Sociedad Cronopio

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memorias mexicanas

MEMORIAS MEXICANAS

Por Juan José Barrientos*

A diferencia de los países de habla inglesa, en la América de habla hispana eran escasas las biografías y autobiografías literarias, pero esto empezó a cambiar con el boom, debido a las entrevistas de Luis Harss y Rita Guibert y a los libros de entrevistas a Borges y Cortázar, sobre todo; luego empezaron a aparecer las biografías de Borges escritas por Rodríguez Monegal, Ricardo Barnatán y Alejandro Váccaro, entre otros; las de Cortázar de Mario Goloboff, Miguel Herráez y Montes Bradley, el Viaje a la semilla de Dasso Saldívar, que tuvo como respuesta Vivir para contarla, de García Márquez. Pablo Neruda publicó sus memorias; y Vargas Llosa, un relato de su campaña a la presidencia del Perú entreverado con otros relatos autobiográficos.

Además, aparecieron algunos testimonios, como los de Estela Canto y María Esther Vázquez; incluso se han publicado libros que se basan en entrevistas a las sirvientas de Borges y los Bioy o a las personas que conocieron a Cortázar cuando enseñaba literatura en un polvoriento pueblo de la pampa. Tenemos además las memorias de Elena Garro y Helena Paz, respectivamente primera esposa e hija de Octavio Paz.

Lo biográfico cubre ahora un espectro más amplio, pues hay libros de entrevistas, que se encuentran entre la biografía y la autobiografía, como en el caso de Arreola, que primero le contó a Fernando del Paso una parte de su vida y luego otra a su hijo, Orso Arreola.

La correspondencia de algunos escritores siempre ha suscitado el interés de la crítica, pero este tipo de publicaciones se incrementó y culminó con la nueva edición de las cartas de Cortázar, originalmente publicadas en tres volúmenes hace unos años y luego en cinco. Además, se ha publicado todo lo que Bioy Casares anotaba sobre Borges. En fin, hay un auge de lo biográfico.

En lo que se refiere a México, hay libros innovadores como Yo también me acuerdo, de Margo Glantz, y otros más convencionales, como las Recordanzas de René Avilés Fabila, y Toda una vida pasaría conmigo de Guillermo Sheridan, que creo merecen un comentario.

RECORDANZAS DE RENÉ AVILÉS FABILA

En este libro, René Avilés anota que tuvo la «manía de leer autobiografías y memorias en un país que apenas las cultiva» y le recordaron «aquella literatura que se limita a mostrarnos las acciones de los personajes», pues incluso las más recientes parecen «curricula bien escrita, a veces con una estructura bien elaborada, que nada tienen que ver con los grandes libros confesionales». Sin embargo, él mismo no rompe con el modelo de esas memorias cohibidas o temerosas. Su vida, por lo demás, resulta bastante convencional, pues se casó muy joven y nunca se separó de su mujer.

Por eso no rompe con el modelo que criticó y lo que nos ofrece es una serie de notas, en las que expone su trayectoria como escritor, desde que obtuvo la beca del Centro Mexicano de Escritores con un proyecto integrado por «cuentos no realistas, humorísticos, de temas clásicos» que le abrieron algunas puertas, pero desconcertaron a los críticos debido a que el autor era «un comunista que escribe relatos fantásticos» y «evita las luchas obreras y campesinas». En efecto, Avilés era un estudiante de la Preparatoria N ° 7 cuando se afilió al Partido Obrero Campesino y luego a la Juventud comunista. Sin embargo, el realismo socialista no le interesó como escritor y, en cambio, mostró «una clara tendencia hacia los terrenos de la imaginación y la fantasía». Y esa inclinación tendría como resultado libros como Los animales prodigiosos, Fantasías en carrusel y Cuentos y descuentos. Sin embargo, se convirtió en novelista a regañadientes, porque «Ningún editor quería… textos breves». Solo le dedica unas páginas a sus novelas, aclarando, por ejemplo, que La canción de Odette, escrita durante 1977 y publicada en 1982, se basa en Machila Armida, nombre ligado a la gastronomía mexicana y a Alejo Carpentier. Acota, sin embargo, que «una novela o un cuento jamás son una copia fiel y servil de la realidad, por más que así lo parezcan»; sus relatos se basan en hechos concretos, pero «al pasar al papel van a sufrir profundas modificaciones que los alteran sustancialmente».

En cuanto a su estilo, que alguien calificó de light porque se expresa en «una prosa totalmente desprovista de artificios»; él mismo aclara que no utiliza metáforas y escribe a base de frases cortas; en cuanto a la puntuación, prescinde de las comas y sobre todo del punto y coma. Recurre a los adjetivos para precisar lo que desea decir, pero persigue la «economía verbal», por lo que sus textos se han ido comprimiendo. También incluye notas sobre Flaubert y Hemingway y el periodismo.

En otra sección, recuerda su primer empleo como docente en una secundaria a la que se trasladaba en un autobús, «entre pollos, verduras, flores y dulces». Anota que entonces «usaba traje y corbata» para ocultar su edad y años más tarde vestiría, por el mismo motivo, jeans y camisa sport»; en otra, se refiere a su desempeño como responsable de Difusión cultural en la Unam, con Jorge Carpizo, quien pretendía renunciar al puesto de responsable de la sección cultural del Excélsior. Por suerte, logró reunir al rector con Regino Díaz Redondo, que era el director del periódico, y éste le dijo a Carpizo que él lo que quería es que René dejara la Unam, y llegó a un acuerdo para compartirlo. René pudo seguir trabajando en Excélsior, donde publicó su revista, El búho, durante más de trece años.

También registra los testimonios de su amistad con algunos escritores como José Revueltas, Juan de la Cabada y Alejo Carpentier en la crónica de una especie de picnic desairado con el poeta ruso Euvstushenko, empeñado en leerles las traducciones de sus poemas así como algunas anécdotas. El libro incluye notas sobre diversos temas, como los muralistas, cuyas ideas y afán de brindarle al pueblo un arte politizado, en los muros de edificios públicos, que dejaron de conmoverlo y anota que ahora le parecen un arte «al servició del turismo norteamericano».

Lo que emerge por todas partes es la relación con su padre, René Avilés Rojas, quien desapareció de su vida cuando solo tenía tres o cuatro años y solo le envió algunas postales de Francia. No volvió a verlo hasta que ya tenía dieciséis años, porque su novia, Yolanda, con la que nunca se casó, le dijo que su maestro de historia se parecía mucho a él y tenía el mismo nombre. Luego se lo presentó.

A pesar del distanciamiento, René no tuvo empacho en hacerse pasar ante una chica y su mamá como autor de Leonora, una novela escrita por su padre sobre su hermana mayor, que falleció cuando solo tenía doce años por culpa de un médico que la operó, pero no le extirpó el apéndice y solo lo limpió.

Además, menciona que su padre escribió libros valiosos sobre Francisco Zarco, Benito Juárez, Ignacio Altamirano, Ignacio Ramírez, Lenin y la educación socialista y una obra sui géneris, El humorismo en la literatura rusa. También, que se le atribuye la idea de que los libros requeridos en las escuelas debían ser gratuitos, que le expuso a Torres Bodet, y éste al presidente López Mateos.

Como era un funcionario de la Secretaría de Educación, le consiguió un puesto como profesor de literatura en una secundaria para que se mantuviera. Recuerda que lo vio por última vez, de lejos, en un acto oficial, junto al Presidente, y es claro que hubiera querido tratarlo más, sobre todo porque conoció a sus amigos; pero su madre «prefería que cada quien viviera por su lado». También menciona que su padre se casó tres veces y tuvo hijos con sus tres esposas, a diferencia de él, que no tuvo hijos, algo que se le reprochó alguna vez.

De su madre, recuerda que «nunca escatimó esfuerzos para comprarme libros, e incluso corregirme mis faltas de ortografía y la sintaxis»; ella fue su primer interlocutor literario y le contó historias que convirtió en cuentos; además, tuvo la paciencia de revisar, como Rosario, su esposa, y algunos amigos, sus manuscritos. Siempre estimulaba su vocación por respeto a la literatura y también, supone, por «un secreto anhelo de venganza de que su hijo superara al exmarido».

De su abuelo, Gildardo Avilés, menciona que «también fue escritor y un combativo maestro que escribió libros contra el estado mexicano» y que «detestaba a Vasconcelos», pero, como la mayoría de los mexicanos, René no sabía gran cosa de sus antepasados, pues solo conoció a sus abuelos maternos porque vivieron hasta que él tenía veinte años, pero en casa hablaban poco del pasado.

Como sus Recordanzas se publicaron en 1996, cuando René solo tenía 56 años, y falleció veinte años después, no se menciona en ese libro que se desempeñó como responsable de las publicaciones del Departamento del Distrito Federal y luego como coordinador de extensión universitaria en la UAM Xochimilco. Tampoco que en algún momento pidió la renuncia del presidente Zedillo, y Regino Díaz Redondo lo echó por eso de Excélsior. Y, en una entrevista que le hizo Cristina Pacheco, cuenta que su esposa obtuvo una beca para hacer un posgrado en Francia y, como ya se iba, se puso a tratar de conseguir una beca, y la obtuvo, gracias al apoyo de Agustín Yánez, que era el Secretario de Educación.

TODA UNA VIDA PASARÍA CONMIGO, DE GUILLERMO SHERIDAN

Como desde hace unos veinte años me dedico sobre todo a reseñar libros de carácter (auto) biográfico, un colega me sugirió leer las memorias de Guillermo Sheridan.

El libro está integrado por un conjunto de notas, y en la primera sección, Sheridan se ocupa de sus antepasados maternos; menciona un libro de 700 páginas, México a través de los Prieto, escrito por su tío Luis, que reunió ahí documentos relacionados con la participación política de la familia.

Sheridan se limita a contar que su abuelo era diputado y contestó el informe del presidente Obregón, luego «se metió a la cajuela de un automóvil y no salió de ella hasta frontera», pues tuvo que exiliarse unos doce años y debido a eso su hija, Teresita, madre de Guillermo, «nació cerca de Sunset Boulevard y habla mejor inglés que español».

Su tío Carlos vivía de la publicidad, pero era comunista y había sido dramaturgo; una de sus piezas, «Atentado al pudor», adaptada por Josefina Vicens y Tomas Segovia, se convirtió en una película, Pecado de juventud, con Ana Bertha Lepe. Guillermo se alojó en casa de su tío en Coyoacán, cuando fue a estudiar en la Unam, y ahí se reunían «muchachos, viejos militantes gringos que escapaban de la leva, exiliados españoles y sudamericanos». Recuerda que le prestaba sus libros y lo animaba a leer a John Dos Pasos; por cierto, su tío estaba casado con una inglesa, Evelyn Stock, y una de sus hijas emigró luego a Inglaterra con sus niños, después de que su hermana fuera asesinada por el ejército con otros zapatistas.

También recuerda a su abuelo paterno, Humberto Sheridan, y a su casa en la colonia Condesa, con «su estudio de pintura y el cuarto oscuro… donde fabricaba muebles y objetos inauditos», así como sus trenes eléctricos. En esa casa, por cierto, había un pequeño escenario, donde su tía Betty, «cuyo nombre artístico fue Beatriz Sheridan y a quien la familia llamaba la eximia», ensayaba «La lección», de Ionesco, con Carlos Ancira y dirigida por Jodorowski. En esa casa, recuerda también haber visto «los baúles que mis abuelos empleaban en los transatlánticos, el fonógrafo con su lirio negro, la bicicleta antediluviana, la gaita como un pulpo desinflado, el corsé inquisitorial, el cementerio de sombreros», pero sobre todo «botellas, muchas botellas» y conjetura que «la angustia de ver a tantos parientes ebrios» lo convirtió en un abstemio radical. Lo peor de todo es que a su padre se le ocurrió obligarlo a ganarse la vida, y él tuvo que vender cable eléctrico y fusibles en una ferretería, focos de puerta en puerta, y además se desempeñó como ayudante de carnicero.

Seguramente eso influyó para que Sheridan desarrollara un estilo ácido y sarcástico en notas donde por lo general expresa disgusto.

A pesar de sus antecedentes familiares, no muestra entusiasmo por haber recibido «una invitación de la Reina», es decir una beca para estudiar en la Gran Bretaña o, más precisamente, en Norwich, y se queja de que «durante el prolongado invierno se hacía de noche a las 2 de la tarde» y de que «en la cafetería… a veces no había más que pay de riñones». Los británicos tenían además muchos prejuicios sobre los mexicanos, y su vecina, Dora Highbrow, «creía que hacíamos sacrificios humanos sin la autorización correspondiente». Algunos domingos logró escaparse a Londres, que estaba a 2 horas en tren, pero la capital no parece haberlo impresionado mayormente y solo menciona a un grupo punk de comportamiento execrable. Nada sobre el British Museum o la National Gallery, el Film Institute o la casa de un escritor. No es extraño por eso que la Reina no volviera a invitarlo. Incluye una crónica de los retrasos y la desorganización del Regiomontano, es decir el tren que iba de Monterrey a la capital. También se queja de que se le etiquetara de lacayo o palafrenero de Octavio Paz, porque colaboraba en Vuelta y luego escribió Poeta con paisaje y Los idilios salvajes. Por suerte, también escribió sobre algunas notas sobre los escritores que conoció —Rulfo, Tomas Segovia, Alejandro Rossi y Vargas Llosa—, que son lo mejor del libro. Me gustó sobre todo la nota sobre Mario Lavista y Gerhard Muench que me hizo buscar información sobre ambos compositores y alguna foto de la mujer del primero.

Al final, explica «Como escribí mi modesta autobiografía», en que parodia ese tipo de escritos, y en cuyas notas a pie de página remite a los principales trabajos de la extensa (y desde luego inexistente) bibliografía sobre sus obras. Hay una zona restringida, pues de su esposa solo registra el nombre y tampoco escribe mucho sobre su hijo.

MEMORIAS Y STRIP TEASE (YO TAMBIÉN ME ACUERDO DE MARGO GLANTZ)

Margo Glantz empezaba a escribir cuando se animó a llevarle algunos de sus textos a uno de sus maestros, Agustín Yáñez, quien le dijo que parecían perlas sueltas y que debería aprender a hilvanarlas. Esto lo ha contado varias veces, porque pasó años tratando de escribir como él le pidió, hasta que se dio cuenta de que no tenía por qué meterse en ese molde y que definitivamente ella iba a escribir a su modo o no escribiría nada. Publicó en un periódico una serie de notas sobre sus padres y las recogió luego en Las genealogías (1985); le siguieron otros libros, entre ellos uno sobre la India, Coronada de moscas (2012), por los que ha obtenido importantes premios. En cierto momento, apareció el correo electrónico y más tarde los jóvenes (y muchos que ya no lo son) empezaron a comunicarse mediante twits, es decir textos muy breves, a veces lapidarios, con frecuencia inconexos, y ella se dio cuenta de que había llegado su hora. Yo también me acuerdo (2014) tiene, como antecedentes el I remember (1970) de Joe Brainart, y Je me souviens (1978) de Georges Perec, donde los recuerdos personales aparecen mezclados con detalles contextuales y colectivos, como el asesinato de Kennedy, los concursos de preguntas o actores y productos de moda durante un tiempo que ya desaparecieron. Lo que su libro tiene de particular y novedoso es que, en vez de hacer un relato sobre su primer matrimonio, digamos, o los años que vivió en París, escribe tres renglones sobre un detalle, luego cambia de tema varias veces, y más tarde nos da otros detalles, como si no pudiera concentrarse y se dispersara con el menor pretexto. Así nos va soltando datos de vez en cuando para mantenernos interesados. Al principio me desconcertó un poco, porque es un libro innovador con sus propias reglas de juego. Me recordó un strip tease, es decir una especie de danza o espectáculo donde una bella mujer se quita un guante para mostrar su mano y el antebrazo, luego se baja la blusa para mostrar un hombro, pero no se quita el sostén o, de quitárselo, se cubre en seguida con algún otro objeto, como un libro de Simenon, y nunca se llega a desnudar por completo. Por ejemplo, menciona que cuando se casó por primera vez «tenía rotas las medias, se me salían los dedos de los zapatos rotos, y mi testigo fue un albañil». Más tarde agrega que como no se casó con un miembro del pueblo elegido, sus padres no aprobaron ese matrimonio» y en otro lugar que trataron de anularlo «porque era menor de edad», pero estos datos que despiertan el interés de sus lectores aparecen alejados unos de otros y entre ellos nos ofrece comentarios diversos.

En general, tiende a mencionar sobre todo las estrecheces con que vivió en esos años, como los millonarios que se jactan de haber empezado sin un quinto, tal vez porque ahora es una viajera frecuente que se traslada de una feria del libro a un congreso sobre literatura o a un festival, siempre como invitada, con los gastos pagados.

Lo que le da un encanto especial a este libro de Margo Glantz, son los recuerdos de su infancia. Menciona por ejemplo que compartía una cama con su hermana mayor. La sábana «estaba dividida por una costura muy gruesa» y Lilly dormía con un tenedor en las manos para poder pincharle la pierna en caso de que traspasara la línea divisoria.

En cuanto a sus maridos, es muy discreta y solo menciona que en un restorán del Barrio Latino se encontró a su primer marido con otra mujer. Sin embargo, en otro libro anota que se fue unos meses a Perugia porque su esposo la había dejado por una sueca y ese dato creo que hace falta en este libro; pues ella rompe en cierto momento con sus padres por el joven y luego él la deja, con lo que se completa esta historia digna de Ribeyro o de Woody Allen, cosa que además explica su feminismo. En cuanto a su segundo esposo, solo menciona que la boda tuvo lugar en un pueblecito del estado de Morelo. Ella no conocía a los testigos y cometió «la imprudencia de casar(s)e en comunidad de bienes».

La información autobiográfica aparece mezclada con datos sobre su relación con la música, pues recuerda los conciertos dominicales en Bellas Artes a los que la llevaba su padre cuando tenía trece años y que ahí escuchó a Yehudi Menuhin y a Georgy Sandor, entre otros virtuosos. Le gustaba mucho oír los estudios de Czerny, aunque nunca los dominó, pero llegó a interpretar la Tempestad de Beethoven. Naturalmente escucha sus discos con frecuencia, sobre todo los de Glenn Gould y recuerda, entre otros, «un concierto donde Alfred Brendel tocaba sonatas de Beethoven» al que asistió con unos amigos franceses y otro de Maurizio Pollini en el Liceo de Barcelona interpretando a Chopin». Desde luego, la lectura es su principal ocupación, y, cuando se harta de obras serias, recurre a novelas policíacas, sobre todo de Simenon, que «podía escribir a veces hasta cuatro novelas en un solo año»; incluso las ve en la tele, pues menciona a Bruno Cramer, que interpretó al inspector Maigret, y acota que no le gusta la versión inglesa de la serie sueca de Wallander con Kenneth Branagh como el detective.

En fin, hay una especie de coqueteo con el lector, pues ella se la pasa deshojando la margarita —Te cuento mucho, poquito, nada—, y un perfeccionado juego sherazadesco, pues la protagonista de las Milyunanoches interrumpía sus relatos en el momento culminante o antes del desenlace, y Margo lo hace apenas empieza y nos va contando de a poquitos. Así, nos tiene en suspenso y le da un toque femenino al modelo de Brainard y Perec. Yo disfruté mucho el libro.

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* Juan José Barrientos nació en Xalapa, Veracruz, el 27 de mayo de 1944. Ensayista, crítico literario, narrador y traductor. Obtuvo la Maestría en Lengua y Literatura Española en la Universidad Veracruzana y el doctorado en Lingüística y Literatura Hispánicas en El Colegio de México (1978); además estudió en la Universidad de Heidelberg, Alemania, becado por el Servicio alemán de intercambio académico. Ha impartido cursos de literatura hispanoamericana en la Universidad de Toulouse-le Mirail y en la Sorbonne, donde estuvo como “lecteur” durante cuatro años (1972-76), así como en la Universidad de Nancy (ahora de Lorena), durante un semestre como “Professeur associé” (2004). También fue docente en la Universidad Veracruzana, donde trabaja como investigador. Ha participado como ponente en numerosos congresos y coloquios nacionales e internacionales sobre literatura. Colaborador  de la Revista Universidad de México, Casa del Tiempo, Tierra Adentro,  Biblioteca de México, La Jornada Semanal, Cuadernos Americanos y Voices of Mexico, así como de las desaparecidas revistas Vuelta, Plural, México en el Arte, La orquesta, Textual, Nitrato de plata y Ciencia y desarrollo, Thesis y Omnia, además de “Sábado” del diario Unomásuno,  el “Semanario” de Novedades y otros suplementos de provincia. También ha publicado en la Revista de Crítica literaria latinoamericana y en la Hispanic Review, en los Estados Unidos, y en las revistas españolas Cuadernos hispanoamericanos, La balsa de la medusa y Quimera. Además ha reseñado libros en la televisión. Estudioso del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, prologó y anotó el epistolario entre Rybeiro y su editor alemán, Wolfgang A. Luchting, Cartas a Luchting (Xalapa, UV, 2016). Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 1985 por Borges y la imaginación. Tradujo algunos cuentos, ensayos y entrevistas de Michel Tournier, así como un capítulo de Las promesas del alba de Romain Gary. Ha publicado en varias revistas algunos minicuentos, de los cuales uno apareció en la antología Flash Fiction International. También ha dado a conocer, en el Diario de Xalapa y otros periódicos, una serie de relatos autobiográficos que luego reunió en su blog heuresdevol.blogspot.com.

1 COMENTARIO

  1. Maestro Juan José
    Muy agradecido por compartir su ensayo sobre estos escritores y sus autobiografías. Siempre es fecundo e ilustrador saber esos detalles biográficos pues, además de deleitar, enriquecen y favorecen la comprensión de sus obras.
    Ha sido un placer leerlo y disfrutar de su facundo trabajo literario. Un abrazo

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