Literatura Cronopio

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Martina

MARTINA

Por Maria Elena Restrepo*

«En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse,
imborrables momentos que siempre guarda el corazón»
(Inolvidable, Julio Gutiérrez).

Otra vez esa canción, piensa Martina. Al parecer el que la está poniendo se encuentra más borracho que yo, ¿o será que hoy nos pudo la nostalgia? Mejor cierro ya el negocio, estoy muy tomada y no quiero empezar a hacer barbaridades. Sé por experiencia que ningún trago disuelve los recuerdos, y mucho menos que solitos se vayan.

Tenía ocho años cuando mi abuela materna decidió que lo mejor para mí era irme a la ciudad, con la señora Beatriz, la dueña de la finca, y aprender los oficios de la casa. Debería dejar el embeleco de ir a la escuela, ya que según ella ésta no era para las niñas pobres como yo.

De tres empujones me montó a la flota con el resto del servicio rumbo a la ciudad. Allí desde las 5 de la mañana hasta las 11 de la noche barrí, trapié, lavé ropa, y loza sin descanso todos los días de la semana. Si me quejaba, Doña Beatriz decía que era una floja y amenazaba con devolverme donde mi abuela.

Pasaban los días siempre iguales y yo quería aprender a leer y a escribir. En secreto le pedí a la señorita Patty que me enseñara, pero como ella se mantenía tan enferma, y tenía que ser al escondido de su madre, las clases se prolongaron demasiado. Al fin, el señorito Jaime se ofreció a colaborarme y yo acepté, a sabiendas de que lo tenía que aguantar metiéndome la mano bajo la falda, esculcando en mis calzones, así como una que otra sobadita de teta al pasar.

Una noche, cuando tenía como quince años, Don Roberto, el señor de la casa, decidió que ya era hora de meterse en mi cama, y eso sí que no lo iba a consentir. Grité con todas mis fuerzas, chillé, patalié y desperté a todo el mundo. Doña Beatriz, se hizo presente y tomó la salomónica decisión de enviar a ésta perdida, quita maridos, de nuevo al pueblo y sin mediar palabra, ni consultar la hora. Me puso veinte mil pesos en la mano y de patitas en la calle. A su esposo, padre de sus hijos, le perdonó este pequeño desliz, dejando muy en claro que los hombres son débiles ante la tentación y que las únicas responsables son las mujeres sin moral.

Llegué al pueblo, como quien dice, con el rabo entre las patas. Mi abuela no me quiso recibir, recurrí al señor cura, el cual me aceptó con la condición de que debía barrer, trapiar, lavar la ropa, la loza y demás a cambio de una cama para dormir y un plato de comida. Volví a empezar, con la diferencia de que ya sabía leer y escribir.

Un domingo después de la misa, salí a la plaza. Era el día de la Virgen Inmaculada. Todo era animación, música, pólvora, tragos y baile. Kioscos donde los campesinos vendían artesanías y una inmensa variedad de comidas de la región. Un enorme tablado con músicos y orquestas. Esa noche presentaban, según decían los afiches, hasta cantantes de gran fama venidos del exterior. También estaba anunciado un espectáculo de fuegos artificiales. Me encantó el jolgorio y andando, andando, me tropecé con Juancho. Él me iluminó el día y muchas noches más, y entre bailes, tragos, comidas y conversaciones, llegó la noche. Asistimos cogiditos de la mano a todos los espectáculos, pero yo tenía que volver a la casa cural, no podía darme el lujo de quedarme de nuevo en la calle.

Para poder seguir viéndonos, ideamos una clave de silbidos y cuando los escuchaba y el señor cura se había dormido, me tiraba por la ventana y corría a la playa del río, donde Juancho me preparaba una camita de hojas, sobre la cual hacíamos el amor hasta el amanecer. Soñábamos conseguir una pequeña parcela, en la cual construir nuestra casa y sembrar flores para vender en el pueblo. Pero, una noche, Juancho no apareció, lo esperé hasta el amanecer y nunca llegó.

Se me partió el alma. Cuando empecé a indagar por él, nadie me dio razón. No era del pueblo, nadie lo conocía; unos decían que se fue con la guerrilla o con las paras, ya que ambos estaban merodeando por estos lados. ¿Sería del ejército?

Pasaron días y meses y Juancho nunca regresó. Pero eso sí, a los nueve meses justicos llegó un muchachito, con sus mismos ojos risueños, y nuevamente se llenó de alegría mi corazón. Contrario a lo que yo quería, el muchachito nunca quiso estudiar. Era un vago de siete suelas. A regañadientes y después de muchos palos, logré que terminara la primaria. Luego llegó su nuevo patrón, el que nos fió la cantina y le dio como empleo enviarlo a un país lejano con la barriga llena de bolas de polvo blanco. Por eso, justamente hoy, allá muy lejos en ese país, le aplican la pena de muerte, por haber matado un policía.

Mejor cerrar de una vez la cantina, pero antes me tomo el último aguardiente, lavando las copitas que dejaron los borrachos de hoy y le subo volumen al piano para escuchar otra vez la canción que al parecer a todos nos gusta tanto: «porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que hoy pueda olvidarse por un nuevo amor…»

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* María Helena Restrepo ha trabajado como secretaria de ventas en una multinacional suiza de colorantes y productos químicos, igualmente como administradora de conjuntos residenciales urbanos y actualmente en la venta de uniformes deportivos. También es ama de casa, con una visión muy particular del pasado, la cual vierte en sus cuentos, a los que enriquece con la perspectiva de sus múltiples ocupaciones. Sus historias buscan mostrar distintos matices de la realidad, con el objetivo de reflexionar sobre el contraste entre lo que se quería y lo que se logra; y el pasado, como núcleo de lo que se es y lo que será.

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