Literatura Cronopio

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LOS PENSADORES REVOLUCIONARIOS CON ALMA CONSERVADORA

Por H. C. F. Mansilla*

Uno de los aspectos más importantes y característicos de la cultura latinoamericana ha sido la existencia de literatos, pensadores y políticos que propagaban ideologías radicales y, al mismo tiempo, se orientaban por valores y principios marcadamente conservadores, cuando no reaccionarios. Por suerte los procesos de modernización y democratización tienden paulatinamente a reducir este fenómeno.

Para explicar esta compleja constelación es conveniente mencionar a los maestros europeos que unían un alma conservadora, heredera de un catolicismo tradicional, con una ideología radical izquierdista, maestros que en América Latina eran considerados como los continuadores autorizados de Marx y Lenin. La teoría asociada a Louis Althusser, por ejemplo, era muy popular, y no sólo en Francia. En las universidades bolivianas y en muchas latinoamericanas era considerado como la última palabra del marxismo y del progreso intelectual a nivel mundial. Ello es comprensible porque este autor usaba un estilo de catecismo jesuítico, que no contenía ni una sola duda acerca de sí mismo. Los escritos de Althusser daban respuestas categóricas y relativamente simples a casi todos los dilemas socio–políticos. Su transformación del marxismo en una doctrina cerrada de corte antihumanista parecía ser congruente con una perspectiva realista, lejos de los inútiles devaneos teóricos de los marxistas críticos. Sus Aparatos Ideológicos de Estado, hoy totalmente olvidados, eran vistos como instrumentos de fácil aplicación para explicar todos los fenómenos de la «superestructura cultural y jurídica», por fuera de la base económica, que en el siglo XX se habían convertido en piezas fundamentales del orden moderno capitalista y que los clásicos del marxismo no habían tratado adecuadamente.

Althusser era popular por otros motivos más prosaicos, muy cercanos al autoritarismo rutinario de los universitarios latinoamericanos. A lo largo de su tortuosa carrera intelectual, fue un católico doctrinario, luego un miembro creyente del Partido Comunista. Justificó los campos soviéticos de concentración y posteriormente alabó la Gran Revolución Cultural Proletaria en la China. Jamás dijo una sola palabra sobre las víctimas. Se le puede reprochar la elaboración de banalidades de sentido común que eran expresadas mediante una terminología innecesariamente complicada. Por ello, Althusser exhibía un gran apego por todos los conceptos de Marx que habían permanecido en un estado vago y ambiguo. Este amor a la tenebrosidad era y es algo muy difundido en el ámbito universitario.

En 1992 se publicó póstumamente la autobiografía de Althusser, El porvenir dura mucho tiempo, escrita bajo el signo de la «voluntad de sinceridad», donde este autor reconoce que siempre fue un impostor y que conocía mal los textos de los clásicos marxistas que comentaba sin cesar. Lo que sí se percibe en esta autobiografía es la incompetencia moral del autor para distinguir lo importante de lo meramente accesorio. Como se sabe, en 1980 Althusser mató a su esposa en medio de una crisis nerviosa, pero como era un famoso intelectual de izquierda, la justicia francesa, respetando curiosos privilegios no escritos, no lo sometió a juicio ni tuvo que ir a la cárcel. Y congruente con esas tradiciones, distinguidos pensadores franceses —como el católico conservador Jean Guitton y el exrevolucionario procastrista Régis Debray— lo defendieron, usando los sofismas más descabellados. Guitton le dedicó largas páginas, calificándolo de asesino, pero también de místico y santo. Muchos intelectuales interpretaron el asesinato como una forma político–religiosa de unio mystica, un sacrificio voluntario para alcanzar fines espirituales superiores: la unión con Dios. Mi desconfianza frente a los intelectuales se debe, entre otros factores, a su capacidad de fabricar tonterías sorprendentes, que son tomadas en serio por muchedumbres de ingenuos y desorientados. Los casos de Guitton y Debray me asombraron en más de una ocasión por la elaboración de necedades celebradas de modo entusiasta por la prensa y propaladas masivamente por la televisión.

Un caso similar fue el psicoanalista Jacques Lacan. De acuerdo con el ensayista argentino Juan José Sebreli, en América Latina Lacan era inmensamente popular entre los universitarios y los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, porque permitía una identificación fácil mediante comportamientos que gozaban (y gozan) de gran aceptación, pues eran admirados como sumamente progresistas (lo cual no ha variado hasta hoy): la teatralidad histérica, el exhibicionismo escandaloso, las extravagancias de modas y comportamientos, la avidez de fama y dinero a través del simulacro intelectual. Lacan fue también el cultivador de un lenguaje enrevesado y oscuro, que sus adeptos admiraban como testimonio de un saber profundo y superior. En un rapto autobiográfico —en lo que se asemeja a Althusser— Lacan reconoció que era un impostor.

En América Latina una alumna de Althusser, Marta Harnecker, quien en su juventud también fue militante católica, alcanzó una reputación envidiable con un libro de lectura obligatoria durante décadas: Los conceptos elementales del materialismo dialéctico. La obra alcanzó más de ochenta reediciones. Esa envidiable popularidad se debía a las simplificaciones realmente notables que sufrió la doctrina marxista y que estaban avaladas por la exégesis estructuralista que Althusser había predicado durante mucho tiempo. Hasta hoy Harnecker, quien mantuvo estrechos vínculos con la jerarquía gubernamental castrista, ha defendido a todos los regímenes autoritarios y populistas de América Latina mediante una prolífica actividad literaria.

En el ámbito de las modas intelectuales se dan los mismos fenómenos precarios y efímeros que en la política: quién se acuerda hoy de Marta Harnecker o de Claude Lévi–Strauss y de las severas construcciones teóricas de este último en el marco de su presuntuoso estructuralismo. En la década de 1970 conocí en París un dilatado círculo de estudiantes latinoamericanos, que se reunían tres veces por semana para estudiar cuidadosamente a la santa trinidad de Louis Althusser, Nicos Poulantzas y Marta Harnecker. A la distancia de cuarenta años me pregunto: ¿Habrán comprendido mejor el mundo? Lo poco que sé de ellos es que el más sensible se suicidó, tal vez inspirado por Poulantzas, quien se lanzó al vacío desde un edificio con muchos libros marxistas bajo el brazo.

Lo que sí permanece entre los postmodernistas actuales es el antihumanismo confeso de Althusser y Lévi–Strauss y la inclinación antidemocrática y antipluralista de Harnecker. Muy tempranamente Alfred Schmidt, un notable representante de la Escuela de Frankfurt, quien mantuvo hasta el final de su vida la lealtad a un marxismo crítico, se percató de los elementos antihumanistas y autoritarios del estructuralismo de Lévi–Strauss y Althusser, que significaban un ataque virulento, aunque con ribetes infantilistas, al desarrollo histórico del ser humano, y una recaída en el facilismo doctrinario.

Hasta el recuerdo de Roger Garaudy se ha vuelto difuso, casi nulo, después de una larga vida (1913–2012) y de cincuenta libros consagrados a fundamentar y difundir las modas intelectuales del momento, por supuesto con una fuerte inclinación dogmática que tanto gusta a los creyentes de todas las líneas. Garaudy empezó su memorable carrera como un propagandista del marxismo ortodoxo; fue en sus comienzos un stalinista incondicional; luego, una autoridad académica en cuestiones de lógica dialéctica y estudios sobre Hegel. Posteriormente, diputado, senador y miembro del Politburó del Comité Central del Partido Comunista Francés (PCF). Se llega a esas alturas sólo con la práctica de la astucia y los golpes bajos. La única actuación rescatable de Garaudy ocurrió en 1968, cuando renunció al PCF a causa de la invasión soviética a Checoslovaquia. Poco después se convirtió a un catolicismo militante, que, obviamente, era la última palabra de la verdad con mayúscula. En 1982 se hizo musulmán ortodoxo, cambió su nombre a Raga’a Garaudy, desplegó una postura francamente antisemita y encaminó sus dotes de escritor a negar todos los crímenes de los fascistas y los nazis contra los judíos. Todas estas modificaciones fueron acompañadas de un gran aparato publicitario que mostraba estos cambios como etapas siempre ascendentes de su ansia de saber y comprender. Yo me pregunto: ¿Serían realmente alteraciones ideológicas dignas de mención? Tal vez Garaudy militó toda su vida en el seno de un espíritu dogmático que admitía una sola explicación del mundo y de la historia, de la cual variaban únicamente los oropeles exteriores. Pero aún así, el olvido se ha apoderado de su obra. Sic transit gloria mundi.

En el ámbito latinoamericano y en los últimos años se percibe la inmensa popularidad de pensadores y poetas esotéricos y oscuros, envueltos, eso sí, por una terminología revolucionaria y a tono con las modas del día, preferentemente con las corrientes postmodernistas. En un lenguaje barroco —vieja herencia de la época colonial española— combinan estos escritores cosas muy diversas, pero aparentemente afines entre sí: un irracionalismo y ocultismo muy marcados, una apelación a los sentimientos y a los instintos, un odio ilimitado a la democracia liberal, un intenso amor a la mística y al misterio y una inclinación vigorosa hacia conceptos emotivos, pero de contenido poco claro. Todo esto está acompañado por una tenebrosidad que deriva su atracción del designio de comprender esencias profundas que están vedadas al racionalismo ramplón de Occidente. Estos pensadores cultivan, al mismo tiempo, una evocación incesante a terminar con las maldades del capitalismo, aunque no presentan un programa de alternativas plausibles. Estos escritores izquierdistas son invariablemente adeptos de Martin Heidegger y de las modas francesas del momento. No les importa si Heidegger había demostrado fuertes simpatías por el nazismo alemán. Según ellos, las concepciones clásicas de la filosofía —preguntar por las causas y las consecuencias de los fenómenos políticos y por las víctimas de los mismos— se han convertido en cuestiones obsoletas, superadas por el relativismo de valores. Ellos son actualmente los pensadores revolucionarios con alma conservadora.

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* Hugo Celso Felipe Mansilla nació en 1942 en Buenos Aires (Argentina). Ciudadanías argentina y boliviana de origen. Maestría en ciencias políticas y doctorado en filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Concesión de la venia legendi por la misma universidad. Miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia de Ciencias de Bolivia. Fue profesor visitante en la Universidad de Zurich (Suiza), en la de Queensland (Brisbane / Australia), en la Complutense de Madrid y en UNISINOS (Brasil). Autor de varios libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político–culturales latinoamericanas. Últimas publicaciones: El desencanto con el desarrollo actual. Las ilusiones y las trampas de la modernización, Santa Cruz de la Sierra: El País 2006; Evitando los extremos sin claudicar en la intención crítica. La filosofía de la historia y el sentido común, La Paz: FUNDEMOS 2008; Problemas de la democracia y avances del populismo, Santa Cruz: El País 2011; Las flores del mal en la política: autoritarismo, populismo y totalitarismo, Santa Cruz: El País 2012.

 

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