MANILA SE LLAMA LA CAPITAL DE FILIPINAS
Por Julián Silva Puentes*
Llevo viajando dos meses por el Sudeste Asiático en la que ha sido la aventura más grande de mi vida. Antes de irme de la Luna, soñaba con los países que he visitado en todo este tiempo, siempre planeándolo, fantaseando desde casa y leyendo acerca de piratas japoneses, los templos milenarios de Burma, la caótica Vietnam y el legendario Ho Chi Minh. Ahora me encuentro en Filipinas, Manila para ser exactos. Soy un turista y lo veo todo con ojos nuevos, de poeta, pero ahora que no puedo salir, que debo permanecer en este país quién sabe hasta cuándo, siento hacia cada vendedor callejero, cada yepneeys (pequeños buses de transporte público decorados con pinturas extravagantes), una aversión y un asco tan urgentes, que podría vomitar mis vacaciones enteras por todo lo ancho y largo de la isla de Luzón hasta llegar a Palawan.
Me encuentro atrapado aquí, en este paraíso infernal, dado que no tengo visa para regresar al país cuyo nombre me da miedo mencionar. Tampoco puedo irme de Filipinas porque no tengo dinero para el costoso pasaje de avión a mi país de origen, debido a que soy un pobre Diablo víctima del limbo migratorio de las naciones, y la falta de previsión tan comunes en la gente que destruye los puentes a su paso sin preocuparse jamás en construir algo duradero.
Vista de lejos, la ciudad luce sucia y peligrosa. De cerca parece un poco mejor, pero huele a peces muertos y a detritus humanos, especialmente al caminar por el malecón junto al mar.
El primer día me hice explorador. Al segundo mi curiosidad perseveraba y di una vuelta por la ciudad antigua conocida como intramuros. Al tercero no había manera de sacarme del hotel.
Las calles son habitadas por gentes descalzas que piden limosna y juegan al fútbol con pelotas de latón. Sonríen mucho. En la miseria sonríen tanto como en Sudamérica a pesar de la pobreza rampante que no sólo se ve, sino que se huele. En Sudamérica somos muy felices cuando estamos en la calle y es de día. En la noche, la calle se vuelve peligrosa y es mejor tener un techo donde resguardarse de la lluvia y del crimen. Jamás me sentí tan cerca de casa estando tan lejos como en Manila. La pobreza y el peligro me recuerdan a Bogotá durante la noche.
En Manila todo es zona roja a excepción de Makati, el barrio exclusivo de la ciudad, en donde a las putas las reconoces porque visten mejor que las «civiles», y la miseria se disimula con centros comerciales y restaurantes elegantes a los que no puedes ingresar si eres pobre, porque el código de etiqueta exige que tengas zapatos para cruzar la puerta.
Paso las mañanas frente al computador esperando la visa que nunca llega, y en la noche bebo en el bar del hotel cuya vista da de frente a una casa de putas de belleza tipo Edén. Todo mundo es hermoso en Filipinas. La gente sonríe y te llama «sir» con el acento Tagalo que es su idioma mezclado con inglés y español. Borracho hablas con todo mundo en el bar y al día siguiente sientes vergüenza de no recordar las estupideces que balbuceaste la noche anterior.
Los borrachos tienen muchos amigos porque es bastante triste beber solo, y a fuerza de soledad, te haces de la compañía de quien escuche. Las meseras y el barman son mis amigos debido a que me paso las tardes y las noches hablando con ellos mientras bebo. Debo parecerles muy molesto, pero igual sonríen. Las playas y la gente son lo mejor de este país. La gente pobre que sonríe a pesar de las circunstancias.
Hace mucho no bebía de esta manera. Es ridículo y triste, pero no encuentro forma de lidiar con la ansiedad de la espera. Veo la televisión en la mañana y camino a lo largo del malecón en la tarde cuando me siento valiente. Hace tanto calor que quisiera arrojarme al mar, pero jamás vi tanta basura en mi vida. Esta enorme ciudad es similar a Bogotá, con la grandísima diferencia de que el clima da para que las aguas sean tibias, y algunas personas se atrevan a nadar en el mar, gente de la calle en su mayoría, todos ellos dándose a la tarea de esquivar millares de botellas plásticas y trozos de madera provenientes de barcos naufragados.
Manila tiene playa, pero no tiene playa. Cuando se piensa en Filipinas, se habla de Palawan y Cebú, verdaderos paraísos naturales de arenas blancas y aguas transparentes. Manila es el centro administrativo e industrial de Filipinas. La isla del Nido y Port Barton se encuentran muy lejos así como mi visa. Perdí mi vuelo esperando la llegada del milagroso tiquete de regreso a la Luna. ¿Volveré algún día? ¿Regresaré a casa antes de navidad? No lo sé. No sé absolutamente nada ahora que contemplo la posibilidad de extender mi permiso de estancia en Filipinas por otro mes. Podría buscar trabajo aquí en el hotel donde vivo, un trabajillo de esos que toman los extranjeros cuando se encuentran atrapados en el limbo administrativo de los grandes países y sus fronteras invisibles.
Viernes, 5:45 pm. Nunca vi atardeceres tan hermosos a pesar de los edificios que lo tapan todo. El fin de semana no se trabaja en aquél país cuya visa no me niegan, pero tampoco aprueban, y no aprobarán porque mañana es sábado. Los dólares que aún me quedan son suficientes para pagar el hotel, la comida y la cerveza por una semana más. «¡De qué te quejas malparido, estás en Filipinas!», me dijo mi amigo Bruce. No es el peor lugar del mundo para estar en el limbo cuando se cuenta con ochenta dólares en la billetera. Podría encontrarme atascado en una de esas ciudades del primer mundo en donde sobrevivir con menos de trescientos dólares a la semana es imposible. Podría estar en Caracas o en Ciudad del Cabo en donde verdaderamente pasan cosas malas. Podría no tener a nadie esperándome en casa cuando regrese algún día. ¿Cuándo será eso? ¿El próximo lunes, dentro de dos semanas, en un mes? Ya no sé nada porque son las nueve de la noche y me estoy emborrachando. Sorprendentemente, puedo escribir mientras bebo, cosa que no me sucedía antes. Supongo que entre más practicas, mejor te vuelves ya sea bebiendo o jugando al fútbol o escribiendo acerca de escribir mientras te emborrachas.
No tengo más para decir porque es viernes en la noche aquí en Manila. Muchas cosas pasan al mismo tiempo y debo estar preparado para verlas todas. Odio quejarme, pero entre más pasan los años, más mañoso me vuelvo y mi maña es hablar de todo lo que no me gusta. A veces hablo de amor, la guerra, mi país o la Santísima Trinidad, porque a mi hermana la religión la vuelve loca y sin querer, le doy gusto a veces.
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El presente texto hace parte del libro de crónicas y cuentos «Que me lleve el Diablo si me voy de la Luna», publicado por Editorial ZENU, Colombia 2018.
Este libro será presentado en la FILBO (Colombia) de 2019, el sábado 4 de mayo en Corferias a las 6pm.
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* Julián Silva Puentes nació en San Gil Santander (Colombia) en 1980. Estudió derecho en la ciudad de Bucaramanga, Colombia. Viajó por Sudamérica, Australia y el Sudeste Asiático haciéndose de toda clase de trabajos para sobrevivir. Influenciado por Jack Kerouac, Henry Miller y Louis Ferdinand Céline, publicó su primera novela, Pirotecnia pop, con la editorial ZENÚ (2011). Fue finalista en el concurso de cuento Floreal Gorini de Argentina (2015) con el relato Las tetas fugaces de Marielita Star, y del concurso de la Oval Magazine de Estados Unidos (2015) con el relato Gretchen´s pink panties. Que me lleve el Diablo si me voy de la Luna, es una compilación de artículos y relatos publicados tanto por la editorial ZENÚ como por la revista Dossier, acerca de algunos de los viajes que el autor realizó desde el año 2014 hasta finales de 2016 en Australia y el Sudeste Asiático, comprendiendo así un testimonio de la vida de los inmigrantes en las grandes potencias mundiales, y aquel mito del nuevo sueño Americano, aún persistente en el imaginario colectivo de quienes abandonan patria y nombre persiguiendo mejores oportunidades para vivir.
Si Supermán y Batman tuvieran hijos, ese hijo sería el autor de este escrito.
Excelente, comparto algo de esa experiencia en otro lado…