LOPE DE VEGA ENFRENTA LA HACIENDA REAL ESPAÑOLA A FAVOR DE LOS ARTISTAS
Por John Jaime Estrada González*
En la Europa del siglo XVI, la variedad de las llamadas artes liberales se clasificaba según el criterio cosmovisivo de quien lo hiciera. Esto quiere decir que tenían una apreciación variante; se valoraban al compás de las necesidades y particularidades de los distintos reinos y sus cortes. Se trataba de una concepción vital, aunque reducida, muy efectiva; partía de considerar al hombre sentiente y pensante libre. El trivium y quadrivium sobrevivían reinterpretados y con ello los contenidos educativos que debían tener los hombres libres. ¿Qué significaba esa libertad? Por supuesto que ya no la de venir de antepasados libertos; lo que estaba en juego era una categoría ideológica que concebía la libertad como el actuar de quien no tiene que ganarse la vida con un oficio. Se pensaba que el oficio era un trabajo manual que además de involucrar objetos materiales, no presuponía en el individuo mas que alguna habilidad repetitiva o imitativa que para nada involucraba el intelecto. El artista dependía de su trabajo manual y estaba sujeto a lo que vendiera día a día; al ser pago por lo que hacía, tributaba por lo que le ingresaba. Un pintor, en el lenguaje de la época, era un pechero, (pechar, pagar impuestos) pagaba impuestos sin derecho a exención alguna. Dada la concepción ideológica de lo gravable, procedían los recaudadores de impuestos a los cobros. Esa era la óptica tributaria que categorizaba a todos los artistas durante el llamado «Siglo de Oro».
Si algo identificaba la legislación tributaria de la Hacienda Real española era la cantidad de privilegios otorgados a caballeros, nobles y validos del rey. La Hacienda Real obligaba a tributar partiendo de la virtud de la persona y su posición en la sociedad. No es difícil, bajo tales concepciones, comprender que la enorme población sostenía con su trabajo los gastos de la corona; siempre había sido así. El criterio residía también en el trasfondo educativo supuesto en quien tributaba. La educación ya era validada a nivel institucional para el siglo XVI, aunque los nobles, dada su condición, no asistían a la universidad. Quienes tenían un desempeño intelectual probado, gozaban de ciertas exenciones a la hora de pagar impuestos. Así se explica el alto número de asentistas (el nombre dado a quienes mediaban entre los gremios y la corona) que inundaban las cortes. En el caso de: grabadores, plateros, orfebres, escultores y pintores; su condición los vinculaba a un oficio, meros ejecutores de materiales en bruto, sin ningún componente intelectual.
Vamos a situar el caso de los pintores de aquella época. Como es evidente, hoy es muy difícil enmarcarlos bajo la misma consideración estética y más aún, colocarlos al mismo nivel de los talladores, orfebres, plateros, etc. Aunque en la distancia, durante los siglos XVI y XVII fueran todos lo mismo en España, meros artesanos. Hoy sabemos de su origen diverso y formación, ¡qué no decir de sus posibilidades económicas! Para el caso vamos a analizar sus inquietudes y pretensiones intelectuales en ciernes. Este es el punto de partida para recorrer el largo enfrentamiento que tuvieron con la Hacienda Real española.
A primera vista nos puede parecer extraño el conflicto, puesto ya que sabemos de la talla histórica de aquellos pintores. Sus obras, para mencionar sólo un ejemplo, hasta han llegado a ser el punto de partida para elucidar la ruptura epistemológica que se dio, según Foucault, al comienzo de la modernidad, y para explicarla se apoyó en «Las Meninas» de Velázquez. Pese a la obviedad que todo eso comporta, su actividad artística no era reconocida como un trabajo intelectual y estaban obligados a pagar alcabalas como cualquier artesano que obtenía ganancias de su trabajo. Para los asentistas era un ars vilis, según las normas tributarias de la época. En la mentalidad de aquellos curialescos, eran únicamente trabajadores esforzados, practicantes de una habilidad, «techné». En otras palabras, lo que producían era predecible con anterioridad a la «causa eficiente»; no existía en su quehacer «la causa final» porque no se los considerara creadores por acción del intelecto. Se gravaban por su oficio y ganancias en metálico; es de considerar que para algunos las ventas de sus cuadros alcanzaron exacciones muy elevadas.
Partiendo de Madrid hasta Sevilla, se trataba de un grupo diverso que congregaba desde quien no tenía más interés que el ingreso para vivir, hasta quienes buscaban obtener ganancias que les dieran acceso a un estrato social elevado. Estos últimos representaron una fuerza centrífuga minoritaria que pretendía diferenciarse de los demás por su talante estrictamente intelectual. Su propósito era cerner, de manera definitiva, su grupo del vulgo que trabajaba solo manualmente y se satisfacía con el sustento diario. En el trasiego histórico de esa contienda Lope de Vega actuó como adalid de los pintores y enfrentó la Hacienda Real.
Aunque es verdad que todos producían para el consumo, el mercado de la oferta y la demanda; recordemos que no había galerías de arte. Si perfilamos esa diferencia con el mundo actual del comercio del arte, podemos comprender que las relaciones personales con los compradores caracterizaron, de manera exclusiva, la situación del pintor en España. Alrededor del año 1600 se puede situar el comienzo de un cambio cualitativo en la apreciación intelectual de los artistas, en particular de los pintores y especialmente de aquellos que más vendían. Este criterio hay que matizarlo, puesto que no era una sociedad de consumo en el sentido de la venta masiva de producciones artísticas. Se le compraba la obra al pintor según la calidad apreciativa que fuera ganando; lo que también explica su pertinacia. Podemos establecer que la circulación del arte y los artistas era diferente en el siglo XVI, tal como lo ha señalado un curador: «Durante la mayor parte del siglo XVI, apenas contamos con pintores que profesional e intelectualmente puedan diferenciarse claramente de los artesanos». (Portús, Pérez, Javier. Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega. Hondarribia: Nerea, 1999., p. 196).
Inicialmente los pintores anhelaban una posición social de mayor estima, se trataba de la figuración social a la que se podía acceder por talentos especiales, pero esto solo era el comienzo. El cometido era trasegar por el mundo privilegiado de los hombres de cultura. Con un bagaje escaso, a duras penas sabían leer o escribir, apenas pergueñaban los pocos tratados de arte que se leían en su momento. Era la época en que empezaban a circular los tratados de arte en España; lo que se ha solido llamar «el Siglo de Oro», poseía un rasgo característico para valorar el arte: su expresión teológica, lo que en plena inquisición ya planteaba una situación de especial atención con la obra pictórica.
Nada impide colegir que algunos pintores hubieran logrado hacerse a un nombre y empezar a diferenciarse entre sus colegas o miembros de cofradía. Es el caso de Alonso Cano, Herrera el Mozo, Juan Ribalta y Jusepe Martínez. De otros, como Velásquez y Carreño, su origen está situado en familias que ya habían accedido a la escala social y tenían, aunque en menor grado, algún reconocimiento social, aunque no destacado.
Si tomamos en cuenta las investigaciones de Bartolomé Bennasar, «Los veedores o inspectores, elegidos periódicamente, controlaban el respeto a los reglamentos, iniciaban los procesos en casos de litigio con otros oficios en competencia e imponían multas a quienes ignoraban las normas. Además, los repartidores de la Alcabala, impuesto que satisfacía el conjunto de la profesión (llamada miembro de renta) establecían la contribución de cada uno de ellos en función de su cifra de negocios». (Bennassar, Bartolomé. La España de los Austrias. Barcelona: Crítica, 2000., p. 99). Lo que ocurre es que también había un grupo selecto formado por extranjeros que vinieron a España para trabajar como artistas o para desempeñar cargos al interior de la corte. Algunos de ellos fueron: Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Maino, Juan Van der Hanen, los hermanos Rizzi y Bassano. Muchos de estos relacionados con la construcción de El Escorial, han figurado entre los artistas más importantes del siglo XVII. Al comparar este grupo de artistas con el resto de su gremio en aquella época, tal vez podríamos motejarlos con la odiosa categoría de «cultos». Obviamente, son factores ideológicos los que juegan en ese momento; tal conceptuación no hacía referencia a una formación familiar o educación en las letras; eran los temas de su pintura los que les agregaba aquella denominación.
La tópica pictórica se puede agrupar alrededor de la llamada historia sagrada y la glorificación del estado en desmedro del paisaje. Se establece así una condición de subsunción temática. De tal manera que la imagen era la espina dorsal de la producción artística. En esta relación ideológico-estética vale la pena considerar al menos dos elementos:
a. La pintura en mayor grado debía resumir la narración de una historia y en esto la llamada historia sagrada y en particular, los evangelios apócrifos, están llenas de ellas. Hay un factor que excede el canon de las escrituras; se trata de los evangelios apócrifos que desde unos inicios continuaban siendo inspiración para el arte y la literatura. La poesía se valió en mucho de esos textos por la capacidad de mover y expresar la conciencia fantástica asociada a la divinidad de la Sagrada Familia en particular.
b. El arte debía educar en los principios básicos para la vida civil, por ejemplo, la veneración (que algunos llaman respeto) por las autoridades religiosas y civiles. La aceptación del orden establecido y la valoración de la llamada vida terrenal dentro de los límites de la moral tolerada.
Para el año 1562 ya la corte real estaba establecida en Madrid, pese a ello, esta no era una ciudad cosmopolita, como si lo eran Valencia y Sevilla. Ciudades en las que el comercio del arte y la presencia de artistas extranjeros ofrecían las condiciones suficientes para que el mercado de la pintura alcanzara mayores dimensiones. En este sentido afirma Portús: «Aunque desde finales del siglo XV habían sido numerosos los artistas españoles que trabajaron en Italia y que de vuelta difundieron los nuevos modelos formales y muchos rasgos de una ideología artística moderna; todavía la posición que ocupaba el artista en la sociedad se definía por su ambigüedad, y era corto el camino que se había recorrido en lo que se refiere al reconocimiento (implícito o explícito) del carácter intelectual de la pintura». (Portús, p. 11).
En el año 1600 apareció, el tratado, Noticia general para la estimación de las artes, escrito por Gutiérrez de los Ríos. Cinco años después, Singüenza publicó: La fundación del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Este último introdujo en los interesados en el arte, un abundante léxico crítico sobre la consideración histórica de la pintura y la arquitectura. Pero esos no fueron los únicos trabajos de amplia recepción, pues, «en 1626 vieron la luz los Discursos apologéticos… de Butrón (…) en 1632 apareció un importante escrito colectivo sobre imágenes lascivas y, en 1633 salieron los Diálogos de la pintura, uno de los tratados fundamentales del Barroco español. Pacheco termina su gran obra, y artistas intelectuales como Pablo Céspedes o Juan de Jáuregui reflexionan por escrito sobre su actividad (…) También es la época en la que se asienta de forma definitiva la relación del rey con Velázquez y cuando en España alcanza la madurez una de sus más prodigiosas generaciones de artistas, encarnada por el sevillano Zurbarán y Alonso Cano». (Portús, p. 12).
A lo dicho anteriormente, hay que agregar que no se trata de un movimiento que tiene sus ecos solo entre pintores. También dramaturgos y poetas de la talla de Lope de Vega le dan cabida al pintor en sus dramas, lo vamos verificar como un ejemplo, en su comedia: Peribañez y el Comendador de Ocaña.
En la composición de la sociedad es importante ver el crecimiento de la población urbana y en ella un grupo significativo de hombres desposeídos de títulos nobiliarios, pero con poder adquisitivo que aspiraba a vivir muy bien. Este aspecto plantea que la lucha del pintor por conseguir dignificarse en la pintura; fuera también la historia de cómo se fue permeando el gusto por el arte en los sectores no nobiliarios. Es erróneo pensar que se trataba de un movimiento masivo, ¡al contrario! Fue muy selecto, como lo es todo lo que envuelve la cantidad de dinero que se tenga para comprar cuadros de reputados pintores.
No todos los poetas y escritores los apoyaron, aunque muchos de ellos cumplían funciones en la corte del rey. Aquí la figura fundamental fue Lope de Vega: nieto, hijo, cuñado, yerno y tío de artistas. Nunca se negó a defender la causa de aquellos. De tal manera que en 1629 firmó junto con otros escritores, dos memoriales en defensa de la pintura y los pintores como intelectuales.
Si recordamos, la construcción del Escorial atrajo a algunos de los pintores más prestigiosos del momento, como: Luca Cambiaso, Federico Zúcaro o Pellegrino Tibaldi, uno de los más importantes teóricos del llamado «manierismo». Estos hundían sus raíces en Miguel Angel y al venir de Italia no solo trajeron su estilo expresivo, sino también su ideología acerca de la relación del pintor con la sociedad que lo rodea. En España fueron muy bien pagos, pero no sólo eso, se les agasajó y honró en los distintos medios cercanos a la vida nobiliaria y cortesana. Pero esto es sólo anecdótico, lo que destacó fue su capacidad intelectual discursiva en el momento de dar cuenta de su arte. El caso de Zúcaro es bien particular porque fue también un teórico del arte manierista.
Quien haya visitado El Escorial podrá admirar su sobriedad arquitectónica. Algo de esa frialdad externa contrasta con su interior. Allí trabajaron también los ayudantes de aquellos artistas venidos de Italia. Uno de ellos fue Bartolomé Carducho, quien de ayudante en El Escorial pasó a trabajar en la corte, para ello trajo a su hermano Vicente, sin lugar a duda, uno de los pintores más destacados del siglo XVII, y clave en la demostración frente a la Hacienda Real del carácter del pintor como intelectual: «su nombre aparece en todas las empresas que se llevaron a cabo en la corte para combatir los arraigados prejuicios sobre los artistas. Así se encuentra en relación con la Academia de San Lucas o con algunos pleitos suscitados por el pago de alcabalas». (Portús, p. 79).
«El Greco», fue un caso similar, este entabló varios y famosos pleitos en demanda de sus derechos profesionales. Podemos entonces colegir que contrario a lo que cuentan las historiografías, que no se trataba de personalidades conflictivas o de neuróticos puntillosos con su trabajo. Se trataba de pintores que habían tenido una relación muy distinta en Italia con sus patronos.
Eran pintores llamados cultos, sabedores de su dignidad intelectual, conscientes de sus derechos, los cuales les eran ignorados por la Hacienda Real. Esta les exigía un impuesto del diez por ciento llamado «Alcabala» sobre la venta del cuadro que vendiesen. La Hacienda Real lo recaudaba de dos maneras:
a. El comprador deducía, en el momento del pago, el diez por ciento del monto total de la transacción para entregarlo al fisco. Práctica que el pintor no podía increpar.
b. También podía ser al declarar sus ventas, el pintor debía devolver al fisco un diez por ciento adicional.
Quienes se pusieron de parte de los pintores planteaban que desde la antigüedad la relación natural entre poesía y pintura tenía una influencia civilizadora puesto que cultivaba el conocimiento y por lo tanto, apelaba directamente al intelecto, lo cual obviamente, es un trabajo intelectual. Con ello al final del siglo XVII consiguieron su primer triunfo, se les liberó del pago de la Alcabala, pero solo a las obras que tenían un tema religioso.
En otra vertiente, una minoría de pintores que se reclamaban «cultos», seguía luchando por ganar posición de «artistas». Hasta ahora habían obtenido una solución intermedia, pero seguían siendo muy pocos los que realmente tenían aspiraciones intelectuales ya que la mayoría de los antes considerados artesanos, quedaron muy complacidos con la reivindicación tributaria que les dejó un diez por ciento más en su bolsa; lo demás los tenía sin cuidado.
RELIGIÓN Y CULTURA
Los públicos eran diversos, como también las condiciones sociales de la población. Mientras unos podían apreciar el talento, la composición y la técnica pictórica; otros solo el componente narrativo del cuadro y otros tantos se impresionaban con el colorido de las obras. Pero de un lado, la iglesia y la corte se preocupaban particularmente de la recepción de las obras en el momento, lo explica Maravall: «el siglo XVII conoce una expansión que prepara el fenómeno: la imprenta se juzga como una industria de cultura que trabaja para una gran cantidad de consumidores. Aunque sea inicialmente, también la pintura conoce el primer barrunto de una tendencia que se va a consolidar más tarde en la misma línea: ya como toda producción de este tipo, procura atender a la demanda, claro está, pero no se subordina directa e individualmente al previo encargo, sino que, en cierto modo, preparaba y configuraba aquella». (Maravall, José A. La cultura del barroco. Barcelona: Ariel, 2000., p. 191).
Las fiestas religiosas, el teatro y las pinturas, familiarizaban a los parroquianos con los llamados acontecimientos de la «Historia Sagrada» y la vida de los santos. Convivían con cuadros acompañados de sermones que ayudaban a fijar en imágenes los conceptos difundidos en las celebraciones del calendario litúrgico. Aunque este componente del arte era el producto de una sociedad estratificada, hubo un matiz religioso que la animó desde sus raíces institucionales: el concilio de Trento (1545-1563). Sus orientaciones ayudaron a orientar el arte pictórico en los países «católicos». En la sesión 25 del concilio se estableció que: «Los obispos deben cuidadosamente enseñar que por medio de las historias de los misterios de nuestra redención ejecutadas en pinturas u otro tipo de representaciones, la gente es instruida y confirmada en el hábito de recordar y traer continuamente a la mente, los artículos de la fe; como también las grandes enseñanzas derivadas de tales imágenes sacras; no solamente porque la gente está advertida de los beneficios y dones concedidos a ellos por Cristo, sino también porque los milagros que Dios ha hecho a través de los santos, y sus benéficos ejemplos, se fijan ante los ojos del creyente». (The council of Trent The Twenty-fifth Session. London: Dolman, 1948, p. 123. Traducción nuestra).
Podemos ver la voluntad de hacer una cultura masiva que pudiera abarcar a todo el mundo, lo que condujo a fórmulas mas sensorialistas en materia de arte; con el fin de hacer carrera en el gusto de los creyentes. Quizá a eso de pudo haber debido la hegemonía del color sobre el dibujo. Con ello se apelaba a la fascinación del «grueso menudo» o «los rudos», como se les denominaba en la época y como lo veremos en la obra, Peribañez y el Comendador de Ocaña. La explicación que da Maravall es convincente: «El gusto viene a ser el criterio de estimación con que una persona acierta, intuitiva e inmediatamente, a valorar aquello que contempla, bien por sus exquisitas calidades nativas y espontáneas, bien por la excelente sedimentación depositada en su interior a través del cultivo de su sensibilidad e inteligencia. De ahí que, según la investigación de Klein, el gusto haya adquirido rápidamente un carácter normativo que se revela en la expresión frecuente de buen gusto. Se dice del individuo entendido, cultivado, que tiene gusto, haciendo alusión al hecho de que acepte todo un sistema de normas que, si no las posee por vía racional, se encuentra adherido a ellas por cauces más profundos. De esta manera se da una aproximación entre gusto y juicio que mantiene a ambos en un alto nivel estimativo». (Maravall, p., 222).
Resulta más paradójico que un arte dirigido a «los rudos», sólo pudo subsistir gracias al soporte de unos cuantos con mucho poder monetario. Pero no podemos quedarnos con el valor de cambio, tenemos que asumir la dimensión semántica que era aun más desproporcionada. Aquellas obras estaban llenas de guiños para los eruditos de la época, o la minoría culta que se regocijaba de comprender la totalidad de una pintura. ¿Cuál fue el resultado de aquella conjunción? Un arte de poderosa eficacia visual y de profunda complejidad intelectual que escondía diversos niveles de significación a los cuales sólo podían acceder los entrenados en la literatura clásica y la llamada Historia Sagrada. Esto lo entendió Lope de Vega y por eso en sus obras procede también con estos guiños que reivindican el trabajo intelectual que supone una pintura. Como adición a esto, vale la pena recordar que el concilio de Trento reunió para su redacción final a una comisión de teólogos notables, quince de los cuales eran españoles.
Regresando al caso con la Hacienda Real, aunque su primer fallo favoreció solo a los pintores de tema religioso, sin embargo, discriminó temas como los bodegones y los paisajes; más aún, los temas obscenos de la mitología y en particular el desnudo si era tomado de un modelo natural. El Estado absolutista a su vez, hizo gala de este concepto instrumental de la obra de arte y por ello el rey accedió a ser retratado junto a su familia. Los retratos de los Austria expresaron la mentalidad de la Corona y la extensión de sus dominios.
LOS FOCOS CULTURALES
Al final del siglo XVI la actividad económica en España se desplaza a ciudades como Madrid, Valencia, Zaragoza y Toledo. Comienza a cobrar valor cierta pujanza económica que reúne artistas y literatos; esto los acerca a sectores nobles y eclesiásticos que ofrecen algún patrocinio de las artes. La llamada cultura también empieza a convertirse en un símbolo de distinción, lo que da la oportunidad a algunos nobles de engrandecer con ellas su figuración social. Es muy común en aquella época encontrar que las obras se dedican a duques o condestables que proporcionan todo tipo de amparo. Asimismo, las jerarquías eclesiásticas se unieron a esa nueva tendencia que tímidamente empezaba a penetrar en los burgueses ya poseedores de metálico.
Tenemos el caso de Sevilla, hacia 1600 se convirtió en un foco que atrajo artistas e intelectuales a reuniones en las cuales se trataban asuntos de letras. De igual manera, ocurrió en Madrid, justo con la construcción del Escorial. En medio de estas actividades, Lope fue siempre un aglutinante; quien insistió siempre en el carácter noble de la pintura.
Ahora los pintores tenían un trabajo más arduo: dar a entender su relación intelectual con lo que pintaban y no su esfuerzo físico que era sólo algo necesario. Por tal razón, consultaban con los teólogos antes de colocar sus pinturas para la venta. Esa larga actividad los resarció finalmente cuando la Hacienda Real los clasificó como intelectuales del arte y les concedió sus exenciones tributarias ya que era probado que se trataba de un trabajo que involucraba al intelecto.
También Calderón de la Barca inserta en sus dramas numerosas alusiones laudatorias a las artes y los artistas: «… fue autor de una deposición en favor de la pintura, con la que se hizo frente a una demanda de 1676 que nació porque el procurador general de Madrid pretendía que los pintores de la ciudad pagasen un total de cincuenta ducados al año. Además de él, contribuyeron varias personas que en general tenían en común su condición nobiliaria (…) aunque no fue impresa hasta finales del siglo XVIII, la declaración de Calderón debió de difundirse bastante desde épocas tempranas, a juzgar por la gran cantidad de copias manuscritas que de ella conservamos». (Portús, p., 90).
En términos generales podemos establecer que los pintores y escritores lograron un buen nivel de afinidad. Su espacio privilegiado fue quizá el teatro, donde uno se servía del otro. Las ocasiones propicias eran las fiestas ya que los telones y las decoraciones efímeras eran propicias para las obras. De la naturaleza plástica de la comedia eran conscientes todos: público, escritores y artistas. Lo que llevó, con Calderón, a desarrollar escenografías cada vez más sofisticadas, tales como: tramoyas, telones móviles, y decoraciones que le daban versatilidad a sus obras. Así, espectador culto e inculto apreciaban el lugar donde tomaba lugar la puesta en escena: «La acción en las obras calderonianas cobra otro significado si seguimos los efectos visuales y sonoros, las miradas y las voces en sus perspectivas y tonalidades tal como se representaban. Es en vano tratar de imaginar la acción como poesía dramática. Calderón supera la época imaginativa de la comedia. Su comedia de teatro crea una realidad visual, aunque ésta sea ficticia, de la escena; donde los personajes se ven y se escuchan como en el mundo paralelo de la vida real. La comedia de teatro de Calderón tiene la fuerza expresiva de lo que se ve que es mayor a lo que se pueda imaginar». (McGaha, Michael. Approches to the Theater of Calderón. Texas: Texas UP. 1989, p., 224. Traducción nuestra).
CUANDO EL PINTOR ESTÁ EN ESCENA
¿Situar una comedia en un palacio o un medio urbano, denota algo más que la sola ambientación escénica? Responder significa pensar en el propósito de la elección de escenas. Pese a las contaminaciones que han sufrido los dramas de Lope, traigamos para lo que nos interesa, uno de sus más conocidos: Peribañez y el Comendador de Ocaña (nos apoyamos en la edición de Juan M. Marín, publicada en Barcelona por Gredos en el año 2000).
No es que Lope fuera un inventor de espacios escénicos, más bien buscó soluciones a los conflictos escénicos. En Lope «funciona un código onomástico que coincide con el social vigente; cuanto más alejada de este código este la onomástica de una comedia, más lejos se halla de la convención genérica…» (Arellano, Ignacio. El modelo temprano de la comedia de Lope de Vega. En: Actas de las XVIII jornadas de teatro clásico, Almagro, julio de 1995. Universidad Castilla-La Mancha). Es por ello explicable que nombres y personajes guarden diversos niveles de significación.
En la comedia, el comendador ha sufrido un accidente tratando de liar un novillo brioso en una fiesta. Entra en estado inconsciente y es llevado a casa de Peribañez, un hombre del campo con alguna hacienda y casado por el sacramento con Casilda. Allí es acogido y cuidado hasta que se recupera. En ese transcurso el Comendador ha quedado fascinado por la belleza de esta mujer:
«Luxán: ¿qué sientes?
Comendador: un gran deseo, que cuando entré no tenía». (I. VII).
Trabajado por ese deseo, el Comendador se da a conseguir el amor de Casilda con la ayuda de Luxán, lacayo de su confianza. Casilda y Peribañez viven un amor matrimonial temprano pleno de respeto mutuo. El drama presenta así a peribañez:
«Leonardo: Es Peribañez, labrador de Ocaña,
cristiano viejo y rico, hombre tenido
en gran veneración de sus iguales,
y que, si se quisiese alçar agora
en esta villa, seguirán su nombre
cuantos salen del campo con su arado,
porque es, aunque villano, muy honrado». (I. XVI).
Ambos personajes están deseosos de reconocimiento: el Comendador ante todos y Peribañez ante sus iguales del campo. A todas estas, Casilda viaja a Toledo y logra ver personalmente al rey en medio de los festejos. Al regresar a casa le cuenta a Inés su amiga y esta a Constanza:
«Inés: Los reyes son a la vista,
Constanza, por el respeto,
imágenes de milagros;
porque siempre que los vemos,
de otro color nos parecen». (I. XXI).
La imagen del rey en las pinturas es la presencia de este; así Casilda ha quedado deslumbrada, pues el retrato que ella tiene por cierto no coincide con lo visto. Pero la pintura no es desdeñada, es la figura del rey la que no coincide con ella.
El Comendador sabe que Casilda ha regresado y busca un pintor para que haga un retrato en miniatura de ella, pero nadie debe darse cuenta. Lo encuentra y entra en diálogo con él:
«Pintor: Que será dificultoso
temo; pero yo me atrevo
a que se parezca mucho.
Comendador: Pues advierte lo que quiero.
si se parece en el naipe,
deste retrato pequeño
quiero que hagas uno grande
con más espacio, en un lienzo.
Pintor: ¿Quiéresle entero?
Comendador: No tanto;
basta que de medio cuerpo,
mas con las mismas patenas,
sartas, camisa y sayuelo.
Luxán: Allí se sientan a ver
la gente.
Pintor: Ocasión tenemos.
Yo haré el retrato». (I. XXII).
Al final del primer acto el pintor se ha presentado al servicio de caballeros y nobles que encargan su trabajo. La técnica y la composición de la obra son objeto de análisis por el artista. No se trata de una actividad repetitiva sino de un acto único por su naturaleza y su motivo. Incluso el pintor debe producir una miniatura, lo que implica un estudio de escala que de igual manera pueda ser ampliado. Un encargo que además de destreza y maestría, requiere un raciocinio que calcule el espacio sobre el que se va a ejecutar; incluso la satisfacción de los gustos y caprichos de quien lo comisiona.
En esta obra Lope procede con guiños para mostrar no sólo la nobleza de la pintura, sino también, el despliegue de talento de un pintor cuando es sometido a diversas condiciones. Por tanto, el intelecto del pintor es el que ha entrado en juego una vez ha vislumbrado la causa final.
En el acto segundo, Peribañez ha visitado la catedral de Toledo y maravillado les describe a sus cofrades lo que ha visto:
«Peribañez: Puedo dezir, señores, que vi
un cielo en ver el suelo
su santa iglesia y la imagen
que ser más bella rezelo,
si no es que a pintarla baxen
los escultores del cielo». (II. II).
Lope ha colocado en palabras de un señor del campo el aprecio del arte y las impresiones visuales que produce. El hombre común no tenía otro referente de la belleza que la divinidad del cielo y a ella apela Peribañez impactado de tales bellezas. Va y se las refiere a los miembros de su cofradía.
En otra vertiente, el Comendador no ceja en su empeño de conquistar a Casilda y pleno de aflicción, comenta con su amigo:
«Comendador: Y atrevióse mi locura,
Leonardo, a llamar un día
un pintor, que retrató
en un naipe su desdén
Leonardo: Y, ¿parecióle?
Comendador: Tan bien,
que después me la pasó
a un lienzo grande, que quiero
tener donde siempre esté
a mis ojos, y me dé
más favor que el verdadero». (II. III).
El comendador le ha dado a la pintura un alto grado de valoración y al hacerlo ha privilegiado al pintor con altos elogios a su maestría. Será precisamente el cuadro lo que desate los celos de Peribañez. Es en el estudio del pintor que lo ha visto; duda de ella y del Comendador, a lo que el pintor le explica:
«Pintor: Como vos antes de agora;
antes por ser tan fiel,
tanto trabajo costó
el poderla retratar». (II. XV).
A partir de este momento cesa la acción del pintor, ya su trabajo ha despertado el conflicto dramático que va hasta el rey, el juez justo por antonomasia. El drama desatado por una pintura pudo haber impresionado al público, no podemos decir de qué manera, pero lo cierto es que Lope había escenificado el proceso creativo de una pintura justo en el punto más álgido de la disputa con la Hacienda Real. Por largo tiempo se dirimía en agudos debates, con la participación de teólogos prestigiosos, escritores y recaudadores, el quehacer del pintor como intelectual.
Finalmente, como era de esperarse, a los pintores se les quitó la categoría de artesanos e ingresaron en la escala social y de ellos tenemos abundante bibliografía. Para quienes visiten El Prado, les será descabellado siquiera imaginar que en su época aquellos pintores eran considerados meros artesanos de poca estima social, ejecutores de un arte vil.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es miembro adherente del CESCLAM-GSP Centro de Estudioa Clásicos y Medievales Gonzalo Soto Posada.