MEDIANOCHE CON DIOS.LA ESCRITURA SAGRADA Y EL SISTEMA POÉTICO NOVELESCO EN «PARADISO», DE JOSÉ LEZAMA LIMA
Por Santiago Andrés Gómez Sánchez*
EN AUSENCIA DE DIOS: LA NOVELA UN TEXTO SAGRADO DE LA MODERNIDAD Y PARADISO UN PROYECTO SACRAMENTAL
El contrapunto lezamiano surge en respuesta a un proceso dilatado de objetivación del mundo y el conocimiento, proceso con adelantos y retrocesos en la historia, que tiene en la secularización, luego de la Revolución francesa, su momento de afianzamiento cultural e institucionalización social. Ahora nos esforzaremos en exponer y explicar los aspectos que permiten ubicar a Paradiso como avanzada ejemplar, o característica, de una visión particular de la religión y de los fenómenos de la subjetividad o el espíritu, una visión que se consolida al final del siglo XVIII, con los Románticos alemanes, en oposición explícita a la Ilustración y, en consecuencia, en contra de la Revolución francesa y de los valores objetivistas de la burguesía.
Nuestro punto de partida será, entonces, la novela de José Lezama Lima en sí, pues el rastreo de las influencias precisas del Romanticismo que hubiera podido recibir el autor cubano, si solo contamos con algunas referencias que hiciera el escritor mismo, no solo está por fuera de nuestro objetivo, sino que sería impropio de la significación del evento que tratamos. Al Romanticismo hay que considerarlo en sus manifestaciones puntuales, pero especialmente en extenso, como una estela cultural que incluso antecedió a sus expresiones definitivas. Esa estela es aquella visión de lo espiritual a la que aludimos, a la que el escritor cubano es simplemente afín, y que aquí llamaremos una sacralidad moderna[1].
LÍMITES A LA SECULARIZACIÓN EN PARADISO
Tal como lo decía Eloísa Lezama Lima, hermana de José Lezama Lima, en su edición comentada de Paradiso (Cátedra, 2003), esta novela, el proyecto creativo más ambicioso de su autor, que coronaba una vida de producción intelectual, se erigirá en «el desmesurado intento de fundamentar un sistema poético del Universo», lo cual, según ella,
implica un anhelo de mostrar y obsequiar generosamente una cosmogonía donde la poesía pueda sustituir a la religión: un sistema poético más teológico que lógico, para que el hombre encuentre el mundo del prodigio, la terateia griega, y la seguridad de la palingenesia, la resurrección. (p. 31)
Según lo indica la frase citada, a la ambición literaria del escritor cubano solo se le puede corresponder con una lectura en onda «más teológica que lógica», y sin embargo esta debería ser una onda que «sustituya a la religión» con la poesía. Como resulta natural, la bisagra que permita tal sustitución, o la continuidad entre religión y poesía, no puede ser otra sino el mito. Pero si en el lector esa respuesta en clave más bien mitológica a la lectura que plantea Paradiso es por lo general inconsciente —por más que se aborde el libro con una embriaguez cultural notoria desde el primer instante, el contrapunto—, en el caso de José Lezama Lima el proyecto era sí del todo consciente, y es esto lo que hace de su novela, con todo lo temerario o presuntuoso que suene, un texto sagrado moderno por excelencia, una Biblia de biblias universal e intemporal, aunque en el sentido inmanente de esas palabras y, por ello, siempre actual, siempre vigente.
Este aserto, y lo probaremos a lo largo de este capítulo, encuentra respaldo especialmente en las nociones de Friedrich Schleiermacher sobre la religión y las escrituras sagradas, en las tesis de Friedrich Schlegel sobre la mitología, en la expresión de Friedrich von Hardenberg (Novalis) sobre la vida como «novela infinita» y en las palabras del filósofo Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling sobre la relación de la novela con el mito y la epopeya, o sea, en suma: en los postulados del Romanticismo alemán sobre la relación del arte y lo sagrado. Estos poetas y pensadores son los que especialmente permiten definir no solo a Paradiso sino a las novelas en tanto género como una forma de escritura sagrada moderna y, a su vez, identificar en la obra de José Lezama Lima —lo que haremos a continuación— una escritura mesiánica, plenamente asumida por su autor en esa cualidad sacramental del arte y la poesía, que llega al culmen con su libro más importante.
Primero nos será preciso abordar la relación del escritor cubano con la secularización entendida dentro de ese proceso objetivista que desde antaño negaba palmariamente a los fenómenos de la intuición o la trascendencia. Advirtamos que, de modo muy familiar al movimiento Romántico, para el poeta y crítico habanero la Edad Media y el orden cultural que prevaleció previamente a la modernidad eran mucho más que un sistema teocrático en lo político, sino un cosmos en el que la poesía, en el sentido de revelación divina, fluía naturalmente en el pensamiento cotidiano, incluso más allá del cristianismo, pues para este «al surgir en el mundo católico la posibilidad de lo incondicionado [o en este contexto, la posibilidad de la manifestación de lo extraordinario], [ella] era tan sólo una relación momentánea, entrevista, entre la criatura y la divinidad»[2].
Por el contrario, según los estudios del escritor cubano, en un universo medieval más amplio que el cristianismo imperante, la poesía lo anegaba todo. En su ensayo «Doctrinal de la anémona», de 1939, José Lezama Lima apunta, haciendo evocación sutil de los conocimientos ancestrales de las curanderas, llamadas brujas, o de los alquimistas: «En la Edad Media bastaban líquido, fuego y vegetales: la poesía era un método de Dios». Dicho de otro modo, para nuestro escritor la poesía era concebida en el Medioevo un modo autónomo de entender el mundo, un modo en el que la relación con un poder intangible, superior al humano, era el sustrato del pensamiento.
Sin embargo, y esto es crucial, la familiaridad con la poesía no era para José Lezama Lima privativa de ese periodo de la historia, el cual resultaba ser desde su punto de vista solo un momento harto privilegiado al respecto[3]. Desde luego, si para el escritor la teocracia del Medioevo entraña un orbe mental más amplio que el cristiano y un campo más profundo que el meramente político, ese ámbito, ese pensamiento religioso, es en diversidad de manifestaciones lo poético que el escritor cubano recupera y se propone realzar en la América del siglo XX, y en especial en su casa, en la isla de Cuba, en el puerto de La Habana.
Para rescatar unos cuantos ejemplos evidentes, no solo el inicio de Paradiso —la curación milagrosa del niño José Cemí—, sino la totalidad del capítulo II, con su inclusión gozosa de las prácticas religiosas y el pensamiento mágico de la vecinería, son perfectamente oportunos. En esos dos primeros capítulos se ve recurrentemente cómo, en la más plena e instaurada modernidad, en la muy acomodada alta sociedad habanera de inicios del siglo XX, una de las más holgadas del planeta[4], la relación con lo que para la secularización no era sino un rezago supersticioso nutre de sentido a la experiencia.
Detengámonos en las primeras páginas del libro. Allí, el propio Cemí, personaje central de la novela, cuando es solo un niño de cinco años, es tratado por la servidumbre negra ante una crisis de su enfermedad, el asma y ahora unas ronchas que cubren su cuerpo, mediante remotos ritos africanos convertidos ya en santería cubana y que sus padres apenas comentarán atónitos, con la conciencia aparejada del peligro y el milagro, luego de regresar del refinado espectáculo de ópera durante el cual, mientras ellos asistían a él, la criada Baldovina se encargó del crío.
En efecto, después de comprobar que su hijo está bien, que «la respiración descansaba en un ritmo pautado» y «las ronchas habían abandonado aquel cuerpo como Erinnias, como hermanas negras mal peinadas» (Lezama Lima, 1988, p. 10), el relato nos dice que «el Coronel y su esposa comentaron que el muchacho estaba vivo por puro y sencillo milagro» (p. 10), pues además el rito de Baldovina y sus compañeros ha sido luego acompañado de «frotamientos de alcohol, vigilados por un candelabro» (p. 10), fricciones que Baldovina, confundida pero también inspirada, quiso improvisar —acreciendo la tradición de su cultura, contrapuntísticamente— sin darse cuenta de los riesgos de quemar al niño.
Pero no solo es que la servidumbre conviva y trate exitosamente sus enfermedades y las de otros con lo que para sus patrones y la ciencia pueden ser simples supersticiones peligrosas y a la vez inexplicablemente milagrosas. La madre, poseída por un fervor análogo, le dice a su marido que al día siguiente acudirá «al altar de Santa Flora a encender velas y dejar diezmos» (p. 10) como señal de gratitud, y a hablar con una monja sobre lo sucedido.
Esto nos muestra no solo la presencia de diversas y no tan opuestas como implicadas manifestaciones de lo sagrado en el mundo contemporáneo del autor de la novela, sino una validación e incluso una celebración de las mismas. Y tal validación y eventual celebración pueden ser o pueden no ser simbólicas o irónicas en la narración —como todo símbolo y toda ironía, que son y no son—, pero en la diégesis ya obran como historia, parte primordial e inocultable de una visión del mundo que no niega a esas manifestaciones de lo sagrado en tanto prácticas sociales ni niega unos determinados efectos suyos, complejos y contradictorios.
Lo esencial es cómo el escritor tiene en cuenta estos fenómenos de una manera que se debe contrastar con la supuesta evolución neta que implicaba el antropocentrismo como avance que pasara muy por encima del teocentrismo y de la religión, o sea, que supuestamente los superara o dejara atrás. Ya en el capítulo anterior veíamos, y lo volveremos a tratar, cómo Paradiso se enfrenta también a nociones cientifistas de la academia. En este sentido, la inserción del escritor cubano en esa repulsa que un siglo y medio antes había supuesto el Romanticismo ante la secularización es más que evidente[5]. Hagamos un rastreo del modo en que aquel álgido combate se hace presente en la novela y corroboremos estos vínculos con el Romanticismo alemán en lo que tienen de esencial o de afinidad con José Lezama Lima, más allá de influencias directas o indirectas sobre el novelista cubano, que no son parte de nuestro estudio.
LA SECULARIZACIÓN Y LOS SABERES SUJETOS EN PARADISO
¿Qué implicación tiene en términos cognitivos el que en el capítulo XIII de Paradiso, justo antes del momento de encontrarse José Cemí, joven ya adulto, con quien será su maestro, Oppiano Licario, el primero venga de una sesión espiritista? Tal como lo hace la novela —implícitamente ella misma nos muestra que quiere hacerlo cuando la madre de Cemí le encarga a él el deber de dar una respuesta a la muerte de su padre (p. 231)—, esa sesión, presidida por una especie de sibila criolla, no solo evoca a un difunto, sino que halla un sentido ultramundano y a la vez abarcador en el hecho de la muerte, un sentido que unifica lo trascendente y lo inmanente. La significación del rito para Cemí es tal que no puede sernos indiferente.
Para comprender lo revolucionario del carácter epistémico de esta situación ficticia, a la que perfectamente podríamos llamar un hecho poético[6], consideremos algunos antecedentes, las jerarquías culturales que la acechan como contexto. En el terreno de las ideas, estrictamente hablando, y de manera ligada a las discusiones en que se inserta José Lezama Lima, la secularización, el orden burgués que la Revolución francesa afianzó, fue solo el culmen de un largo proceso de objetivación del mundo, y había tenido ya una prefiguración crucial nada menos que con el advenimiento de la ciencia literaria. Andrew Ford, en The Origins of Criticism (Princeton University Press, 2002), lo describe como
a fundamental and broad shift from early responses to singing as a form of behavior regulated by social, political, and religious values to a conception of poetry as a verbal artifact, an arrangement of language subject to grammatical analysis, formal classification, and technical evaluation. This shift was completed in the fourth century, and the Poetics is its most conspicuous monument[7]. (p. 8)
Según Ford nos lo indica, tan pronto se ha dado la desacreditación del panteón por parte de Jenófanes y Sócrates, en ese mismo instante en que la filosofía hacía su separación de lo poético, su giro hacia la razón y el empirismo, y justo como parte de lo que fue el surgimiento a la Academia, la poesía comienza a ser y termina por ser vista a partir de esa concepción tecnicista del mundo, de esa mentalidad laica, casi a la manera de un mecanismo: un «artefacto verbal», y de ningún modo el signo de un estatus sagrado.
Se puede colegir, por tanto, que ese «cambio fundamental y amplio» que se dio en los siglos V y IV a. n. e., implicará claramente para la posteridad que los valores privilegiados en el mundo secularizado o laico serán, como los erigiera el clasicismo griego, los valores objetivos externos. Las consecuencias son evidentes pero suelen pasar desapercibidas. Ya en la Grecia del siglo IV a. n. e., según nos lo recuerda Ford, «theory’s insistence that everything be viewed under its ken was itself just one strategic move within a widely varied set of ways to respond to song»[8] (p. 5). Es decir: la óptica externa del objetivismo se imponía de modo «estratégico» en nuevo dogma —era otro paradigma excluyente impuesto—, una lucha de poderes en la que los académicos recientes buscaban superar al establecido sacerdocio.
Hoy el fenómeno moderno de la secularización, después del progresivo ascenso del capitalismo sobre el poder religioso en el Renacimiento y de su triunfo definitivo sobre los valores simbólicos de la aristocracia en la Revolución Francesa, conlleva para el literato y el académico un encorsetamiento cognitivo y gremial en patrones cientifistas e historicistas, o léase bien: objetivistas, de la manera en que lo denuncian algunos críticos de la modernidad como Foucault en Il faut défendre la societé de 1992, Mafessoli en Du nomadisme. Vagabondages initiatiques de 1997 o Todorov en La litératture en péril de 2007, entre otros.
Foucault, en aquel texto suyo (llamado Genealogía del racismo en la edición de Altamira, 1996), desnuda con lacerante ironía la abyección de esa actitud —también arribista— en las ciencias sociales al preguntarnos:
¿No sería necesario interrogarse sobre la ambición de poder que comporta la pretensión de ser una ciencia? […] ¿Qué tipos de saber queréis descalificar cuando preguntáis si [determinado saber] es una ciencia? ¿Qué sujetos hablantes, discurrientes, qué sujetos de experiencia y de saber queréis reducir a la minoridad cuando decís: ‘Yo, que hago este discurso, hago un discurso científico y soy un científico’? (p. 20)
Se sigue de la lección de Foucault que esos otros tipos de saber subordinados, que él llama allí «saberes sujetos», son exactamente los que no obedecen a la objetivación de la ciencia, y esa subordinación, ya nos lo advierte Ford, no es algo nuevo. En este sentido, el personaje de la Chacha, la espiritista que en el capítulo XIII de Paradiso permite el diálogo entre José Cemí y otros amigos suyos con un difunto amado (Lezama Lima, 1988, pp. 408-411), no solo es la descripción de una práctica social que se había hecho común en La Habana desde el siglo XIX, como nos lo recuerda Leonardo Sarría, sino además una toma de postura por parte del autor que valora ese tipo de relaciones con lo invisible.
Obviamente, ese don que tiene la Chacha «de precisar las imágenes acabalgadas, de detener los recuerdos, de fijar las nubes que se alargan en la región de los muertos» (p. 408) es cualquier cosa menos un atributo comprobable y predecible científicamente. Refleja ella una bondad y una sabiduría en el rostro que le han dejado, a modo de arrugas, de «penetrantes surcos» (p. 409):
la pobreza, la magia, la desigualdad anárquica de la familia, las recetas de plantas curativas, los maleficios, la cábala onírica, la pobreza arrinconada y sin salida, la esquina de parla municipal y cominera, el diálogo último, para desesperación conversacional y fatalista, con los ídolos. (p. 409)
Además de que su vejez «ya no distingue entre sus hijos y el resto de la humanidad» (p. 410). Lo único con lo que contamos, mejor dicho, para acceder a lo que la Chacha sabe y nosotros no, es una experiencia compartida, así sea la de sentirnos como «el resto de la humanidad». Se trata de ser sensibles ante, y dar crédito a, «la madurez de ese rostro» (p. 410). Por tanto, la transmisión de ese saber comporta igualmente una previa disposición abierta, entre otras cosas, a aquella «parla municipal y cominera» que la novela replica o se apropia cuando nos relata el encuentro de Cemí y sus dos amigos con la espiritista. El narrador nos cuenta que, después de recibirlos no con humildad sino con «fina obsequiosidad» y «cortesanía» (p. 410), la Chacha mira «el aire concentrado en el centro de la cámara [la habitación] y como si fuese extrayendo las palabras de las profundidades» (p. 410) describe fielmente al amigo difunto, que ella nunca conoció —«el acierto había sido pleno» (p. 410)—.
Este conocimiento, en otras palabras, que es más ampliamente el que prodiga la novela, no es objetivo, sino hermético[9]. Se funda en evidencias y demostraciones a las que se llega por el lenguaje, y este lenguaje exige una creencia. Cuando el narrador reproduce la voz de la Chacha al adivinar ella milagrosamente que el amigo difunto «era muy distinguido, algo así como un artista, un pintor tal vez» (p. 410), solo podemos creer o no creer a la novela en cuanto referencia, así sea ficcional, a un poder visionario impalpable que solo se puede comprobar con los propios sentidos, pero que tampoco podríamos divulgar sino con un chisme como el de la novela.
Lo que tenemos entre manos es, entonces, una mitología. Una mitología igual a la que invocaban los Románticos para un mundo secularizado y que es una de las posibilidades más trajinadas pero subestimadas de la novela como género, cierto que aquí con matices especiales de autoconsciencia que es preciso hacer explícitos para recalcar la innegable voluntad sacerdotal de José Lizama Lima en Paradiso. Para explicarnos mejor, consideraremos primero algunos matices de autoconciencia y luego cotejearemos la mitología lezamiana con la propuesta de mitología que hacía Friedrich Schlegel en el contexto de un mundo secularizado.
Texto referenciado
Lezama Lima, J. (1988). Paradiso (C. Vitier, coord.). Archivos
* * *
La presente crítica es el capítulo segundo (con las debidas adaptaciones para nuestra revista) de la tesis doctoral: Medianoche con Dios. La escritura sagrada y el sistema poético novelesco en «Paradiso», de José Lezama Lima. El cual puede conseguirse en Amazon.
___________
*Santiago Andrés Gómez Sánchez (Medellín, 1973) es periodista de la Universidad del Valle, magíster en literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los volúmenes Madera Salvaje (novela, Ediciones B, 2009), El cine en busca de sentido (crítica, Universidad de Antioquia, 2010), Los deberes (cuentos, Universidad de Antioquia, 2012), Todas las huellas. Tres novelas breves (novela, Universidad de Antioquia, 2013), La caminata (cuento, EAFIT, 2015), El cuarto asesino (novela, Universidad de Antioquia, 2016), Certeza de lo imborrable. El cine en busca de sentido, vol. 2 (crítica, Universidad de Antioquia, 2017), La Musa asesinada. ‘Conversación en la Catedral’, de Vargas Llosa: novela marxista (crítica, Universidad de Antioquia, 2018), Régimen de criterios. Cines y cineastas colombianos (crítica, Editorial Deliberar, 2019) y Diálogo de raíces (cuento, EAFIT, 2019). Entre 1992 y 2011 fue crítico de la revista Kinetoscopio y del diario El Colombiano, de Medellín. En 1994 fundó la Corporación Cultural de Video Independiente Madera Salvaje, con la cual ha realizado 28 obras audiovisuales de corto y largometraje en los géneros de documental, ficción y experimental. En 1996 recibió el Premio Nacional de Video Documental por Diario de viaje, considerada una obra pionera en el cine de ensayo en Colombia. En 2014 fue merecedor de una beca a la creación del Municipio de Medellín para la escritura de su libro La caminata. Ha sido profesor de historia del cine, apreciación cinematográfica, lenguaje audiovisual y teoría del cine en EAFIT, la Universidad de Antioquia y el Politécnico Jaime Isaza Cadavid. También ha sido jurado en la convocatorias del Ministerio de Cultura, el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, IBERMEDIA y la selección de la película colombiana para los premios Oscar, Goya y Ariel. Es Doctor en Literatura de la Universidad de Antioquia. Como músico, grabó el disco Savia con el grupo Los Dados y persiste en ser rockero de tiempo completo.
[1] Diversos académicos han llamado la atención sobre un flanco metafísico de la obra lezamiana que se asomaría —mediante distintas manifestaciones— a una idea de lo absoluto cercana al Romanticismo. Esta tendencia, no obstante, ha sido muy controvertida recientemente. Lejos de categorizar pros y contras unilaterales, nosotros, como lo hemos dicho, nos limitaremos a estudiar algunas de las que coincidiríamos con Juan Pablo Lupi en llamar «afinidades»: su pugna con el mundo secularizado, su valoración de la religión y los saberes ancestrales, la creación de una nueva mitología, la asunción de la conciencia como verdad absoluta, en tanto epifánica, y la visión de la novela como texto sagrado.
[2] La frase procede del ensayo «Preludio a las eras imaginarias», de 1958, reproducido en Las eras imaginarias (Era, 1971, p. 16). Para el libre uso del concepto kantiano de lo incondicionado en José Lezama Lima, ver (Lupi, 2012, pp. 56-60). Sobre las «tergiversaciones lezamianas», ver Santí (1975; 1979) y Salgado (1999).
[3] En su célebre diálogo de 1966 con Armando Álvarez Bravo, el poeta le cuenta a su interlocutor: «Un día pensaba en grandes periodos de la historia que no habían tenido ni grandes ni poderosos poetas y que, sin embargo, eran grandes épocas para el reinado de la poesía. Me resultaba un hecho muy importante que desde Lucrecio y Virgilio hasta la aparición del Dante, no habían surgido grandes poetas en esa inmensa extensión de lo temporal [la Edad Media, subrayamos], donde no aparecía ninguna contracifra del poeta como unidad expresiva. Y estos eran los tiempos de Carlomagno, del Enchiridion o Libro mágico, las catedrales, el Santo Grial, los caballeros del Rey Arturo, las cruzadas, la leyenda dorada, San Francisco, Santa Catalina…».
[4] En Economía y colonia. La economía cubana y la relación con España, 1765-1902 (Consejo Superior de Investigaciones Científicas — Instituto de Historia, 2004), Santamaría y García señalan: «El éxito inicial de la especialización económica de Cuba se benefició de las excepcionales circunstancias del mercado de productos tropicales de los años finales del siglo XVIII y de las primeras décadas del XIX […] El proceso de liberalización económica, como hemos dicho, no estuvo exento de dificultades y obstáculos, pero finalmente se completó en un grado adecuado para permitir una expansión sin precedentes de la agricultura y del proceso de exportación de la Gran Antilla sin parangón en el mundo en la primera mitad del siglo XIX» (p. 368). La estela de este privilegio, fenómeno «sin parangón en el mundo», que beneficiaba directamente a los sectores criollos, perdurará largo tiempo y marcará los orígenes de Cuba como república, pero el agotamiento del modelo azucarero será notorio, justamente, durante los mismos años de niñez y formación de José Lezama Lima.
[5] En La cristiandad o Europa, de 1799, Novalis afirma que una consecuencia de la Reforma luterana fue que, luego del estremecimiento que ella provocara, y conforme se establecía el imperio de la ciencia: «el odio [de la ciencia] a la religión se extendió de forma natural y consecuente a todo aquello que fuera objeto de entusiasmo, se difamó el sentimiento y la fantasía, la moralidad y la pasión por el arte, el futuro y el pasado, se situó a duras penas al hombre en la cúspide de los seres naturales y se convirtió la eterna música creadora del universo en el monótono tableteo de un enorme y monstruoso molino que, impulsado por la corriente de la casualidad, flota sobre la misma; un molino en sí, sin arquitecto ni molinero, en realidad un auténtico perpetuum mobile, un molino moliéndose a sí mismo». Esto es más significativo aun si se piensa que Novalis era no solo un poeta sino también un ingeniero que aquí lamenta el que para la ciencia el mundo y sus dinámicas se hayan reducido a una pura causalidad mecánica —y, no obstante, casual, como una lógica sorda.
[6] Si sobre todo en «La dignidad de la poesía», de 1956, entre otros ensayos suyos, José Lezama Lima percibe un paralelo entre la historia y la poesía como ámbitos de una ontología y un ethos unitarios, fundamentales para el entendimiento de la escritura sagrada en Paradiso, por lo pronto insistiremos en que las anécdotas en esta novela insinúan una singular presunción histórica abstracta o mental, una realidad histórica inmaterial.
[7] «un cambio fundamental y amplio desde las primeras respuestas al canto en cuanto forma de comportamiento regulada por valores sociales, políticos y religiosos, a una concepción de la poesía en cuanto artefacto verbal, una construcción del lenguaje susceptible al análisis gramatical, la clasificación formal y la evaluación técnica. Este cambio fue completado en el siglo cuarto, y la Poética [de Aristóteles] es su más célebre monumento». [traducción propia]
[8] «La insistencia de la teoría en que todo debe ser visto según su lógica era en sí misma solo un movimiento estratégico dentro de un variado conjunto de formas de responder a la canción». [traducción propia]
[9] Este hermetismo lo entendemos aquí, siguiendo a Eva Valcárcel, en un sentido llano o que se da en el escritor cubano «por instinto». Es decir, como sucede con muchas de las relaciones intertextuales que podamos encontrar en la literatura de José Lezama Lima —ya veremos que sucede también con el orfismo, y aquí sostenemos lo propio acerca del Romanticismo—, el hermetismo es una condición primera de su obra y la relación intertextual es más una afinidad que una influencia directa o vertical.