al viejo árbol de tamarindo que estaba en el patio de su casa, su mirada se coló por entre las pequeñas mallas de su enorme atarraya. Lleva la atarraya grande —le dijo su tío Rafael—. Las cinco canoas que van, dejan esa ciénaga sin pescado antes de la dos de la tarde. Los vamos a estar esperando en Doña Jerónima con el camión. Tu papá y yo, ya le avisamos a Tulio. Vamos a hacer el negocio del año. Le prestó atención a su tío sin decir una palabra. El viejo seguía hablando. Dos leguas de ancho, tiene como 35 metros de hondo. Las quince libras de plomo de tu atarraya, llegan hasta abajo. De seguro sacarás bastante. Busca la espuma y tírale la bola. Que Toro pilotee despacio y tiran en lo hondo. Le recomendó. Entró a la casa, tomó agua de la tinaja en una totuma y se fue sin decir nada más.
Isabel Castro, esposa de Mendoza, hizo la comida. Arroz blanco, carne frita y agua de panela con limón. ¿Cuántos días? —le preguntó—. Una semana —le respondió—. Sus ojos se nublaron. Cada vez que dejaba a su mujer y a su hijo, sentía que el alma se le desgarraba. Aquí estaremos cuando regreses —le dijo la mujer—. Le acomodó la trenza a su marido y después le dio un beso. Miró a su hijo, era muy pequeño para entender lo que su padre sentía, pensó. Después lo cargó por un largo rato y volvió a revolverle el pelo. Al niño le gustaba. Rió con fuerza. Lo dejó en el suelo, lo agarró de la mano, después, lo llevó adentro de la casa y se fue por el centro de la calle principal del caserío, buscando la tienda donde lo esperaba el irlandés.
Los muchachos que pescan con líneas, abrían las atarrayas en la orilla para sacar carnada. El sonido del plomo cuando cae al agua, le producía una sensación de efervescencia en la sangre. Mendoza echó dentro de la canoa el tanque donde llevaba la comida, una vieja camisa manga larga para el mosquito, una caja de fósforos y una sábana. También se quitó los zapatos. Los dejó a la mano por si necesitaba volver a ponérselos. Ubicó su enorme atarraya en la mitad de la embarcación. La dejó lista para cuando estuvieran en Blas Anillo. Tengo bocadillo en el saco —dijo Cayetano Villamizar mientras prendía un cigarrillo—. Mendoza no le hizo caso, aun pensaba en su pequeño hijo. Qué duro serían los días sin poder acostarlo en su cama cada noche. Era tan indefenso para dejarlo sólo tanto tiempo.
Las cinco canoas que saldrían rumbo a la pequeña ciénaga de Sura, ya estaban listas. Con el sol muriendo en el horizonte, zarparon. El río seguía demasiado calmado. Fernando Meléndez, lo notó al igual que Mendoza. Cayetano y su Hermano Emel, se adelantaron al grupo. Meléndez y su hijo Vladimir seguían el paso. La tranquilidad del afluente les permitía ciertas libertades. El pelo rojo del irlandés parecía más encendido a esa hora. Los destellos del sol son de las diferentes tonalidades del rojo. Así también se ve en el mar, dijo Ramón Caballero, al verlos distraídos. Él era el más viejo de los pescadores que asumieron el reto. Sería su último viaje, eso le juró a su mujer antes de salir. Ganaremos tanto dinero que compraremos una parcela y no volveré más al agua, sentenció, recogiendo del suelo su machete.
Miguel Hazbún y su hermano Víctor venían al final de la caravana. Ellos hablaban de la gallera. También sería este su último viaje de pesca. Miguel sembraría tabaco en una de las parcelas de su papá. Víctor por su parte, se enrolaría en el ejército. Nunca les gustó la pesca. Dos iguanas se lanzan desde lo alto de un Campano al paso de las canoas. Pensaron en cogerlas, pero desistieron por falta de tiempo. Sólo querían llegar antes del anochecer a Doña Jerónima. Allí dormirían y cruzarían en la mañana el estrecho caño que comunica con Blas Anillo.
A Emel Villamizar le pareció que oscureció más temprano que de costumbre. No tenían radio, así que todo estaba callado. Orillaron las canoas en tierra firme cerca a Doña Jerónima. La pequeña ciénaga es el jagüey de una gran hacienda ganadera. La dueña es de apellido Martínez, dicen que peleó en la guerra de los mil días. Su vaquero se llama Nicolás Jiménez, llega a caballo hasta la orilla en busca de un pescado fresco. Su hijo menor, Jairo, siempre lleva en su bestia un termo con café caliente y un par de totumas. Hubo una brisa fría toda la noche, por eso no sintieron la plaga. Durmieron bien.
El estropicio de las cientos de vacas sedientas que bajan del corral los asustó. La estampida de semovientes traía tras suyo una grande y espesa nube de arena. «Nicolasito» las gritaba desde su caballo. Su hijo Erick las atajaba en un portón falso que va a dar directo al corral de los cerdos. De montones se fueron agolpando sobre la ciénaga que lucía frente a tantos animales, como lo que era, un jagüey. El agua se revolvió, así sería imposible atrapar un pez. La idea de Meléndez padre se vio frustrada por este hecho. Tomaron café y charlaron con el prepotente hombrecito capataz de la hacienda. Agradecieron por la atención y antes de que el sol rayara el alba estaban en Blas Anillo.
El sonido de la enorme atarraya de Mendoza espantó a más peces de los que pudo atrapar en su primer intento. En toda la zona no hay un tipo que tire mejor la atarraya que Mendoza, le decía Cayetano a su hermano Emel mientras pelaban la yuca. Meléndez atizaba el fogón, su hijo Vladimir y los hermanos Hazbún buscaban leña, Ramón Caballero y los demás estaban pendientes a los pescados. Mendoza prefirió comer mojarra mientras los demás acababan con los Bagres. Sólo los separaban seis horas de viaje hasta la ciénaga de los sábalos. Por la cabeza de Mendoza pasaban imágenes de su hijo. Ante sus ojos es tan indefenso y piensa que dejarlo sólo es pecado.
Crecerá, algún día se irá de la casa y no podrás detenerlo. Es la ley de la vida. Llega un día en el que los hijos no necesitan de la protección de su papá. Debes dejar que aprenda cosas sólo. Le decía el irlandés. Sabe lo mucho que ama a su familia y la falta que le hace. Se conocen desde niños. Juntos protagonizaron las hazañas más grandes jamás imaginadas por un pescador. Era su compañero de aventuras. Era su amigo. Era su confidente. Era su consejero. Era el hermano que nunca tuvo.
Navegaron sin prisas por Blas Anillo, el cielo estaba nublado y la mañana se les presentó agradable. Tomaron agua y bromearon un poco. Con lo que gane compraré una canoa y cuatro libras de trasmallo —dijo Vladimir Meléndez—. Los demás no le prestaron atención, todos se hacían imágenes mentales de la ciénaga y desearon enormemente que no hubiera mosquitos, avispas, tarulla ni enea.
Blas Anillo fue quedando atrás, lo supieron porque el color verde característico del agua de los posos y ciénagas, ahora era gris y opaco. El viejo Ramón no sabía el nombre de donde estaban, bromearon un rato con eso y disiparon así la tensión y el desespero. Mendoza seguía pensando en su hijo; de seguir así, la tristeza que lo embargaba lo hará volver. De un momento a otro el agua se hizo clara, pero, ninguno lo notó. El caño era angosto y les pareció extraño que hubiera por esa zona Guayacanes florecidos. Los árboles se levantaban a lado y lado del caño, sus ramas se unían haciendo una especie de túnel. El amarillo de las flores se reflejaba en el agua y hacía más llamativo el camino.
El irlandés se adelantó; su canoa era la más pequeña y menos pesada. Las demás parecían un cayuco rompe olas, más parecidos a los que utilizan en el mar que a una canoa de río. Toro sabía que serían los primeros en entrar. Lo planeó desde el principio, por eso la idea de ir en la canoa de su abuelo. Meléndez los seguía, quiso ver qué tan hondo estaba y metió la palanca y se dio cuenta que habían encallado. Les hizo señas a los demás y estos se quedaron en aguas más profundas. El fango los atrapó y tuvieron miedo de bajarse. Nunca se sabe con las rayas. Estuvieron ahí largo rato.
Hemos llegado —dijo Mendoza—. El irlandés asintió con la cabeza. La ciénaga les pareció más pequeña de lo que imaginaron. En el centro una isla se erigía imponente. El agua era de un verde intenso, los enormes guayacanes impiden verla desde afuera. Alrededor de la isla árboles de toda clase, colores, texturas y fines. Qué lugar tan hermoso —pensó el irlandés—. También le pareció siniestro. Una larga y espesa capa de espuma divisaron a lo lejos, Mendoza le hizo señas con la mano y Camilo Toro a toda prisa y en silencio llegó hasta donde estaba. Le tiró la bola de madera y los enormes sábalos rojos saltaron por todas partes. A Vladimir Meléndez le pareció un espectáculo de juegos pirotécnicos. Esperaron un rato a que la bola estuviera en la superficie.
Mendoza se paró en la proa de la canoa, amaró a su mano derecha la guía de su atarraya y se armó. Dieron una pequeña vuelta mientras acomodaba las dieciocho libras de plomo que su atarraya de dos libras de nylon número ocho tenía en el ceno. Cuando la canoa estuvo quieta, echó el dorso hacía atrás y su instrumento de trabajo se extendió sobre el agua como una gran telaraña, el zumbido del nylon con la brisa rompió el silencio sepulcral, luego el plomo en el agua y después los peces. Esperó un rato y su mano empezó a sentir el peso de los sábalos que había atrapado en su primer intento. La cara de tristeza le cambió, sus ojos brillaron y apareció en ese instante el pescador que Camilo Toro fue a buscar dos días atrás.
Sacó la atarraya del agua y estuvo a punto de caer por el peso de los pescados. Meléndez y su hijo habían logrado meter su cayuco a la ciénaga. Veinticinco —dijo Mendoza—. Han de ser como de cinco libras —exclamó felizmente Vladimir—. La cosa pinta bien —pensó para sus adentros el irlandés—. Mendoza le hizo otra seña y el piloto llevó la canoa un poco más adentro. Le pareció ver otras embarcaciones, pero no prestó atención. Tres pequeñas canoas le servían de escolta a una enorme y pintada de azul. Un hombre negro de cabello largo y gran barba les grito algo a lo lejos que no entendieron. Mendoza se volvió a parar en la proa de su canoa. Cuando estuvo listo para volver a tirar, el hombre de la canoa azul desenfundó un revolver y disparó dos veces al aire.
El sonido seco de las detonaciones se propagó por todo el espacio. El eco retumbaba en los oídos. Mendoza y los pájaros volaron asustados por todas partes.
—¿De dónde vienen? —les preguntó amablemente el negro.
—Del Bajo —dijo Mendoza con el corazón acelerado por los disparos.
—¿Dónde queda? —volvió a interrogar el hombre.
—Tres días río arriba.
—¿Cuántos son?
—Somos diez.
—Bueno ustedes dos orillen esas canoas en ese palo —dijo señalando con su pulgar un enorme y florecido árbol de guayacán—; hagan comida y váyanse por donde vinieron, en esta ciénaga no pesca nadie diferente a mi o mis hijos.
Cansados por el trajín de poder entrarla, Meléndez padre e hijo, sacaron a toda prisa su enorme cayuco de la ciénaga, aun asustados por los disparos e intimidados por la seca voz del negro que comandaba la cuadrilla. Mendoza pidió perdón al negro por el abuso y este le hizo una señal de aprobación. Estuvieron los cuatro hombres parados en sus canoas hasta que los expedicionarios del Bajo se perdieron entre las aguas turbulentas y frías del río.
Yolanda Mercado, madre de Vladimir Meléndez, avistó unas canoas en la lejanía. Miguel Hazbún, quería llegar cuanto antes a su casa. Le hacían falta los gallos. También hablar con su papá, sobre todo hablar con su papá. Tenía miedo aun. Mendoza comía bocadillo acostado en la proa de la canoa de Cayetano Villamizar, el irlandés venía sólo. Sentía igual de pesada la embarcación. La mujer en la orilla avisó a Felix Mendoza, él y Tulio esperaban la chalupa del hielo.
Se nos dañó el negocio —dijo Tulio—. Los muchachos se amontonaron a esperar por si había trabajo que hacer. Con el pasar del tiempo las canoas se aproximaban a la orilla, el playón se fue llenando de curiosos. Isabel y su hijo se quedaron en la muralla. Mendoza los vio a lo lejos y los recuerdos del incidente con los negros se borraron al instante.
El niño lo divisó cuando se aproximaba a ellos caminando por el playón, unos muchachos lo saludaron y él hizo lo mismo. A la mujer de Mendoza le brillaron los ojos, nunca lo había extrañado. Temí por tu vida —le dijo cuando lo hubo abrazado contra su pecho—. Su marido no dijo nada. El niño lo haló del pantalón, de un solo envión lo levantó, el cabello del niño se desordenó y le tapó los ojos, la mujer se rió de lo cómico de la escena. Mendoza se sintió completo. Estar con su hijo era lo único que había deseado durante cuatro días.
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* José Pacheco es Comunicador Social y Periodista con énfasis en prensa y edición de Medios Impresos de la Universidad Sergio Arboleda.