Kronopeas

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LUDOPATÍA. EL JUEGO NEURÓTICO

Por Leo Castillo*

Comenzando la década de 1990 me encontraba colocado como profesor de Francés y Castellano en un caluroso Regidor, suerte de banco de barzales abarrancado en la margen occidental del Río Grande de La Magdalena, a la sazón corregimiento de Río Viejo, en el Sur de Bolívar, Colombia. No teníamos luz eléctrica y suplíamos la deficiencia con una planta jurásica, cuyo combustible y operación eran sufragados por una cuota que cada tarde pasaba a recoger de puerta en puerta el asistente hijo del operario. No pocas veces, luego de la visita del dicho recaudador, tocaban a la puerta un par de combatientes de las FARC o delegados de los paramilitares (bien que resulte el colmo de la bizarría, parecían alternarse concertadamente; una noche nos citaba la guerrilla, otra los hombres de Jorge 40). Aquella última ocasión al salir del único salón de billar del corregimiento, sentí que mis ojos rebrillaban con fulgores realmente luciferinos. La pobre luz de las bombillas del alumbrado público agonizaba en mis pupilas con rojizos y mortecinos destellos, a punto ya de extinguirse por agotamiento del combustible, cosa que nunca ocurría después de las diez. Acababa de perder diecisiete partidas seguidas de buchácara (billar pool), esto es, todas las que jugué aquella fecha de espanto. Habiendo ingresado al billar poco antes del mediodía y apoderado de una de las dos mesas de juego, a razón de más o menos media hora por partida, al salir serían algo más de las ocho de la noche. Los alumnos con quienes me topé, camino a casa, rehuyeron instintivamente mi saludo, y aún los mayores del pueblito evitaron verme a la cara. Llevaba la infamia expuesta hasta en el andar: me sabía concienzudamente nada más que un triste vicioso.

Al llegar a la casa donde me alojaba, entré en la sala con la cabeza gacha, apenas saludando con un gruñido que debió escucharse como el de una bestia obscura, y me dirigí directo a mi habitación. Me tendí boca arriba, y no creo que en ese instante hubiera sobre la tierra alguien más desdichado. ¿Por qué mi adversario, por humillarme más, no había perdido adrede al menos una de las diecisiete partidas? Y recordaba amargamente cómo, empezando la secundaria, intenté hacer trampas en el juego de damas a un compañero, Avelino Martínez (¡cómo olvidar su nombre!). Descubierto en mi trapacería, negué, porfié, persistí en mi inocencia, a pesar de que un hermano mío testificaba en mi contra. Pocas veces en mi vida me habré sentido tan bajo, tan ruin y no existe ningún recuerdo que, hasta hace poco, me haya torturado tanto con su garfio de arrepentimiento, ya inútil, hincado en mi alma como una infecta estaca.

Aquella noche en el billar supe lo que es estar fuera de sí, desconocer toda medida y contención, ofrecerse para que el verdugo ataque y nos acabe una y otra y otra vez, hasta entrar en una especie de éxtasis masoquista más allá de toda expectativa de revancha, ahíto de agotamiento y hartazgo. ¿Qué me importaba perder, pagar bebidas de apuesta al contendor y a los dos testigos? Por ello me arrogo el derecho de dedicar unas líneas a las razones que pueden empujar a un hombre de manera inexorable, más allá de sus propias fuerzas, más allá de su deseo y su voluntad, a tales extremos de insensatez y abyección; a esta obsesión patológica que de un tiempo a esta parte se ha dado en denominar ludopatía.

Yo era un hombre solo en ese lugar de difícil acceso, amigo de todos, lo que viene a ser lo mismo que amigo de nadie. El pueblo entero me tributaba una espléndida cordialidad que yo intentaba corresponder enseñando con amor lo que mis pocas luces pueden arrojar sobre tan vastas asignaturas. Alguna aventura adúltera, pero no tenía lo que se llama una pareja allí. Por lo demás, había aceptado esta plaza solo por complacer a mi madre, quien se empeñaba en que ganara dinero “para mí”, ya que, me lo hacía saber, ella no esperaba en absoluto derivar de mi sueldo agradecimiento alguno (en efecto, nunca necesitó pecuniariamente de ningún hombre). Pero el pobre profesor sentía que robaba impunemente a la literatura el tiempo que malversaba ante mis alumnos. De modo que me corroía algo como una sorda culpa, y un no menos visceral desacomodo; en otras palabras, alguien se asfixia, necesita una válvula de escape y por ese agujero que conduce al país de las pesadillas, se escurre al bajo fondo de la condición humana. Así me entregaba yo al maldito juego, buscando desesperadamente aturdirme, cerrar los ojos ante el arrinconamiento que me marginaba del comercio en “la ciudad de las ideas” de que habla Cavafis.

Se supone que inventamos, antes que el dinero, el juego; pero, al menos desde los egipcios, los hombres han apostado desde bienes materiales hasta la amputación de miembros del cuerpo (los chinos, hace unos 4.000 años, se jugaban los dedos de las manos y de los pies, orejas…), la libertad, esposas, incluso la vida. Estimo que el juego alcanza su cota de tiranía en los caracteres débiles, o, en todo caso, vulnerables a esta turbia pasión, siempre que se apuesta algo, lo que puede estar representado, como tengo dicho, en bienes materiales, partes del cuerpo, terceras personas o haberes menos tangibles y no menos preciosos, como la reputación o el orgullo, al punto que algunos, no pudiendo sufrir la humillación de una derrota en el juego, optan por quitarse la vida. Codicia, superstición, esperanza, odio y miedo se barajan en la contienda y, según la dimensión a veces subjetiva del desafío, así serán los sabrosos frutos de la victoria, letales los de la derrota.

Su variedad es tan prolija, que casi podría afirmarse que todo acto humano pudiera ser asimilado a esta práctica. Sabemos de la lotería en Inglaterra desde el año 1533 (recuérdese que Enrique VII apostó y perdió jugando a los dados las campanas de la Catedral de San Pablo), que en España fue introducida por Carlos III en 1763, y que en el siglo XVII las carreras de caballos pasaron de ser un deporte a juego de apuestas. Los colonizadores europeos trajeron los naipes a una América donde ya los aborígenes se entregaban a juegos de azar con palillos, huesos de frutas y, entre otros, al juego de pelota (El Popol Vuh ─Segunda Parte, Capítulo Primero─ nos dice que “Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú se ocupaban únicamente de jugar a los dados y a la pelota todos los días”, lo que viene a ser, a mi modo de ver, el primer caso documentado de ludopatía precolombina). En el oeste norteamericano el juego halló terreno abonado, y se esparció como verdolaga en huerto. Aquí tenemos los célebres “barcos de juego” del Mississippi y los garitos de los buscadores de oro; luego, ya en el siglo XX, nada menos que Las Vegas, el mayor centro de juego del mundo y Atlantic City, en Nueva Jersey.

El juego es una enfermedad reciente (apenas un pecado doscientos años atrás). Con la venida a menos de la religión como instrumento clínico, el jugador fue remitido desde el confesionario al diván freudiano, pasando de pecador a la categoría patológica de vicioso, y así Kraepelin desglosó la “manía del juego”, recogida por Breuler, 1924, en su manual de psiquiatría (vid. Ángela Ibáñez Cuadrado, Jerónimo Sáez Ruiz, La ludopatía: una “nueva” enfermedad. Consultado en la red). Entonces empezamos a desconfiar del juego obsesivo y lo sindicamos de una presunta naturaleza enfermiza (Filteau et al., 1922; ibídem); solo hasta 1980 comparece en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la American Psychiatric Association, y, ¡por fin!, en su revisión de 1992 de su Clasificación internacional de enfermedades, la OMS lo exaltó a categoría diagnóstica, lo que mereció la consagración definitiva como enfermedad ante los ojos de la comunidad científica al juego compulsivo, juego neurótico, juego adictivo o juego patológico, que de todas estas y otras maneras ha sido motejado.

Jugadores obsesivos son tanto el Alexei Ivánovich (¿alter ego de Dostoievski?) de El Jugador como los campeones mundiales de ajedrez, bien que se disienta respecto de tópicos como la proporción e importancia del azar, “jugadores formados en una visión sólida basada en principios generales bien establecidos” estos últimos (revista El malpensante, núm. 92, Bogotá, 2008); o, según dice Tigran Petrosian: “Trato de evitar el azar. Aquellos que quieren confiarse al azar deberían jugar cartas o ruleta, no ajedrez”. Pero tanto el jugador de ruleta como el del llamado “juego ciencia” comparten el urticante mal a que me refiero, la adicción extrema: “Si prohibieran el ajedrez, me haría contrabandista”, ha dicho este Mijaíl Tal, campeón mundial a los 24 años (1960), que ganó el Campeonato Soviético (1957 y 1958), que en el torneo interzonal de Yugoslavia de 1959 le propinó a Fisher una paliza de 4-0 y de quien dice Kasparov: “Había algo mefistofélico en sus ojos cuando estaba ante el tablero”. Y Pal Benko se ponía gafas oscuras cuando enfrentaba al mago porque “no quiero ver su mirada”.

Remato quizá de manera un poco abrupta la evocación de la pesadilla con el recuerdo de una noticia reciente: un adolescente (unos catorce años) en China, llevando unas 48 horas jugando Play Station sin levantase apenas a tomar un poco de agua; recalentado por la adrenalina el cableado del sistema nervioso, de repente ¡pum!, le ha estallado el corazón.

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*Leo Castillo es un reconocido escritor y cronista colombiano. Ha publicado los libros: Convite (Cuentos), Ediciones Luna y Sol, Barranquilla, 1992 Historia de un hombrecito que vendía palabras (Fábula ilustrada), Ib., Barranquilla, 1993. El otro huésped (Poesía), Editorial Antillas, Barranquilla, 1998. Al alimón Caribe (Cuentos), Cartagena de Indias, 1998. De la acera y sus aceros (Poesía), Ediciones Instituto Distrital de Cultura, Barranquilla, 2007. Labor de taracea (Novela, 2013). Tu vuelo tornasolado (Poesía, 2014). Los malditos amantes (Poesía, publicado por Sanatorio, Perú, 2014). Instrucciones para complicarme la vida (Poesía, 2015). Documental sobre Leo Castillo: https://www.youtube.com/watch?v=Ec_H6WMsU-c Colaborador de El Magazín El Espectador; El Heraldo y otros diarios del Caribe colombiano. Colaborador revistas Actual, Vía cuarenta (Barranquilla); Viceversa Magazine, Revista Baquiana (USA); copioso material en sitios Web. Correo: leocastillo@yandex.com.

 

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