Literatura Cronopio

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MAMÁ

Por José Luis Cubillo*

Hacía unos días que estaba desbordada de trabajo y no hablaba con mamá. La llamé por teléfono.

—¿Dígame? —dijo.
—Hola, mamá.
—¡Hola, hija!
—¿Cómo estás?

Dudó durante unos segundos.

—Bueno… Vamos tirando —dijo con voz apagada.
—¿Te pasa algo?
—…No, lo de siempre… Ya sabes… Los achaques propios de la edad.

Se pensaba las palabras y las pronunciaba con pesadez, como si ocultara algo.

—¿No estarás mala? —pregunté temiéndome que algo le ocurriera.
—No, no. Si no es nada —me dijo con otro tono más animado para tranquilizarme, pero confirmando con su respuesta mis sospechas.
—A ver, cuéntame. ¿Qué te pasa?
—Pues nada… Que no me encuentro bien.
—¿Pero qué te duele?
—No, si dolerme no me duele nada. Pero estoy como ida. Medio mareada. A veces parece que me falta el aire.
—Mañana voy a por ti y nos acercamos al médico —dije preocupada.
—No, hija —se apresuró a contestarme—. Tú bastante atareada estás como para que pierdas la tarde.
—Ya me apañaré.
—Si seguro que no tiene ninguna importancia —me dijo arrepintiéndose al momento de habérmelo contado.
—Pues si es así, mejor. Pero que te vea el médico —tuve que asentir con firmeza.

Mamá llevaba unos días delicada. No había querido decirme nada para no alarmarme. El médico la examinó y le hizo diversas pruebas pero no encontró nada destacable. Le recomendó que descansara y volviera si seguía con los mismos síntomas para hacerle un reconocimiento en profundidad.

Mamá, algo más tranquila, se fue a su casa. Yo también me quedé tranquila pero no por ello dejé de llamarla a la hora de comer y por la noche durante los primeros días. Parecía que estaba bien y se le iban pasando los mareos y los ahogos. Luego, más adelante, la llamaba sólo por la noche. Como acabó por hacer su vida normal y no volvió a sentir molestia alguna, recuperé el ritmo normal de llamadas que eran dos o tres a la semana.

Volví a tener unos días de intenso trabajo, sin un minuto libre para poder llamar, y estuve sin hablar con mi madre. En el primer hueco que encontré la telefoneé. Era viernes por la tarde.

—¿Dígame? —dijo.
—¿Qué tal estás, mamá?
—Ay, hija. Bien.

Hablaba como si estuviera en la cama y con un tono tan apagado que me preocupó.

—¿Qué te ocurre?
—Nada, qué me va a ocurrir.

No podía disimular que se encontraba mal. Me costó sacarle la verdad.

—No puedo con el cuerpo. Me duelen todos los huesos. Parece que me hubieran pisoteado.
—Mañana voy a por ti y te traigo a casa.
—No, hija. De ninguna manera.
—No puedes estar así sola. Te vienes a casa unos días y te cuidaré.
—Bastante trabajo tienes ya. Si esto no tiene importancia. Será que he cogido un poco de frío. Seguro que en unos días se me habrá pasado. Debe ser cosa del tiempo.

Al día siguiente fui a por ella. Cogimos un poco de ropa y sus útiles de aseo y me la llevé a mi casa. Yo vivía en una pequeña buhardilla en el centro. Podía alojarla en una habitación—estudio, en una cama mueble destinada a las emergencias. Pensaba tenerla el sábado y el domingo para ver cómo evolucionaba, y si iba bien dejarla el resto de la semana hasta confirmar que se recuperaba del todo. Si no era así volveríamos al médico.

El lunes mamá casi estaba bien. No se le habían quitado del todo los dolores pero al menos se podía mover con mayor facilidad. Quería marcharse pero conseguí no sin esfuerzo retenerla.

—No quiero molestarte, hija.
—No eres ninguna molestia, mamá.
—Tú tienes que atender tus cosas.
—Igual las atiendo contigo aquí.

Por la mañana me iba al trabajo —tenía una pequeña empresa de relaciones públicas—, y dejaba a mamá en casa. No la veía hasta que llegaba por la noche, generalmente tarde, aunque la llamaba por teléfono a lo largo del día un par de veces. Me la solía encontrar sentada en el sofá haciendo ganchillo pacientemente.

—¿Qué tal, hija? —me preguntaba.
—Bien, mamá.
—¿Se te ha dado bien el día?
—Más o menos.

Generalmente me esperaba para cenar, pese a que le insistía en que cenara ella antes porque yo llegaba muy tarde. Mientras cenábamos intentaba enterarme de las noticias de la televisión pero mi madre hablaba mucho, sin parar. Hablaba de cualquier tema, intrascendentes la mayoría. Yo apenas la contestaba con monosílabos. No podía comer y hablar al mismo tiempo. Menos aún comer, hablar, y escuchar los informativos. Además solía estar muy cansada. Me pasaba el día hablando con los más variados personajes de infinidad de temas distintos y cuando llegaba a casa lo último que deseaba era hablar; muy al contrario sólo deseaba estar en silencio.

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—¿No te aburres tan sola en casa? —preguntó mi madre.
—No, la verdad es que no —contesté.
—Estar así, tantos días sola, sin nadie con quien hablar, tiene que ser triste y aburrido.
—Yo, a veces, lo prefiero.
—Pues yo, desde que se murió tu padre, me siento muy sola. La casa se me viene encima. La vida de una viuda es de las cosas más tristes de este mundo.

En la televisión daban una noticia que me interesaba oír. Presté atención. Hubo un silencio. Mi madre se dio cuenta de que no le hacía caso.

—Te estoy dando la lata, hija. Dirás que soy una pesada.
—No, mamá. No digas eso.

Un día mi madre preparó para cenar un postre. Era uno elaborado de esos en los que tienes que estar veinte minutos preparando los ingredientes porque hay que pelar, trocear y limpiar, otros veinte cociendo, otros veinte mezclando, otros veinte reposando y otros veinte decorando, para luego comértelo en un minuto. Aunque la verdad, para ser sincera, estaba delicioso.

—¿Pero por qué te has molestado, mamá?
—Ay, hija. Tienes que alimentarte bien, que estás muy delgada. Seguro que tú no te haces postres así.
—No tengo tiempo.

No me hacía postres así, ni nada así. Me daba una pereza enorme cocinar. Comía siempre fuera de casa y por la noche para cenar me preparaba un plato precocinado. A partir de ese día mi madre siempre me tenía preparado algo especial.

—Lo que tienes que hacer —le dije—, es descansar.
—Si no es trabajo. ¿Te gusta?
—Está riquísimo.

Un día, antes de cenar, fui a lavarme las manos al baño y hubo algo que me llamó la atención aunque en un principio no supe descifrar. Después de unos instantes en los que me estuve enjabonando primero y luego aclarando, de repente me di cuenta de qué se trataba. El lavabo estaba brillante, resplandeciente. Casi me veía reflejada en el grifo.

—¿Has hecho algo en el baño, mamá?
—¿Por qué lo dices?
—Está impecable.
—Ah, sí. Lo he limpiado.
—¿Y por qué lo has hecho?
—Por ayudarte algo.
—Pero si ya lo hace la asistenta.
—También me sirve para entretenerme.
—No quiero que hagas nada de la casa, mamá. Para eso está la asistenta. Tienes que descansar.
—Si ya me encuentro mejor.

Pasado el siguiente fin de semana mamá se encontraba bastante recuperada y se marchó a su casa. Fuimos haciendo nuestras vidas como hasta entonces desde que yo me había independizado, que consistía en llamarla por teléfono dos o tres veces por semana para ver cómo se encontraba y comer juntas un par de días al mes, dependiendo de lo que me acuciara el trabajo. En los últimos meses quizá frecuentábamos más los encuentros. Cada día tenía más achaques y parecía más necesitada de cuidados.

Pasadas unas semanas, un día que llamé a mi madre en un momento que tenía libre, no pude localizarla. Estuve casi todo el día llamando a distintas horas pero no di con ella. Bien avanzada la tarde, cuando ya inquieta estaba a punto de ir a su casa por si le hubiera ocurrido algo, conseguí hablar con ella.

—¿Dónde estabas? Llevo todo el día llamándote —dije medio enfadada.
—He tenido que salir —me contestó.
—¿Y dónde has ido?
—Por ahí. Cosas mías.

Era evidente que me ocultaba algo. La vida de mamá era más monótona y previsible que la sucesión de los días y las noches. Sus «cosas mías» no existían. Algo importante le había tenido que ocurrir para que hubiera estado todo el día fuera de casa.

—¿No estarás otra vez mala? —pregunté preocupada.
—No, hija. Qué cosas tienes. Tú tranquila.

Su tono de voz era apagado y hablaba con lentitud. Me desesperaba que no fuera clara. Siempre le tenía que sacar lo que ocultaba a base de preguntar y preguntar. Llegué así a saber que de nuevo se encontraba mala. Llevaba unos días con dolor de estómago, sin apenas comer, y había sufrido un cólico. Venía del médico. Le había hecho varias pruebas y le recomendó que tomara una dieta blanda por unos días.

—¿Pero por qué no me has llamado enseguida? —dije irritada.

Volvimos a tener una vez más esa conversación que por repetida ya me la sabía de memoria en la que me argumentaba que no quería molestarme, que yo ya tenía bastante con mi trabajo como para preocuparme de ella, etc. Me costó convencerla para que viniera a casa a pasar una temporada hasta que le dieran los resultados de las pruebas y se recuperara.

Mamá se instaló en casa de forma provisional. Un día me dijo que esa misma tarde se le había caído al suelo un ovillo de lana con el que estaba tejiendo un jersey para mí. Rodando fue a parar debajo del sofá y cuando se agachó para recogerlo se encontró una gran acumulación de polvo y pelusas.

—¿Lleva la asistenta mucho tiempo contigo? —me preguntó.
—Sí, varios años. ¿Por qué lo dices?
—No, por nada.
—A ver, mamá. ¿Qué me quieres decir?
—Es que luego pasé un dedo por los muebles y también estaban llenos de polvo.
—Se le habrá pasado o le tocará limpiarlos otro día. De todos modos en esta casa entra mucho polvo de la calle.
—Yo, la verdad, y no es por poner pegas a nadie —me dijo confidencial—, creo que no limpia bien.

Mi madre, como quien no quiere la cosa, sutilmente, igual que una gota de agua que va horadando la piedra más resistente, comenzó a sacar faltas un día tras otro al trabajo de la asistenta.

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—Para lo que hace —me dijo—, se puede ventilar en la mitad del tiempo que la pagas.
—Pues yo estoy muy contenta con ella —tuve que defenderla.
—Yo que tú —insistió como si me previniera de un gran peligro—, la despedía.
—¿Y quién me iba a hacer la casa?
—Pues yo misma —me contestó para mi sorpresa.
—Anda, mamá. No digas tonterías.
—Nadie lo va hacer mejor que yo ni con más cariño. Además, a mí me sirve para entretenerme, ya que estoy todo el día aquí mano sobre mano, y tú te ahorras un dinero, que no te viene mal.

No se lo tuve en cuenta. Los demás días, cuando llegaba a casa por la noche, la encontraba sentada en el sofá haciendo punto con una cara larga de aburrimiento y de reproche. Enseguida me mostraba alguna falta de la asistenta: Un resto de polvo, una mancha, una ropa mal planchada. Decía que las horas se le hacían eternas hasta que yo llegaba.

—¿Te has pensado lo que te dije el otro día? —me preguntó.
—¿El qué, mamá?
—Lo de la asistenta.

Tras la mucha insistencia de mi madre acabé por prescindir de los servicios de la asistenta. Así mi madre encontró una actividad con la que sentirse útil y llenar las horas del día. A partir de entonces su carácter cambió. Se mostraba más feliz y activa. Se la veía satisfecha de sí misma. Por las noches me recibía con la sonrisa dibujada en su cara.

Los siguientes días mi madre mostraba aún más ganas de hablar. Lo quería saber todo sobre mi vida y mi trabajo. Cada respuesta a una pregunta suya generaba una nueva pregunta y así hasta el infinito profundizando en los detalles. No entendía muchas cosas y tenía que explicárselo todo con minuciosidad. Era agotador. Llegaba un momento en el que me costaba un gran esfuerzo disimular mi hartura.

—No tienes por qué contestarme si no tienes ganas de hablar —me decía con ese tono de víctima que tenía tan bien aprendido.
—Sí, dime. ¿Qué quieres saber?
—No, nada. Entiendo que estés cansada.
—Sí, mamá. Estoy cansada. Hoy no he parado de hablar en diez horas. He hablado con doscientas cincuenta y siete personas, cada una con su problema particular que era el más importante del mundo y que había que resolverlo de inmediato. Pero dime, ¿qué quieres?
—Nada, de verdad. Pensaba que te apetecería hablar con tu madre. Lo que más echo en falta en casa cuando estoy sola es alguien con quien hablar.

Un cliente con el que colaboraba de vez en cuando desde hacía años en pequeños trabajos me llamó porque necesitaba mis servicios. No me pudo localizar en la oficina ni en el móvil y acabó por telefonear a mi casa. Cuando a mi madre le contó de qué se trataba, ella ni corta ni perezosa le respondió que yo no podría atenderle porque estaba muy cansada y debía tomarme un período de vacaciones. Afortunadamente el cliente se extrañó e insistió en dar conmigo hasta que me localizó y me contó lo ocurrido. En ese momento me dieron ganas de morder a mi madre. A mi cliente le iban bien los negocios y con dos o tres trabajos como aquél que me proponía yo podría cubrir los gastos de la empresa de todo el año. Cuando llegué a casa tuve una buena bronca con mi madre.

—¡¿Pero cómo se te ocurre decirle una cosa así?! —dije furiosa.
—Estás agotada, hija. Tienes unas ojeras que parecen puñetazos. Necesitas unas vacaciones.
—¡Qué vacaciones, ni vacaciones! ¡Este piso no se paga con vacaciones!
—Perdona, hija. Yo lo hacía por tu bien.
—Pues no te preocupes tanto que me vas a llevar a la ruina.

Unos días más tarde fuimos a recoger los resultados de los análisis. Estaban perfectos. Ni azúcar, ni colesterol, ni nada de nada.

—Bueno, ahora —dijo mi madre lastimosa—, me tendré que ir a casa.
—Te puedes quedar conmigo unos días más si quieres.
—No, hija. Te lo agradezco. Tú…
—No me lo repitas —la corté—. Yo tengo mucho trabajo y no tengo tiempo para atenderte. Ya me sé esa canción.
—Pues claro, hija. Los viejos sólo somos un estorbo.

No quiso que la acompañara. Se fue sola. Cuando llegué a mi casa la llamé para comprobar que estuviera bien. Tardó en coger el teléfono.

—¿Cómo estás, mamá?

No contestaba. La oía respirar al otro lado del teléfono.

—¿Estás bien, mamá?

Parecía hacer esfuerzos para hablar pero apenas oía un murmullo ininteligible.

—¿Te pasa algo, mamá? —dije preocupada—. Contesta.

Apenas pronunciaba alguna palabra. Respondía con monosílabos arrastrando las letras. Cuando le preguntaba algo sólo decía incoherencias. Asustada me fui corriendo a su casa. La encontré en la cama medio tumbada. Parecía no reconocerme. Llamé a urgencias y la llevaron al hospital. Después de estar casi todo el día, ya casi de noche, le dieron el alta. Los médicos no supieron decirme qué le había ocurrido. Podía haber sido un amago de cualquier enfermedad que no llegó a manifestarse. Ninguna de las pruebas que le realizaron dio anomalía alguna. Tendría que vigilarla.

—¿Pero qué te pasaba?
—Ay, hija. No sé. No podía hablar. Ha debido de ser algo de la cabeza.

Hicimos la mudanza a mi casa, esta vez casi completa. Quería tenerla conmigo por una larga temporada hasta comprobar que su salud se restablecía de una vez. Estaba un poco harta de ir y venir cada dos por tres con el corazón en un puño pensando que a mi madre le ocurría algo grave.

Mamá se despertaba mucho por las noches. El chasquido de las lamas de madera del somier delataban la inquietud de su sueño. Con frecuencia encendía la luz y permanecía durante horas leyendo unas revistas. A mí siempre me asaltaba la duda sobre si debía levantarme y acudir a su lado. Una noche ya no pude más y me acerqué.

—¿Estás bien, mamá? —pregunté.
—Sí, hija.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Entonces por qué no duermes?

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Tardó unos segundos en responder.

—No cojo el sueño.
—Intenta relajarte.
—No puedo. Por un lado quiero dormirme pero por otro no quiero coger el sueño.
—¿Y eso cómo se explica? —dije extrañada.

Mamá tardó unos segundos más en responder. Por fin habló con apenas un hilo de voz.

—Tengo miedo de dormirme y no despertarme más.

Ante su respuesta sólo se me ocurrió tumbarme a su lado. Le pregunté qué estaba leyendo y comenzó a contarme lo que aparecía en las revistas. Le cogí la mano y se la acaricié. No sé quién se durmió primero. El caso es que me desperté un par de horas más tarde con frío. Mi madre dormía profundamente y la revista estaba en el suelo. Me metí debajo de las sábanas y volví a cogerle la mano. En unos minutos estaba de nuevo dormida.

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* José Luis Cubillo. Diplomado en Cinematografía (Guión y Dirección). Llegó al cine a través de la literatura, que ya practicaba con anterioridad. Algunos de sus relatos, recogidos en el libro “Y SI NO ESTÁ AQUÍ, ¿DÓNDE ESTÁ?”, se han publicado en diversas revistas literarias en España y en México. Como guionista se destaca “NIJINSKY. MARRIAGE WITH GOD”, biografía del gran bailarín ruso del primer cuarto del siglo pasado Vatzlav Nijinsky. Ganador del premio a la mejor idea original en el festival “Global Motion Picture Awards” (USA) 2018. Y como director se destaca la “PELÍCULA AL ESTILO JAFAR PANAHI”, homenaje al director iraní Jafar Panahi y a su película “Esto no es una película”.

 

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